Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
Dos días después, sin embargo, recibió una carta de Fermina Daza en la cual le suplicaba no llamarla más. Sus razones eran válidas. Había tan pocos teléfonos en la ciudad, que la comunicación se hacía a través de una operadora que conocía a todos los abonados, su vida y sus milagros, y no importaba si no estaban en casa: los encontraba donde estuvieran. A cambio de tanta eficacia, se mantenía enterada de las conversaciones, descubría los secretos de la vida privada, los dramas mejor guardados, y no era raro que intercediera en un diálogo para introducir su punto de vista o apaciguar los ánimos. Por otra parte, en el curso de aquel año se había fundado La justicia, un diario vespertino cuya finalidad única era fustigar a las familias de apellidos largos, con nombres propios y sin consideraciones de ninguna índole, como represalia del propietario porque sus hijos no habían sido admitidos en el Club Social. A pesar de la limpieza de su vida, Fermina Daza se cuidaba entonces más que nunca de cuanto hablaba o hacía, aun con sus amistades íntimas. De modo que siguió ligada a Florentino Ariza por el hilo anacrónico de las cartas. La correspondencia de ida y vuelta llegó a ser tan frecuente e intensa, que él se olvidó de su pierna, del castigo de la cama, se olvidó de todo, y se consagró por completo a escribir en una mesita portátil de las que usaban en los hospitales para la comida de los enfermos.
Volvieron a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como en las cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada prisa: escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una camelia, y se la mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin ningún comentario. Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían cosas de niños. Más aún cuando Florentino Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de Los Evangelios, los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: “¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?”. Más tarde le reprochó la terquedad estéril de no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa de su precipitación y sus descalabros constantes en la evocación del pasado. No entendía cómo un hombre capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez, se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno como ella. La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más certeros y trágicos de lo que había previsto. Por primera vez empezó a pensar de un modo racional en la realidad de la muerte.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña, que en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte.
No sólo las dos mujeres que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se sorprendían de cuánto había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible que fuera el mismo hombre, aquel que manoseaban al derecho y al revés dos mujeres que hacía apenas unos meses lo hacían temblar de amor, que lo jabonaban por arriba y por debajo, lo secaban con toallas de algodón egipcio y le daban masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de turbación. Cada quien tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani pensaba que eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre propio. De todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él siendo tan bien servido.
Sólo tres martes le bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le hacían las visitas de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor aún a medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía con nada, y regresó muy aliviada al cabo de un mes, pero oyendo menos que antes con una trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que toleraba mejor sus confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba tanto a Lucrecia que casi no había día en que no apareciera por allí a cualquier hora. Pero Fermina Daza no pudo sustituir con nadie la tardes sedantes de Florentino Ariza.
La memoria del pasado no redimía el futuro, como él se empeñaba en creer. Al contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para decirle qué falsos le sonaban los sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él, tan solitarias e irrepetibles sin él.
En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios, y que ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad. En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues una viuda de sus apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto, así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de nuevo a la sala, no para disfrutar de las canciones sentimentales de la emisora de Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder el hábito de la lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía las noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en que se quedaba sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y nítidos, los merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban: catorce dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el relato completo publicado en un periódico local. La policía había descubierto que los ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de ochenta y cuatro, eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con los novelones radiales, tuvo que reprimir el nudo de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente, Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.
No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo lo ancho de la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores ocultos del doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se especulaba sobre los pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo, entregado a desafueros de sodomía con los negros de su ingenio azucarero. El relato publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el nombre del doctor Juvenal Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino a perjudicar al marido de Lucrecia del Real, elegido presidente del Club Social la semana anterior. El escándalo fue sofocado en pocas horas. Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y ésta lo interpretó como un reconocimiento de la culpa.
Muy pronto quedó claro, sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo de los riesgos de su clase. La justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los negocios del padre. Cuando éste tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció un solo episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia. Más tarde, cuando el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con el gobernador, quedó convencida de que su padre había sido víctima de una infamia. El hecho fue que dos agentes del gobierno se habían presentado con una orden de requisa en la casa del parque de Los Evangelios, la registraron de arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y al final ordenaron abrir el ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina Daza. Gala Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el espejo de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el cristal y la madera había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien dólares. Esta fue la culminación de una cadena de pistas que conducían hasta Lorenzo Daza como el eslabón último de una vasta operación internacional. Era un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas de agua del papel original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento químico que parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien. Lorenzo Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio de la hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él mismo hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue lo único que el doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el gobernador a mandar al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo. Pero el diario contaba mucho más.
Contaba que durante una de las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo Daza había sido intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses en la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de definir un confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría célebre en el mundo con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía cómo con Lorenzo Daza, quien le compró el cargamento de armas por cuenta del gobierno, con sus credenciales y sus recibos en regla, y pagado en oro de ley. Según la versión del periódico, Lorenzo Daza dio por desaparecidas las armas en un asalto improbable, y las volvió a vender por el doble de su precio real a los conservadores en guerra contra el gobierno.
También contaba La Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un cargamento de botas sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general Rafael Reyes fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en seis meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza se negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el único concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes vigentes, y lo compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos días, un cómplice suyo compró en iguales condiciones el cargamento de botas izquierdas, que había llegado por la aduana de Riohacha. Una vez puestas en orden, Lorenzo Daza se valió de su parentesco político con los Urbino de la Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de Guerra con una ganancia del dos mil por ciento.
La información de la justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a San Juan de la Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el porvenir de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un modo tan hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se revelaban sus vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya actividad más fructífera a fines del siglo anterior había sido la introducción ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único honesto que había tenido jamás.