Read El amor en los tiempos del cólera Online
Authors: Grabriel García Márquez
Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La justicia. La primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía entonces de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar, encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en póblico y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había devuelto el carácter cerril de los veinte años.
Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las publicaciones infames él había mandado a La justicia una carta ejemplar sobre la responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe, y éste la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuída a algunos de los escritores más notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera, porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.
El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.
—El amor es ridículo a nuestra edad —le gritó—, pero a la edad de ellos es una cochinada.
Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.
—Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces, por atrevida y mal pensada —le dijo—. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.
No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años: “Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos”. Encendió un cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.
—¡Quese vayan a la mierda! —dijo—. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.
No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.
En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos, como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y además viuda y sola, le parecía irreal.
Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde, mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde no volvería a retoñar el árbol de su desventura.
—Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho, y no volver más nunca —dijo.
—Vete en un buque —dijo Florentino Ariza.
Fermina Daza lo miró pensativa.
—Pues fíjate que podría ser —dijo.
No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la posibilidad para darlo por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques, se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.
—No tienes que engañarme como a una criatura —le decía—. Si me voy es porque lo he decidido, no por el interés del paisaje.
Cuando el hijo sugirió que la acompañara su esposa, lo cortó por lo sano: “Ya estoy muy grande para que me cuide nadie”. Ella misma arregló los pormenores del viaje. Sintió un inmenso descanso con la idea de vivir ocho días de subida y cinco de bajada sin nada más que lo indispensable: media docena de vestidos de algodón, sus cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta habitación de lujo, conocida como el Camarote Presidencial porque allí habían viajado hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.
Llegado el día, en efecto, ella tomó posesión del Camarote Presidencial en su condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor Urbino Daza y su esposa, y a Florentino Ariza, con champaña y salmón ahumado. Se llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta, desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.
A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.
Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza no pudo disimular el desconcierto.
—Pero de esto no habíamos hablado —dijo.
Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago, en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: “¿Tú también?”. Sí: él también, como su hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente. Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano más resignado que agradecido.