Después de lo que parece mucho tiempo llega al verraco muerto. Una horda de moscas de color verde brillante y bronce revolotean sobre el cadáver. Cuando Toby se acerca, los buitres levantan sus cabezas rojas y sin plumas, sus cuellos rígidos. Agita el palo de la fregona y los buitres se largan, graznando de indignación. Algunos de ellos ascienden en espiral, sin quitarle ojo; otros baten las alas hacia los árboles y asientan sus plumas, esperando.
Hay frondas esparcidas encima de la carcasa del verraco y detrás de él. Frondas de helecho. Esos helechos no crecen en el prado. Algunos ahora están viejos, secos y marrones, otros más frescos. También hay flores. ¿Son eso pétalos de las rosas del sendero? Había oído hablar de algo similar; no, lo había leído de niña, en un libro sobre elefantes. Los elefantes se quedaban en torno al muerto, apenados, como si meditaran. Luego esparcían ramas y tierra.
Pero ¿los cerdos? Normalmente se limitaban a comerse al cerdo muerto, del mismo modo que se comían cualquier otra cosa. Pero a ése no se lo habían comido.
¿Estaban celebrando un funeral? ¿Era posible que los cerdos estuvieran llevando flores al difunto? La idea le resulta completamente aterradora.
Pero ¿por qué no?, dice la voz amable Adán Uno. Creemos que los animales tienen alma. ¿Por qué no iban a celebrar funerales?
—Estás loca —dice en voz alta.
El olor de la carne en descomposición es fétido: es difícil contener las arcadas. Se levanta un pliegue del mono y se aprieta con él la nariz. Con la otra mano golpea al verraco con el palo: los gusanos revolotean. Son como enormes granos de arroz grises.
Sólo piensa en ellos como gambas de tierra, dice la voz de Zeb. El mismo esquema corporal. «Estás preparada para esto», se dice. Ha de dejar el rifle y el palo de la fregona para hacer lo siguiente. Recoge con la cuchara los gusanos blancos que se retuercen y los pasa a la fiambrera de plástico. Suelta algunos; le tiemblan las manos. Hay un zumbido en su cabeza, como minúsculos taladros, o son sólo las moscas. Se obliga a calmarse.
Truena en la distancia.
Da la espalda al bosque, se dirige hacia el prado. No echa a correr.
Sin duda los árboles se han acercado.
Año 25
Un día estábamos bebiendo champán y dije:
—Vamos a hacernos las uñas, son un desastre.
Pensé que tal vez eso nos animaría. Amanda se rio.
—Nada te estropea tanto las uñas como una pandemia letal —dijo.
Pero nos hicimos la manicura de todos modos. Amanda se puso un tono naranja rosado llamado Satsuma Parfait; el mío era Slick Raspberry. Éramos como dos niñas que se pintan los dedos en una fiesta. Me gusta el olor del esmalte de uñas. Sé que es tóxico, pero huele limpio. Fresco como ropa almidonada. Nos hizo sentir mejor.
Después de eso, tomamos más champán, y se me ocurrió otra idea festiva, así que subí arriba. Sólo había una habitación con una persona en ella: Starlite, en nuestra vieja habitación. Me sentí fatal por ella, pero metí sábanas en los resquicios de la puerta para que no saliera el olor, y esperaba que los microbios siguieran con su trabajo y la convirtieran en otra cosa deprisa. Cogí los integrales de biofilm y vestidos de la habitación vacía de Savona y Crimson Petal, y los llevé al piso de abajo en una brazada gigante, y empezamos a probárnoslos.
Hubo que rociar los biofilms con agua y lubricante comestible de piel —estaban secos—, pero en cuanto lo hicimos se deslizaron como de costumbre. Sentías la agradable succión cuando sus capas de células vivas interactuaban con tu piel, y luego la sensación cálida de cosquilleo cuando empezaban a respirar. No entraba nada salvo el oxígeno, y no salía nada salvo tus secreciones naturales, aseguraban las etiquetas. La unidad facial incluso te sonaba la nariz. Un montón de clientes del Scales habrían preferido membrana si eso hubiera sido completamente seguro, pero al menos con los biofilms podían relajarse, porque sabían que no iban a pillar ninguna infección.
—Esto se siente genial —dijo Amanda—. Casi te hace un masaje.
—Recomendado para el cutis —dije, y reímos un poco más.
Entonces Amanda se puso un traje de flamenco con plumas rosas y yo me puse uno de pavoceta, y encendimos la música y los focos de colores y subimos a bailar al escenario. Amanda seguía siendo una gran bailarina, sabía cómo agitar esas plumas. Pero yo ya era mejor que ella, por todo el entrenamiento que había tenido y el trabajo en el trapecio; y ella lo sabía. Y eso me complacía.
Fue una estupidez por nuestra parte, todo el episodio del baile: habíamos subido mucho la música, el sonido salía por la puerta abierta, y si había alguien en el vecindario seguramente lo oiría. Pero yo no estaba pensando en eso. «Ren, no eres la única persona del planeta», me decía Toby cuando yo era una niña. Era una forma de decirnos que tuviéramos consideración. En ese momento realmente pensaba que era la única persona en el planeta. O Amanda y yo. Así que allí estábamos con nuestros vestidos de flamenco rosa y pavoceta azul y nuestro nuevo esmalte de uñas, bailando juntas en el escenario del Scales con la música a tope, bum, bum, babadabum, bam, ba, kalam. Cantando como si no tuviéramos ninguna preocupación en el mundo.
De pronto, el número llegó a su final y oímos aplausos. Nos quedamos allí petrificadas. Sentí que me recorría un escalofrío: tuve una imagen fugaz de Crimson Petal colgada de la cuerda del trapecio con una botella incrustada, y no pude respirar.
Habían entrado tres tipos —debían de haberse colado con mucho sigilo— y allí estaban.
—No corras —me dijo Amanda en voz baja.
Luego dijo:
—¿Estáis vivos o muertos? —Sonrió—. Porque si estáis vivos... ¿a lo mejor queréis una copa?
—Bonito baile —dijo el más alto—. ¿Cómo es que no habéis pillado este virus?
—A lo mejor lo pillamos —dijo Amanda—. A lo mejor somos contagiosas y no lo sabemos todavía. Ahora voy a encender las luces del escenario para poder veros.
—¿Hay alguien más aquí? —dijo el más alto—. ¿Algún tío?
—No que yo sepa —dijo Amanda. Atenuó las luces—. Quítate la careta —me dijo.
Se refería a las lentejuelas verdes, al biofilm. Bajó la escalera del escenario.
—Queda un poco de whisky, o podemos preparar un café.
Se estaba quitando el casco de biofilm, y sabía lo que estaba pensando: establece contacto visual directo, como nos había enseñado Zeb. No te des la vuelta, es más probable que te enganchen desde atrás. Y cuanto menos pareciéramos pájaros animados en lugar de personas, menos posibilidades de que nos cazaran.
Ahora vi mejor a los tres. Uno alto, uno bajo, otro alto. Iban con trajes de camuflaje, muy sucios, y tenían pinta de haber pasado demasiado tiempo al sol. El sol, la lluvia, el viento.
Entonces, de repente, lo supe.
—¿Shackie? —dije—. ¡Shackie! ¡Amanda, son Shackie y Croze!
El alto volvió su rostro hacia mí.
—¿Quién coño eres? —dijo.
No estaba enfadado, sólo asombrado.
—Soy Ren —dije—. ¿Eres el pequeño Oates? —Me eché a llorar.
Los cinco nos acercamos como en una melé de rugby en televisión, en cámara lenta. Nos abrazamos. Sólo abrazos y abrazos, sin soltarnos.
Había un zumo de color naranja en el congelador, así que Amanda mezcló mimosas con el champán que quedaba. Abrimos unas nueces de soja saladas y pusimos al microondas un paquete de sucedáneo de pescado, y los cinco nos sentamos delante de la barra. Los tres chicos —todavía los consideraba chicos— engulleron la comida. Amanda les hizo beber agua, pero no demasiado deprisa. No estaban famélicos: habían estado entrando en supermercados e incluso en casas, viviendo de lo que podían cosechar e incluso atraparon un par de conejos y asaron los trozos, igual que hacíamos en los Jardineros durante de San Euell. Aun así, estaban delgados.
Luego nos contamos los unos a los otros lo que habíamos estado haciendo cuando se produjo el Diluvio Seco. Les hablé del Cuarto Pringoso, y Amanda de los huesos de vaca en Wisconsin. Estúpida suerte para las dos, dije, que no estuviéramos con otra gente cuando ocurrió. Aunque Adán Uno decía que la suerte no era estúpida porque suerte era sólo otra palabra para hablar de milagro.
A Shackie, Croze y Oates les había ido de un pelo. Estaban encerrados en el Painball Arena. Equipo Rojo, dijo Oates, enseñándome el tatuaje del pulgar; parecía orgulloso de él.
—Nos metieron allí por lo que habíamos estado haciendo —dijo Shackie— con el Loco Adán.
—¿El Loco Adán? —dije—. ¿Zeb de los Jardineros?
—Más que Zeb. Éramos un grupo: él y nosotros, y algunos más —dijo Shackie—. Científicos de alto nivel: ingenieros genéticos que huyeron de las corpos y se escondieron porque odiaban lo que estaban haciendo allí. Rebecca y Katuro estaban en el grupo: ayudaban a distribuir el producto.
—Teníamos una web —dijo Croze—. Podíamos compartir nuestra información de esa manera, en la sala de chat oculta.
—¿Producto? —dijo Amanda—. ¿Estabais pasando supermaría? ¡Guay! —Rio.
—Ni hablar. Estábamos haciendo resistencia con bioformas —dijo Croze dándose importancia—. Los ingenieros preparaban las bioformas, y Shackie, Croze, Rebecca, Katuro y yo teníamos identidades
top:
seguros e inmobiliarias, cosas con las que puedes viajar. Así que llevábamos las bioformas a los lugares elegidos y las soltábamos.
—Las activábamos —explicó Oates—. Como, bueno, como bombas de relojería.
—Algunos de esos engendros eran geniales —dijo Shackie—. Los microbios que se comían el asfalto, los ratones que atacaban coches...
—Zeb suponía que si lográbamos destruir la infraestructura —explicó Croze—, el planeta podría repararse por sí solo. Antes de que fuera demasiado tarde y se extinguiera todo.
—Así que esta pandemia, ¿fue cosa del Loco Adán? —preguntó Amanda.
—Ni hablar —dijo Shackie—. Zeb no creía en matar a la gente, sólo quería impedir que lo desperdiciaran todo y la cagaran.
—Quería hacerlos pensar —dijo Oates—. Aunque algunos de esos ratones se descontrolaron. Se confundieron. Atacaban zapatos. Hubo heridas en los pies.
—¿Dónde está ahora? —pregunté. Sería muy tranquilizador que Zeb estuviera ahí. Él sabría qué hacer a continuación.
—Sólo hablábamos con él
online
—dijo Shackie—. Iba por libre.
—Aunque Corpsegur pescó nuestros híbridos del Loco Adán —dijo Croze—. Nos localizaron. Supongo que algún asqueroso de nuestra sala de chat era un infiltrado.
—¿Los mataron? —preguntó Amanda—. ¿A los científicos?
—No sé —dijo Shackie—, pero no terminaron con nosotros en Painball.
—Sólo estuvimos un par de días en Painball —dijo Oates.
—Tres de nosotros, tres de ellos. El Equipo Dorado, estaban más allá de lo depravado. Uno de ellos, ¿recuerdas a Blanco, de ? ¿Te arrancaba la cabeza y se la comía? Había perdido algo de peso, pero era él —dijo Croze.
—Estás de broma —dijo Amanda. Su expresión no era de miedo, pero sí de preocupación.
—Lo metieron por joderla en el Scales: mató a alguna gente, sonaba orgulloso por eso. Dijo que para él estar en Painball era como estar en casa, había pasado mucho tiempo.
—¿Sabía quiénes erais? —preguntó Amanda.
—Sin duda —dijo Shackie—. Nos gritó. Dijo que era la hora de la venganza por la movida del Jardín del Tejado, que nos trocearía como pescado.
—¿Qué movida en el Tejado? —pregunté.
—Tú ya te habías ido —dijo Amanda—. ¿Cómo salisteis?
—Caminando —dijo Shackie—. Estábamos pensando en cómo matar al otro equipo antes de que ellos nos mataran a nosotros (te daban tres días para planear antes de la campana de inicio), pero de repente no había guardas. Habían desaparecido.
—Estoy muy cansado —dijo Oates—. Necesito dormir. —Apoyó la cabeza en la barra.
—Resultó que los guardias aún estaban allí —dijo Shackie—. En la cabina. Sólo que estaban como fundidos.
—Así que nos conectamos —dijo Croze—. Las noticias aún funcionaban. Gran cobertura del desastre, o sea que supusimos que no deberíamos salir y mezclarnos. Nos encerramos en las garitas: tenían comida allí.
—El problema era que los del Equipo Dorado estaban en la garita del otro lado de la valla. No dejábamos de pensar que nos matarían mientras estuviéramos durmiendo.
—Montamos turnos para que siempre hubiera alguien despierto, pero quedarse allí esperando era demasiada tensión. Así que los obligamos a salir —dijo Croze—. Shackie se coló por la ventana una noche y les cortó el suministro de agua.
—¡Joder! —dijo Amanda con admiración—. ¿En serio?
—Tuvieron que salir —dijo Oates—. No tenían agua.
—Luego nosotros nos quedamos sin comida y también tuvimos que salir —dijo Shackie—. Pensamos que tal vez nos estarían esperando, pero no estaban. —Se encogió de hombros—. Fin de la historia.
—¿Por qué vinisteis aquí? —dije—. Al Scales.
Shackie sonrió.
—Este sitio tiene reputación —dijo.
—Es una leyenda —dijo Croze—. Aunque no pensábamos que quedara ninguna chica. Al menos podríamos verlo.
—Algo que hacer antes de morir —dijo Oates. Bostezó.
—Vamos, Oatie —dijo Amanda—. Vamos a acostarte.
Los llevamos al piso de arriba y uno por uno se ducharon en el Cuarto Pringoso, y salieron mucho más limpios de cómo habían entrado. Les dimos toallas y se secaron, y luego los metimos en camas, uno en cada habitación.
Fui yo quien se ocupó de Oates: le di su toalla y jabón, y le mostré la cama en la que podía dormir. No lo había visto en mucho tiempo. Cuando dejé a los Jardineros era un niño. Un gamberrete que siempre se metía en problemas. Así era como lo recordaba. Pero era guapo ya entonces.
—Has crecido mucho —dije.
Era casi tan alto como Shackie. Tenía el pelo rubio y húmedo, como un perro que ha estado nadando.
—Siempre pensé que eras la mejor —dijo—. Estaba colado por ti cuando tenía ocho años.
—No lo sabía —dije.
—¿Puedo besarte? —dijo—. No quiero decir de forma sexy.
—Vale —dije.
Y lo hizo, me dio el beso más dulce, al lado de la nariz.
—Eres muy guapa —dijo—. Por favor, no te quites el traje de pájaro.
Me tocó las plumas, las de mi trasero. Entonces puso esa sonrisa tímida. Me recordó a Jimmy, a la forma en que era al principio, y sentí que mi corazón daba un vuelco. Pero salí de puntillas de la habitación.