—Podemos encerrarlos —le susurré a Amanda en el pasillo.
—¿Por qué íbamos a hacerlo? —dijo Amanda.
—Han estado en Painball.
—¿Y?
—Y todos los tipos de Painball están trastornados. No sabes lo que harán, se ponen locos. Además, podrían tener el germen. La plaga.
—Los abrazamos —dijo Amanda—. Ya hemos pillado todos los gérmenes que tuvieran. Además, son antiguos Jardineros.
—¿Qué quieres decir con eso? —dije.
—Quiero decir que son nuestros amigos.
—No eran exactamente nuestros amigos entonces. No siempre.
—Cálmate —dijo Amanda—. Esos chicos y yo hicimos un montón de cosas juntos. ¿Por qué iban a hacernos daño?
—No quiero ser un agujero de carne de tiempo compartido —dije.
—Eso es muy crudo —dijo Amanda—. No deberías tener miedo de ellos, sino de los otros tipos que estaban con ellos en Painball. Blanco no es cosa de broma. Han de estar en alguna parte. Voy a volver a ponerme mi ropa de verdad.
Ya se estaba quitando su traje de flamenco, poniéndose su caqui.
—Deberíamos cerrar la puerta de la calle —dije.
—La cerradura está rota —dijo Amanda.
Entonces oímos voces en la calle. Estaban cantando y gritando como hacían los hombres en el Scales cuando estaban más que borrachos. Borrachos como cubas. Oímos ruido de cristales rotos.
Corrimos a las habitaciones y despertamos a los chicos. Se vistieron muy deprisa y los llevamos a la ventana del piso de arriba que daba a la calle. Shackie escuchó y luego miró con precaución.
—Ah, mierda —dijo.
—¿Hay alguna otra puerta? —susurró Croze.
Tenía el rostro pálido a pesar de su bronceado.
—Hemos de salir, ahora mismo.
Bajamos por la escalera de atrás y salimos por la puerta de la basura, al patio donde estaban los contenedores de basuróleo y los contenedores de botellas. Oímos a los del equipo Dorado dando patadas dentro del edificio del Scales, demoliendo todo lo que no había sido demolido antes. Sonó un golpe enorme: debían de haber tirado el estante de detrás de la barra.
Nos colamos a través del hueco en la valla y corrimos hasta el otro lado del solar y luego por el callejón. Allí posiblemente no podían vernos, aunque yo sentía que sí podían, como si sus ojos pudieran atravesar los ladrillos como mutantes de la tele.
A unas manzanas de distancia, frenamos y empezamos a caminar.
—A lo mejor no se enteran de que hemos estado allí —dije.
—Lo sabrán —dijo Amanda—. Por los platos sucios. Toallas húmedas. Las camas. Te das cuenta de cuando alguien acaba de dormir en una cama.
—Vendrán a por nosotros —dijo Croze—. Seguro.
Doblamos esquinas y enfilamos callejones para mezclar nuestras huellas. Las pisadas eran un problema —había una capa de barro ceniciento—, pero Shackie decía que la lluvia las borraría y, además, los del Equipo Dorado no eran perros, y no podrían olernos.
Tenían que ser ellos: los tres
painballers
que habían destrozado el Scales, la primera noche del Diluvio. Los que habían matado a Mordis. Me habían visto por el intercomunicador. Por eso habían venido al Scales: para abrir el Cuarto Pringoso como una ostra para llegar a mí. Habrían encontrado herramientas. Puede que hubieran tardado un rato, pero al final lo habrían logrado.
Pensarlo me dio un escalofrío, pero no se lo conté a los demás. Ya tenían bastantes preocupaciones.
Había mucha basura acumulada en las calles: cosas quemadas, cosas rotas. No sólo coches y camiones. Cristal, mucho cristal. Shackie decía que había que tener cuidado con los edificios en los que entrábamos: ellos habían estado al lado de uno cuando se derrumbó. Debíamos mantenernos alejados de los altos porque los incendios podían haberlos debilitado y si las ventanas de cristal te caían encima, adiós cabeza. Sería más seguro estar en un bosque que en una ciudad. Que era lo contrario de lo que la gente solía pensar.
Eran las pequeñas cosas normales lo que más me molestaba. El diario viejo de alguien, con las palabras fundiéndose en las páginas. Los sombreros. Los zapatos: eran peor que los sombreros, y era peor si había dos zapatos iguales. Los juguetes. Los cochecitos sin el bebé.
La ciudad entera era como una casa de muñecas volcada y pisoteada. De una tienda salía un rastro de camisetas brillantes, como enormes huellas de ropa que recorrían la acera. Habían entrado destrozando la ventana y habían saqueado el lugar, aunque ¿por qué pensaban que un montón de camisetas iban a servirles de algo? Una tienda de muebles vomitaba brazos de sillón, patas de silla y cojines de piel en la acera, y vi una tienda de gafas con monturas de moda, doradas y plateadas: nadie se había molestado en llevárselas. Una farmacia: la habían destrozado por completo en busca de drogas recreativas. Había un montón de contenedores de BlyssPluss vacíos. Creía que estaba en fase de pruebas, pero al parecer allí lo vendían en el mercado negro.
Había montones de ropa y huesos.
—Ex humanos —dijo Croze.
Se habían secado y los habían picoteado. No me gustaban las cuencas oculares. Ni los dientes. Las bocas tenían mucho peor aspecto sin labios. Y el pelo era muy nervudo y de quita y pon. El pelo tarda años en descomponerse; eso lo aprendimos en Compostaje con los Jardineros.
No habíamos tenido tiempo de llevarnos la comida del Scales, así que fuimos a un supermercado. Había montones de basura en el suelo, pero encontramos un par de Zizzy Froots y algunas Joltbar, y en otro sitio había un congelador solar que todavía funcionaba. Contenía semillas de soja y bayas —nos las comimos de inmediato— y hamburguesas de SecretBurger, seis en una caja.
—¿Cómo vamos a cocinarlas? —preguntó Oates.
—Mecheros —dijo Shackie—. ¿Los ves?
En el mostrador había un expositor de mecheros en forma de rana. Shackie probó uno y la llama salió por la boca de la rana y sonó algo parecido a un croar.
—Coge unos cuantos —dijo Amanda.
En ese momento estábamos cerca del Sumidero, así que nos dirigimos a la vieja Clínica de Estética, porque era un lugar que conocíamos. Esperaba que hubiera algunos Jardineros dentro, pero estaba vacía. Hicimos un picnic en nuestra vieja aula: encendimos una hoguera de escritorios rotos, pero sin un gran fuego. No queríamos enviar señales de humo a los
painballers
dorados, aunque tuvimos que abrir las ventanas, porque estábamos tosiendo demasiado. Asamos los SecretBurgers y nos los comimos, y la mitad de las semillas de soja —no nos molestamos en cocinarlas— y nos bebimos el Zizzy Froots. Oates no dejaba de hacer que el mechero rana croara hasta que Amanda le dijo que parara porque estaba desperdiciando combustible.
La adrenalina de la huida ya se había vaciado. Era triste volver a estar en el mismo lugar donde habíamos sido niños: aunque no nos hubiera gustado siempre, me sentía muy nostálgica por eso ahora.
Supongo que así es como será el resto de mi vida, pensé. Huyendo, gorroneando sobras, en cuclillas en el suelo, cada día más sucia. Lamenté no tener ropa de verdad, porque todavía llevaba el vestido de pavoceta. Quería volver al sitio de las camisetas para ver si quedaba alguna dentro de la tienda que no estuviera húmeda y mohosa, pero Shackie dijo que era demasiado peligroso.
Pensé que tal vez deberíamos tener sexo: habría sido una cosa amable y generosa. Pero todos estaban muy cansados, y sentíamos timidez los unos con los otros. Era el entorno: aunque los Jardineros no estaban allí en cuerpo, estaban en espíritu, y era difícil hacer algo que ellos habrían desaprobado si nos hubieran visto haciéndolo cuando teníamos diez años.
Nos fuimos a dormir en una pila, uno encima de otro, como muñecos.
A la mañana siguiente nos levantamos y había un enorme cerdo en el umbral, mirándonos y olisqueando el aire con su hocico húmedo de boxeador. Habría entrado por la puerta y recorrido el pasillo. Se volvió y se alejó cuando nos vio mirándolo. Quizás olió las hamburguesas cocinándose, dijo Shackie. Dijo que era un recombinado mejorado —Loco Adán se había enterado del experimento— y que tenía tejido de cerebro humano.
—Sí, claro —dijo Amanda—, y está estudiando física superior. Te estás quedando con nosotras.
—Es cierto —dijo Shackie, un poco enfurruñado.
—Lástima que no tengamos un pulverizador —dijo Croze—. Hace mucho tiempo que no pruebo el beicon.
—Basta de ese lenguaje —dije con un tono de voz propio de Toby, y todos reímos.
Antes de que saliéramos de de Estética entramos en el Salón del Vinagre para echar un último vistazo. Las grandes cubas aún estaban allí, aunque algunas tenían un hachazo. Se notaba un olor a vinagre, y también a lavabo: la gente había estado usando una esquina de la sala para eso, y no hacía mucho tiempo. La puerta del armarito donde guardaban las botellas de vinagre estaba abierta. No había botellas; pero sí algunos estantes. Estaban en un ángulo extraño, y Amanda se acercó y tiró de una esquina. Los estantes giraron.
—Mirad —dijo—. ¡Hay una habitación entera aquí dentro!
Entramos. Había una mesa que ocupaba casi toda la sala, y algunas sillas. Pero lo más interesante era un rutón, como los viejos de nuestros Jardineros, y un puñado de contenedores de comida: sojadinas, garbanzos, bayas de goji secas. En un rincón había un portátil apagado.
—Alguien más ha sobrevivido —dijo Shackie.
—No es un Jardinero si tenía portátil —dije.
—Zeb tenía un portátil —dijo Croze—, pero había dejado de ser Jardinero.
Salimos de de Estética sin ningún plan claro. Fui yo quien propuso ir al balneario de AnooYoo: podría haber comida en el Ararat que Toby tenía en el almacén; me había dicho el código de la puerta. También podía haber algo creciendo en el huerto. Incluso me pregunté si Toby no estaría escondida allí, pero no quería alimentar esperanzas vanas y no lo dije.
Pensamos que estábamos siendo realmente cautos. No vimos a nadie en ningún sitio. Fuimos a Heritage Park y nos dirigimos hacia la puerta occidental del balneario, quedándonos en el sendero del bosque, bajo los árboles: nos sentíamos menos visibles de ese modo.
Íbamos en fila india. Shackie iba el primero, luego Croze, después Amanda, detrás yo; Oates iba el último. De repente sentí un escalofrío, y miré detrás de mí, y Oates no estaba allí.
—¡Shackie! —dije.
Y entonces Amanda dio un bandazo hacia un lado, saliendo del camino.
Luego hubo un tramo oscuro como ir entre zarzas: todo era doloroso y embrollado. Había cuerpos en el suelo, y uno de ellos era el mío, y debió de ser entonces cuando me golpeé.
Cuando volví a levantarme, Shackie, Croze y Oates no estaban allí. Pero Amanda sí.
No quiero pensar en lo que ocurrió a continuación.
Fue peor para Amanda que para mí.
De Dios como depredador alfa
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos, queridos compañeros animales, queridos compañeros mortales:
Hace mucho tiempo celebrábamos el Día del Depredador en nuestro querido Jardín del Edén en el Tejado. Nuestros niños se ponían orejas y colas de depredadores hechas con imitación piel, y a la puesta de sol encendíamos velas dentro de los leones, tigres y osos creados con latas perforadas, y los ojos ardientes y brillantes de estas imágenes de depredadores iluminaban nuestro Banquete del Día del Depredador.
Pero hoy nuestra fiesta debe mantenerse en los jardines internos de nuestras mentes. Somos afortunados de tener incluso ésos, porque ahora el Diluvio Seco ha arrasado nuestra ciudad, y de hecho todo el planeta. A la mayoría los pilló por sorpresa, pero nosotros confiábamos en nuestra orientación espiritual. O, por decirlo de un modo materialista: reconocimos la pandemia global en cuanto la vimos.
Demos gracias por este Ararat en el cual nos hemos refugiado en los últimos meses. No es quizás el Ararat que habríamos escogido, situado como está en las bodegas del complejo Buenavista, que ya era húmedo cuando albergaba el cultivo de hongos de Pilar, y ahora es todavía más húmedo. Sin embargo, contamos con la bendición de que muchos de nuestros parientes ratas nos hayan donado sus proteínas, permitiéndonos así permanecer en este plano terreno. Es también afortunado que Pilar hubiera construido un Ararat en esta misma bodega, oculto detrás de un bloque de hormigón marcado con el símbolo de una pequeña abeja. ¡Qué providencial que tantos de estos víveres mantengan su frescura! Aunque por desgracia no todos.
Ahora estos recursos se han agotado y debemos trasladarnos o morir de hambre. Recemos por que el mundo exterior ya no sea exfernal: que el Diluvio Seco lo haya limpiado además de destruirlo, y que todo el mundo sea ahora un nuevo Edén. O, si aún no es un nuevo Edén, que lo sea pronto. En ello confiamos.
En el Día del Depredador no loamos a Dios el amado y el amable Padre y Madre, sino a Dios el Tigre. O a Dios el León. O a Dios el Oso. O a Dios el Jabalí. O a Dios el Lobo. O incluso a Dios el Tiburón. Sea cual sea el símbolo, el Día del Depredador está consagrado a las cualidades de apariencia terrorífica y fuerza abrumadora, las cuales, puesto que en ocasiones las deseamos, deben pertenecer a Dios, como todas las cosas buenas le pertenecen.
Como Creador, Dios ha puesto un poco de sí mismo en cada una de Sus criaturas —¿acaso podría ser de otra manera?—, y por consiguiente el tigre, el león, el lobo, el oso, el jabalí y el tiburón —o, en una escala menor, la musaraña palustre y la mantis religiosa— son a su manera reflexiones sobre lo divino. Las sociedades humanas han sabido esto a lo largo de los tiempos. En sus banderas y escudos de armas no han colocado animales presa como conejos y ratones, sino animales capaces de matar, y cuando invocaban a Dios como defensor, ¿no eran estas cualidades las que invocaban?
Así pues, en el Día del Depredador meditamos sobre los aspectos de depredador alfa de Dios. La inesperada ferocidad con la que se nos puede presentar una aprensión de lo divino; nuestra pequeñez y temor —digamos nuestro ratonismo— frente a tal poder; nuestros sentimientos de aniquilación individual bajo el resplandor de esa luz espléndida. Dios camina en los delicados jardines del amanecer de la mente, pero también acecha en los bosques nocturnos. No es un ser domesticado, amigos: es un ser salvaje y no es posible llamarlo y controlarlo como a un perro.