El arte de amar (16 page)

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Authors: Erich Fromm

BOOK: El arte de amar
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Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la sociedad capitalista. En las sociedades precapitalistas, el intercambio de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el mercado. Se trate del mercado de productos, del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que quiere conseguir en las condiciones del mercado, sin recurrir a la fuerza o al fraude.

La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La máxima «haz a los demás lo que quisieras que te hicieran a ti» puede interpretarse como «sé equitativo en tu intercambio con los demás». Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del «Ama a tu prójimo como a ti mismo» bíblico. Por cierto, la norma judeo-cristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y separado; significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas actuales; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en términos de una ética equitativa que todos comprenden y están dispuestos a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la diferencia entre equidad y amor.

Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra organización social y económica está basada en el hecho de que cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el amor? ¿No implica lo segundo renunciar a todas las preocupaciones seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros
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comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan a la conclusión de que hablar de amor en el presente sólo significa participar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del amor no es otra cosa que una prédica. Este respetable punto de vista se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la persona corriente que siente: «Me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morirme de hambre si lo tomara en serio». Este radicalismo resulta un nihilismo moral. Tanto los «pensadores radicales» como la persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la «necesidad histórica» de ese hecho.

Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta incompatibilidad del amor y la vida «normal» sólo es correcta en un sentido abstracto. El
principio
sobre el que se basa la sociedad capitalista y el
principio
del amor son incompatibles. Pero la sociedad moderna en su aspecto concreto es un fenómeno complejo. El vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar económicamente sin mentir; un obrero especializado, un químico o un médico pueden hacerlo. De manera similar, un granjero, un obrero, un maestro y muchos tipos de hombres de negocios pueden tratar de practicar el amor sin dejar de funcionar económicamente. Aun si aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el principio del amor, debemos admitir que el «capitalismo» es, en sí mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que incluso permite una buena medida de disconformidad y libertad personal.

Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos esperar que el sistema social actual continúe indefinidamente, y, al mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia nuestros hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea. No tanto porque las múltiples ocupaciones no permiten una actitud amorosa, sino porque el espíritu de una sociedad dedicada a la producción y ávida de artículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro, sólo podemos sugerir la dirección de tales cambios.
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Nuestra sociedad está regida por una burocracia administrativa, por políticos profesionales; los individuos son motivados por sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y consumir más, como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata —bien alimentado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y función peculiarmente humana—. Si el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lugar supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la experiencia, el trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos, sus beneficios. La sociedad debe organizarse en tal forma que la naturaleza social y amorosa del hombre no esté separada de su existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria al problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que excluya, relativamente, el desarrollo del amor, a la larga perece a causa de su propia contradicción con las necesidades básicas de la naturaleza del hombre. Hablar del amor no es «predicar», por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida no significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y no sólo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre.

EPÍLOGO BIOGRÁFICO: EL AMOR EN LA VIDA DE ERICH FROMM

Al publicar Erich Fromm
El arte de amar
, antes de cumplir los 50 años, se convirtió en el primer científico que consideraba digno de publicarse un libro sobre el tema del «amor» y de la «capacidad de amar». Del amor ya se había hablado en la religión (por ejemplo, en ese «supremo canto al amor» que es el Cantar de los Cantares), en la filosofía (el
Ars amandi
de Ovidio) y en la literatura (en las obras de los trovadores o en las novelas de la época romántica). En el campo de la psicología, fue Fromm quien, con
El arte de amar
, inició un debate que iba a desembocar en un sinfín de investigaciones y de asesores sobre el tema del amor.

Aunque no es raro que un libro desate un debate de amplias proporciones, sólo en contadas ocasiones dichos libros sobreviven a su autor.
El arte de amar
de Fromm pertenece sin duda a estas contadas excepciones. Hoy, cumplidos ya los veinticinco años de la muerte de su autor, se ha traducido a treinta y cuatro lenguas y se han vendido millones y millones de ejemplares. Para muchas lectoras y lectores, sobre todo jóvenes, en la actualidad todavía sigue siendo un verdadero descubrimiento. Y hay quienes, después de muchos años, lo vuelven a sacar de la estantería para leerlo de nuevo.

La exitosa historia de
El arte de amar
no se puede explicar sólo por el contenido de dicho libro. Su lectura también nos desvela numerosos elementos directamente relacionados con el autor y con su particular arte de amar. Muchas personas se preguntan cómo amó el propio Fromm y si también vivió en persona lo que enseña en su libro. Pues bien, de esto se hablará en el epílogo que nos ocupa.

En primer lugar, me gustaría decir algo sobre las impresiones que dejó en mí, y no sólo en mí, sino también en muchos otros, el trato con el Fromm ya anciano. Personalmente, lo que más me impresionó fue su interés por quienes tenía a su lado, lo cual se veía en su mirada, a la vez afable y firme —por no decir incluso a veces casi demasiado intensa—. Pero lo que más me sorprendió fue cómo expresaba este interés por quienes tenía a su lado.

En la década de 1970, cuando fui asistente de Fromm en Locarno, donde vivió desde 1973 hasta su muerte, acaecida en 1980, solía hacerme preguntas muy fáciles y obvias que, sin embargo, llegaban hasta lo más íntimo de mi ser. Por ejemplo, me preguntaba qué libro estaba leyendo en aquel momento, o qué era lo que me había empujado a leer precisamente aquel libro, o qué era lo que más me gustaba de él y qué lo que menos. Si le contestaba que lo encontraba poco interesante, o incluso aburrido, quería saber por qué perdía el tiempo con algo intranscendente para mí. También le interesaba saber qué era realmente lo que me importaba, qué me llamaba más la atención y con qué prefería pasar el tiempo.

En realidad, Fromm sólo hacía esas preguntas que su interlocutor no se hacía pero que debería haberse hecho. Yo no me las había hecho porque tal vez habrían arrojado una pobre imagen de mí mismo o incluso me habrían avergonzado. En aquellas circunstancias, habría sacado las conclusiones pertinentes y habría tenido que cambiar mi vida. También hay preguntas, como, por ejemplo, por qué determinada desgracia me ocurre precisamente a mí, para las que no hay ninguna respuesta pero que debemos aceptar y soportar como preguntas. Fromm hacía preguntas que yo evitaba, reprimía o simplemente no me tomaba en serio.

El clima de entendimiento que se instauraba conversando con Fromm era, pues, fruto de esa sensación de proximidad que él creaba planteando, con una atención y un interés especiales, preguntas que su interlocutor no se hacía. Las preguntas podían ser lacerantes y escocer un poco, pero él pasaba por el tamiz cualquier afirmación defensiva o razonamiento poco fundado.

El hecho de que sus preguntas no fueran percibidas como ofensivas o destructivas revela uno de los rasgos característicos de su conversación. Frente a sus interrogantes, uno se podía sentir tal vez desnudo, pero nunca desnudado, condenado o angustiado. Su mirada y sus preguntas eran penetrantes, pero también dejaban traslucir cierta benevolencia. Se caracterizaban por ese deseo de «reconocimiento» sobre el que él precisamente decía en
El arte de amar
. «El respeto del otro no es posible sin un verdadero conocimiento de ese otro». Para semejante conocimiento sólo estamos capacitados una vez que nos hemos hecho tales preguntas.

El interés que suscitaba Fromm con sus interrogantes era a la vez expresión y resultado de las preguntas que se hacía a sí mismo y a las que, tras dolorosas experiencias y fatigosos procesos de aprendizaje, él mismo había intentado dar respuesta. Él sabía bien de qué hablaba (y escribía) cuando hacía sus preguntas escudriñadoras, capaces de calar en lo más hondo. Sólo un trato personal con las preguntas y la capacidad de cuestionarse muchas cosas posibilitan el «reconocimiento» del otro.

Cuando nos enfrentamos a determinadas preguntas y aptitudes en las que se advierte este deseo de «reconocimiento», nos sentimos a la vez provocados y concernidos, pero no juzgados ni avergonzados. Más bien, al contrario, las preguntas se pueden convertir en un cuestionamiento personal, y resultar, como sucede habitualmente, que no sólo nos sintamos reconocidos, sino también comprendidos. Eso es lo que sienten muchos lectores de
El arte de amar
. Pero eso es también lo que caracteriza tanto el estilo terapéutico como la capacidad de amar de su autor.

A Fromm no le cayó del cielo la capacidad de amar: hasta bien entrada la madurez, también se le puede aplicar lo que se escribe en este libro: «Con respecto al amor, apenas hay empresa humana que comience con tantas esperanzas y expectativas y acabe con tantos fracasos». Hay muchos motivos por los que la capacidad de amar de uno es muy limitada o incluso está condenada al fracaso. Para cada individuo, tiene una importancia especial la manera como vivieron antes el amor el padre y la madre, pues ello puede dar alas u obstaculizar el desarrollo de la propia capacidad de amar. Echemos, pues, una mirada al amor materno y paterno de Fromm, el cual dejó una mella indeleble en su infancia y juventud.

Erich Fromm nació en Fráncfort en el año 1900. Fue hijo único. Su padre, Naphtali Fromm, tenía 30 años cuando él vino al mundo. Era de profesión comerciante de vino de bayas y no teólogo judío, como tantos antepasados suyos. De temperamento bastante nervioso y muy ligado a la familia, estaba acomplejado por la profesión que ejercía. Tenía todas las esperanzas depositadas en que su hijo prosiguiera la tradición del estudio del Talmud. Su amor hacia Erich se concretaba en una mezcla de tierno afecto (toda una serie de fotos muestran al niño de 12 y 13 años sentado en el regazo del padre), de angustiosa solicitud (durante el invierno, Erich no podía salir prácticamente, pues habría podido constiparse) y de una idealización muy ambivalente. Cuando, con sólo 22 años, el dotado Erich defendió su tesis doctoral en Sociología en la Universidad de Heidelberg su padre estaba convencido de que lo suspenderían y luego se quitaría la vida.

La madre de Fromm tenía 24 años cuando lo trajo al mundo. De una familia menos piadosa que la del padre, era considerada por sus allegados una mujer alegre y sociable que llevaba siempre la voz cantante. Vivió enteramente para su hijo. Hay dos fotos que dicen mucho del tipo de amor que le tributaba. En la primera, aparece con su hijo a orillas de un estanque en medio de un parque. Tiene la mano derecha puesta sobre el hombro del niño (de unos 10 años), al que aprieta fuertemente contra su seno; al mismo tiempo, la mano izquierda está apoyada sobre la cadera, en pose de victoria. Se puede ver en ello un amor materno atosigador y posesivo, poco dispuesto a facilitarle al hijo —al hijo único— cualquier conato de liberación.

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