Toby me agarra por los hombros, me levanta y me agita.
—Basta —me dice—. No tenemos tiempo para esto. Ahora vamos.
Me empuja hacia el camino.
—¿Al menos podemos bajarlo? —logro decir—. Y enterrarlo.
—Lo haremos después —dice Toby—. Pero ya no está en su cuerpo. Ahora está en espíritu. Chis, está bien.
Toby se detiene y me rodea con los brazos y me acuna adelante y atrás, luego me empuja suavemente hacia delante. Hemos de llegar a la puerta antes de la tormenta de la tarde, dice, y las nubes se están moviendo rápido desde el sur y el oeste.
Año 25
Toby se siente apaleada —ha sido brutal, horripilante—, pero no puede mostrarle sus sentimientos a Ren. Los Jardineros alentaban que se llorara la muerte —dentro de ciertos límites— como parte del proceso curativo, pero ahora no hay tiempo para eso. Las nubes de tormenta son verde amarillentas, los relámpagos violentos: Toby se teme un tornado.
—Date prisa —le dice a Ren—. A menos que quieras que se te lleve el viento.
Durante los últimos cincuenta metros se agarran de la mano y corren contra el viento con la cabeza baja.
La puerta es retro Tex-Mex, con líneas redondeadas y techo de paneles solares de imitación adobe: lo único que le falta es una torre y algunas campanas. Ya hay kudzu trepando por las paredes. La verja de hierro forjado ha quedado abierta. En el jardín ornamental, con su anillo de piedras blanqueadas (B
ienvenidos
a
A
noo
Y
oo
deletreado con petunias, pero ahora invadido de verdolaga y lechuga de las liebres), algo se está pudriendo. Los cerdos, seguramente.
—Hay unas piernas —dice Ren—. En la puerta.
Los dientes le castañetean: todavía se encuentra en estado de shock.
—¿Piernas? —dice Toby.
Se siente afrentada: ¿cuántos medios cadáveres van a encontrar en un día? Se acerca a la puerta a mirar. No son piernas humanas, son patas de mohair: un juego completo de cuatro; sólo las partes inferiores de las patas, las delgadas. Hay un poco de pelo en ellas, de color lavanda. También hay una cabeza, pero no es una cabeza de mohair: es la cabeza de un leonero, el pelaje dorado desaliñado, las cuencas de los ojos vacías y cicatrizadas. La lengua también falta. La lengua de leonero había sido un preciado plato de
gourmet
en Rarity. Toby vuelve al lugar donde Ren está temblando, tapándose la boca.
—Son de mohair —le dice—. Las prepararé en una sopa. Con nuestras fantásticas setas.
—Oh, no puedo comer nada —dice Ren con voz compungida—. Era sólo... Era un niño. Yo lo llevaba a todas partes.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas.
—¿Por qué lo han hecho?
—Has de comer —dice Toby—. Es tu deber.
¿Deber de qué?, se pregunta. Tu cuerpo es un don de Dios y debes honrarlo, decía Adán Uno. Pero ahora mismo no siente esa convicción.
La puerta de la verja está abierta. Mira por la ventana a la zona de recepción —no hay nadie— y empuja a Ren adentro: la tormenta se acerca con rapidez. Acciona un interruptor: no hay corriente. Ve la habitual ventanita antibalas de control, un escáner de documentos, el escáner de dedos y las cámaras de iris. Te quedabas allí sabiendo que tenían pulverizadores montados en la pared apuntando a tu espalda y controlados desde la sala interior donde se arrellenaban los guardas.
Toby ilumina con la linterna a través de la ventana del mostrador hacia la oscuridad del espacio interior. Escritorios, archivadores, basura. En el rincón, una forma: lo bastante grande para ser alguien. Alguien muerto, alguien dormido, o, en el peor de los casos, alguien que los ha oído venir y pretende ser una bolsa de basura. Luego, una vez que se calmen, habrá un acercamiento furtivo, un destello de caninos, cuchilladas y cortes.
La puerta de la sala interior está entreabierta: olisquea el aire. Moho, por supuesto. ¿Qué más? Excremento. Carne en descomposición. Otros matices desagradables. Lamenta no tener la nariz de un perro, para distinguir un olor de otro. Cierra la puerta. Sale al exterior, a pesar de la lluvia y el viento, y carga con la piedra más grande del borde de la jardinera de flores ornamentales. No basta para parar a una persona fuerte, pero podría reducir a alguien más débil o enfermo. No quiere ser asaltada desde atrás por un monigote carnívoro hecho jirones.
—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunta Ren.
—Por si acaso —dice Toby.
No lo elabora. Ren ya está temblando bastante: un horror más y se derrumbará.
La tormenta impacta con toda su potencia. Una oscuridad más espesa aúlla en torno a ellas, resuenan truenos. A la luz de los relámpagos, el rostro de Ren viene y va, con los ojos cerrados, su boca en forma de O aterrorizada. Agarra el brazo de Toby como si estuviera a punto de caer por un acantilado.
Después de lo que se le antoja mucho tiempo, los truenos se alejan. Toby sale a inspeccionar las patas de los mohair. Le pica la piel: las patas no han caminado hasta allí por sí solas, y todavía están muy frescas. No hay señal de fuego: quien había matado al animal no había cocinado el resto allí. Toby se fija en las marcas de corte: el señor cuchillo afilado ha pasado por aquí. ¿Estará muy cerca?
Mira a ambos lados de la calle, ahora salpicada de hojas. No hay movimiento. El sol vuelve a brillar. Se eleva vapor. Hay cuervos en la distancia.
Usa su propio cuchillo para cortar la mayor parte de la piel peluda de una de las patas de mohair. Si tuviera una buena cuchilla de carnicero podría cortarlo en trozos lo bastante pequeños para su olla. Al final, coloca una punta en la parte superior de la escalera que conduce a la puerta y la otra en el suelo, y golpea con una roca. Ahora viene el problema del fuego. Podría pasarse mucho rato rebuscando madera seca entre los árboles y aún así terminar con las manos vacías.
—He de entrar ahí —le dice a Ren.
—¿Por qué? —pregunta Ren con voz débil. Está acurrucada en el vestíbulo vacío.
—Hay material que podemos usar para hacer fuego —dice Toby—. Ahora escucha. Podría haber alguien dentro.
—¿Una persona muerta?
—No lo sé —dice Toby.
—No quiero más muertos —dice Ren con ansiedad.
Puede que no haya elección, piensa Toby.
—Coge el rifle —dice—. Esto es el gatillo. Quiero que te quedes aquí. Si alguien que no sea yo sale por esa puerta, dispárale. No me dispares por error, ¿vale?
Si a ella la matan, al menos Ren tendrá un arma.
—Vale —dice Ren. Agarra el rifle con torpeza—, pero no me gusta.
Esto es una locura, piensa Toby. Ren está tan nerviosa que me dispararía por la espalda si estornudo. Pero si no verifica esa habitación no habrá forma de dormir esta noche, y puede que tenga la garganta cortada por la mañana. Y ni hablar de fuego.
Entra con la linterna y el palo de fregona. Hay papeles por el suelo, lámparas rotas. Cristales rotos crujen bajo sus pies. Ahora el olor es más intenso. Zumban moscas.
Se le eriza el vello en los brazos, la sangre se le agolpa
en
la
cabeza.
El montón en el suelo es definitivamente humano, cubierto con una especie de manta horripilante. Ahora atisba la cúpula de una cabeza calva, unos pelos. Da un empujoncito en la manta con el palo de la fregona, manteniendo el bulto enfocado con la linterna. Un gemido. Otro empujoncito más fuerte: hay un pequeño retorcimiento en la ropa. Ahora hay unas rendijas de ojos, y una boca, labios con costras y ampollas.
—Qué coño —dice la boca—. ¿Quién coño eres?
—¿Estás enfermo? —pregunta Toby.
—Un capullo me disparó —dice el hombre.
Sus ojos parpadean a la luz.
—Apaga la puta linterna.
No hay signos de sangre goteando de la nariz, boca u ojos. Con un poco de suerte, no está infectado.
—¿Dónde te disparó? —pregunta Toby.
La bala ha tenido que ser la suya, de aquella vez en el prado. Aparece una mano: venas rojas y azules. Aunque está consumido y sucio, con los ojos hundidos por la fiebre, no cabe duda de que es Blanco. Ella tenía que saberlo porque lo había visto de cerca.
—La pierna —dice—. Me fue como el culo. Los cabrones me han dejado aquí.
—¿Dos hombres? —dice Toby—. ¿Tenían una mujer con ellos? —logra que su voz suene firme.
—Dame un poco de agua —dice Blanco.
Hay una botella vacía en el rincón, cerca de su cabeza. Dos botellas, tres. Costillas mordisqueadas: ¿el mohair lavanda?
—¿Quién más está fuera? —dice él con voz ronca. Le cuesta respirar—. ¿Más zorras? He oído más.
—Deja que te vea la pierna —dice Toby—. Quizá pueda ayudarte.
No será la primera persona que ha fingido una herida.
—Me estoy muriendo, coño —dice Blanco—. ¡Apaga esa luz!
Toby ve varios cursos de acción en forma de pequeñas arrugas en la frente de él. ¿La ha reconocido? ¿Tratará de agredirla?
—Quita la manta —dice Toby— y te traeré un poco de agua.
—Quítala tú —ruge Blanco.
—No —dice Toby—. Si no quieres ayuda te encerraré aquí.
—La cerradura está rota —dice—. Zorra flaca. ¡Dame agua!
Toby localiza el otro olor: el problema, se está descomponiendo.
—Tengo Zizzy Froot —dice—. Eso te gustará más.
Sale por la puerta y cierra tras de sí, pero no antes de que Ren eche un vistazo.
—Es él —susurra—. El tercero, el peor de todos.
—Respira hondo —dice Toby—. Estás a salvo. Tú tienes el rifle y él no. Pero apunta al suelo.
Toby hurga en su mochila, encuentra lo que queda de Zizzy Froot, se bebe un cuarto del líquido tibio, azucarado y con gas: «No desperdicies.» Luego llena la botella con adormidera y añade un buen chorro de amanita en polvo por si acaso. El Ángel de , garante de oscuros deseos. Si tienes dos malas opciones, elige la menos mala, habría dicho Zeb.
Abre la puerta con el palo de la fregona e ilumina el interior con la linterna. Sin duda Blanco se está arrastrando por el suelo, haciendo una mueca por el esfuerzo. En una mano tiene el cuchillo: lo más probable era que intentara acercarse al máximo para poder agarrarla por los tobillos cuando entrara. Llevársela por delante con él o usarla como moneda de cambio para conseguir a Ren.
Los lobos rabiosos muerden. ¿Qué más hay que saber?
—Toma —dice Toby.
Le pasa rodando el Zizzy Froot. El cuchillo de Blanco cae haciendo un ruido cuando agarra la botella, la abre con manos temblorosas, bebe. Toby espera para asegurarse de que se lo traga todo.
—Ahora te sentirás mejor —le dice con voz amable. Cierra la puerta.
—¡Saldrá! —dice Ren. Está pálida.
—Si sale, le dispararemos —dice Toby—. Le he dado unos calmantes para que se tranquilice. —Dice en silencio palabras de disculpa y liberación, las mismas que usa en el caso de un escarabajo.
Espera hasta que la adormidera haya hecho efecto y vuelve a entrar en la habitación. Blanco respira con dificultad: si la adormidera no acaba con él, lo hará el Ángel de la manta: tiene el muslo hecho un asco; la carne en descomposición y la ropa en descomposición se han mezclado. Le hace falta contenerse mucho para no vomitar.
Luego revisa la habitación en busca de productos inflamables, recogiendo lo que puede: papel, restos de sillas rotas, una pila de cedés. Hay una segunda planta, pero Blanco está bloqueando la puerta a lo que ha de ser la escalera y ella no está preparada para acercarse tanto a él. Busca ramas secas bajo los árboles: con el mechero de barbacoa, el papel y los cedés, al final prende. Prepara una sopa de huesos con la pata del mohair, añadiendo las setas y un poco de verdolaga del lecho de flores; comen sentadas junto al humo del fuego, por los mosquitos.
Duermen en la terraza, usando un árbol para trepar. Toby arrastra las mochilas arriba, y las otras tres patas de mohair, para que nada ni nadie se las robe durante la noche. La terraza de guijarros es húmeda: se tumban en los plásticos. Las estrellas brillan más; la luna es invisible. Justo antes de que se vayan a dormir, Ren susurra:
—¿Y si se despierta?
—No volverá a despertarse —dice Toby.
—Oh —dice Ren en voz baja.
¿Es admiración por Toby o simplemente temor ante la muerte? No habría sobrevivido con una pierna en ese estado, se dice Toby a sí misma. Tratar de curarla habría sido un desperdicio de gusanos. Aun así, acaba de cometer un asesinato. O un acto de clemencia: al menos no murió sediento.
No te engañes, cielo, dice la voz de Zeb en su cabeza. Tenías la venganza en mente.
—Que su espíritu marche en paz —dice en voz alta. Sea como sea, el cerdo cabrón.
Año 25
Toby se despierta justo antes del alba. En la distancia hay un leonero, con su extraño rugido quejumbroso. Ladran los perros. Toby mueve los brazos, luego las piernas: está rígida como una losa de cemento. La humedad de la niebla le cala hasta la médula.
Aquí llega el sol, una rosa ardiente que se eleva de las nubes de color melocotón. Las hojas de los árboles están cubiertas de gotitas de rocío que brillan bajo una luz rosa cada vez más intensa. Todo tiene un aspecto muy fresco, como recién creado: las piedras en el tejado, los árboles, las telas de araña que cuelgan de rama en rama. La dormida Ren parece luminosa, como bañada en plata. Con el mono rosa en torno a su cara oval y la niebla goteando en sus largas pestañas, se la ve frágil y espiritual, como si estuviera hecha de nieve.
La luz se proyecta directamente sobre Ren, que abre los ojos.
—Oh, mierda, mierda —dice—. ¡Llego tarde! ¿Qué hora es?
—No llegas tarde a nada —dice Toby, y por alguna razón las dos se echan a reír.
Toby explora con los prismáticos. Al este, adonde van a dirigirse, no hay movimiento; en cambio, al oeste hay un grupo de cerdos, la mayor reunión que Toby ha visto hasta la fecha: seis adultos, dos crías. Están estirados a la vera del camino como perlas de carne redondas en un collar; tienen la cabeza baja y resoplan como si estuvieran siguiendo una pista.
Siguiendo nuestra pista, piensa Toby. Quizá son los mismos cerdos: los cerdos enfadados, los cerdos del funeral. Se levanta, agita el rifle y les grita:
—¡Alejaos! ¡Largo!
Al principio se quedan mirando, pero cuando Toby baja el rifle y les apunta se mueven con torpeza hacia los árboles.