El amante de Lady Chatterley (45 page)

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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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—¿Pero por qué ofrecer nada? No se trata de un mercado. Basta con que nos amemos —dijo ella.

—¡No, no! Es más que eso. Vivir es avanzar y avanzar. Y mi vida no quiere discurrir por los canales establecidos, se niega lisa y llanamente. Así que soy como una entrada usada. Y sería inútil que metiera una mujer en mi vida, a no ser que mi vida sirva para algo y vaya a alguna parte, al menos interiormente, para mantener la frescura. Un hombre tiene que poder ofrecer a una mujer algún sentido de la vida, si va a ser una vida aislada y ella es una mujer auténtica. Yo no puedo ser simplemente tu concubina macho.

—¿Por qué no? —dijo ella.

—Pues porque no puedo. Y porque después de poco tiempo no lo soportarías.

—Como si no pudieras fiarte de mí —dijo ella. La mueca volvió a aflorar en su cara.

—El dinero es tuyo, la posición es tuya, las decisiones serán tuyas. Después de todo, yo no soy el follador de su excelencia.

—¿Qué otra cosa eres?

—Bien puedes preguntarlo. Seguro que es algo que no se ve. Y sin embargo, por lo menos para mí, soy algo. Yo le veo un sentido a mi existencia, aunque comprendo que no pueda entenderlo nadie más.

—¿Y tendrá tu existencia menos sentido si vives conmigo?

Él esperó mucho tiempo antes de contestar:

—Pudiera ser.

También ella se quedó pensando.

—¿Y cuál es el sentido de tu existencia?

—Ya te he dicho que es algo que no se ve. No creo en el mundo, ni en el dinero, ni en el progreso, ni en el futuro de nuestra civilización. Si es que la humanidad tiene un futuro, tendrá que hacerse muy diferente de como es ahora.

—¿Y cómo tendrá que ser el verdadero futuro?

—¡Dios sabe! Yo siento algo dentro de mí, muy confuso y mezclado con una enorme rabia. Pero cómo se traduce a la realidad, no lo sé.

—¿Quieres que te lo diga yo? —dijo ella, mirándole a la cara—. ¿Quieres que te diga lo que tienes tú que no tienen otros hombres y que será la raíz del futuro? ¿Quieres que te lo diga?

—Dímelo entonces —contestó él.

—Es el coraje de tu propia ternura, es eso: como cuando me pones la mano atrás y me dices que tengo un culo bonito.

La mueca volvió a su cara.

—¡Eso! —exclamó él. Luego se quedó pensativo.

—¡Sí! —dijo—. Tienes razón. Eso es realmente. Siempre es eso. Lo sabía con mis hombres. Tenía que estar en contacto con ellos, físicamente, y no retroceder. Tenía que ser corporalmente consciente de su presencia y mantener la ternura, aunque les hiciera lanzarse al infierno de cabeza. Es cuestión de consciencia, como dice Buda. Aunque incluso él se acobardó ante la consciencia corporal y ante esa ternura física natural que es lo mejor incluso entre hombres; de una manera apropiadamente viril. Eso les hace realmente humanos y menos simiescos. ¡Sí! Es realmente la ternura; la consciencia del coño. El sexo no es más que tacto, el más íntimo de todos los tactos. Y es el tacto lo que nos da miedo. Sólo tenemos media consciencia y media vida. Y debemos despertar y vivir. Los ingleses especialmente deberían aprender a tocarse, a ser delicados y tiernos. Es una necesidad angustiosa.

Ella le miró.

—¿Y entonces por qué tienes miedo de mí? —preguntó Connie.

Él la miró durante largo tiempo antes de responder.

—Es el dinero en realidad, y la posición. Es el mundo que hay en ti.

—¿Y no hay ternura en mí? —preguntó ella con tono anhelante.

La miró con los ojos oscuros, abstraídos.

—¡Sí! Va y viene, como me pasa a mí.

—¿Pero no confías en que persista en nosotros? —preguntó ella, mirándole con ansiedad.

Ella vio que su cara se suavizaba y se despojaba de su armadura.

—¡Quizás! —dijo él. Estaban los dos en silencio.

—Quiero que me tengas entre tus brazos —dijo ella—. Quiero que me digas que te alegras de que vayamos a tener un niño.

Le miraba con tanto amor, tanto calor y tanto deseo, que sus entrañas sintieron un vuelco hacia ella.

—Supongo que podremos ir a mi habitación —dijo él—. Aunque sea otra vez el escándalo.

Pero vio que volvía a sentir una absoluta indiferencia hacia el mundo y que su cara tomaba la expresión suave, pura y tierna de la pasión.

Fueron por las calles más apartadas hasta Coburg Square, donde él tenía una habitación en la parte alta de la casa, un ático donde podía cocinar en un hornillo de gas. Era pequeña, pero limpia y arreglada.

Ella se quitó la ropa y le hizo hacer lo mismo. Estaba preciosa en la primera floración de su embarazo.

—No debería tocarte —dijo él.

—¡No! —dijo ella—. ¡Ámame! Ámame y dime que te quedarás conmigo. ¡Dime que te quedarás conmigo! Di que no dejarás que me vaya nunca ni con el mundo ni con nadie.

Se deslizó hasta pegarse a él, apretándose contra su cuerpo delgado, fuerte y desnudo, el único hogar que había tenido en su vida.

—No te dejaré —dijo él—. Si tú lo quieres, no te dejaré.

La apretó fuertemente en sus brazos.

—Y dime que te alegra lo del niño —repitió ella—. ¡Bésalo! Besa mi vientre y dime que te alegras de que esté ahí.

Aquello era ya más difícil para él.

—Me da miedo traer niños al mundo —dijo—. Me da mucho miedo el futuro por ellos.

—Pero eres tú quien lo ha puesto dentro de mí. Sé tierno con él y ése será ya su futuro. ¡Bésalo!

Se estremeció porque era cierto. «Sé tierno con él y ése será ya su futuro.» En aquel momento sintió un amor absoluto hacia la mujer. Besó su vientre y su monte de Venus para estar más cerca del feto que había en sus entrañas.

—¡Oh, me quieres! ¡Me quieres! —dijo ella con un pequeño gemido, como uno de sus gritos de amor ciegos e inarticulados.

Y él entró en ella suavemente, sintiendo el torrente de ternura que fluía de sus entrañas a las de ella, entrañas de compasión mutuamente entrelazadas.

Y se dio cuenta cuando penetraba en ella de que aquello era lo que había que hacer, llegar a un interno contacto sin perder su orgullo, su dignidad o su integridad de hombre. Después de todo, si ella tenía medios y dinero y él no tenía nada, su orgullo y su honorabilidad mismos debían impedir que aquélla fuera una razón para retirarle su ternura. «Defiendo el contacto y la consciencia corporal entre los seres humanos —se dijo a sí mismo— y el contacto que nace de la ternura. Y ella es mi compañera. Es una batalla contra el dinero y la máquina, contra el insaciable ideal simiesco del mundo. Y en esa batalla ella estará a mi lado. ¡Gracias a Dios tengo una mujer! Gracias a Dios tengo una mujer que me acompaña, y es tierna y está abierta a mí. Gracias a Dios no es un sargento ni una insensata. Gracias a Dios es una mujer tierna y consciente.» Y cuando inyectó su semen en ella, su alma corrió hacia ella al mismo tiempo, en ese acto creador que es mucho más que procreador.

Ella estaba ahora absolutamente decidida a que no volviera a haber separación entre ellos. Pero la forma y manera había de decidirse aún.

—¿Odiabas a Bertha Coutts? —le preguntó.

—No me hables de ella.

—¡Sí! Tienes que decírmelo. Porque hubo un tiempo en que la querías. Y hubo un tiempo en que tus relaciones con ella fueron tan íntimas como lo son ahora conmigo. Tienes que decírmelo. ¿No es horroroso, después de una intimidad así, llegar a odiarla tanto? ¿Por qué?

—No lo sé. De alguna manera estaba siempre contra mí; siempre, siempre: con su horrorosa testarudez femenina: ¡su libertad! ¡La horrible libertad de una mujer que acaba en la más bestial de las tiranías! Oh, siempre utilizó su libertad contra mí, como si me tirara vitriolo a la cara.

—Pero ella no está libre de ti ni siquiera ahora. ¿Te quiere todavía?

—¡No, no! Si no está libre de mí es porque se ha dejado dominar por esa furia ciega, tiene que hacer lo posible por dominarme.

—Pero tiene que haberte querido.

—¡No! Bueno, quizás algún instante. Se sentía atraída hacia mí. Pero creo que hasta eso le molestaba. Me amaba algunos momentos. Pero siempre se volvía atrás y trataba de dominarme. Ese era su deseo más profundo, estar por encima. Y no había manera de cambiarla. Una obstinación equivocada desde el principio.

—Pero quizás se daba cuenta de que no la querías de verdad y trataba de obligarte.

—Y con qué violencia, Dios mío.

—Pero no la querías de verdad, ¿no? Y eso era injusto.

—¿Cómo podía quererla? Había empezado a quererla, sí, pero de alguna manera ella acababa siempre por destrozarme. No, no hablemos más de eso. Era una condena, eso es lo que era. Y ella era una mujer condenada. Esta última vez le hubiera pegado un tiro como a una alimaña si me hubiera atrevido: ¡una cosa llena de rabia y rencor con formas de mujer! ¡Si hubiera podido pegarle un tiro y acabar de una vez con todo! Debería estar permitido. Cuando una mujer se deja dominar por completo por su obcecación, por su instinto de acabar con todo, es insoportable y habría que rematarla de un tiro.

—¿No habría que rematar también a los hombres cuando se dejan arrastrar por la misma obcecación?

—¡Sí! ¡De la misma manera! Pero tengo que librarme de ella o se me volverá a echar encima. Quería decírtelo. Tengo que conseguir el divorcio, si es que puedo. Y eso hace que tengamos que tener cuidado. No deben vernos juntos a los dos. De ninguna, de ninguna manera toleraría que se echara sobre mí y sobre ti.

Connie se quedó pensativa.

—¿Entonces no podemos estar juntos? —preguntó.

—No podremos durante seis meses o así. Supongo que me concederán el divorcio en septiembre; hasta marzo entonces.

—Pero el niño nacerá probablemente a finales de febrero —dijo ella.

Él se quedó en silencio.

—Me gustaría que todos los Cliffords y Berthas estuvieran muertos —dijo.

—Eso no es muy cariñoso con ellos —dijo ella.

—¿Cariñoso con ellos? Sí, precisamente lo más cariñoso que podría hacerse con ellos, quizás, sería matarlos. ¡No pueden seguir viviendo! Sólo sirven para frustrar la vida. La muerte debería ser algo dulce para ellos. Y deberían permitirme que les pegara un tiro.

—Pero no lo harías —dijo ella.

—¡Claro que sí! Y con menos aspavientos que si se tratara de una comadreja. Por lo menos ese animal es hermoso y solitario. Pero la gente como ellos es una legión. Claro que los mataría.

—Entonces es quizás mejor que no te atrevas.

—Bueno.

Connie tenía mucho en que pensar ahora. Era evidente que él quería librarse absolutamente de Bertha Coutts. Y pensaba que tenía razón. El último ataque había sido demasiado rastrero. Pero aquello significaba que ella tendría que vivir sola hasta la primavera. Quizás pudiera divorciarse de Clifford. ¿Pero cómo? Si llegaba a oírse el nombre de Mellors, eso haría imposible su divorcio de Bertha. ¡Nauseabundo! ¿Por qué no podía escapar uno al lugar más alejado de la tierra y librarse de todo aquello?

No se podía. Hoy día el lugar más alejado de la tierra está a cinco minutos de Charing Cross. Con la radio en funcionamiento no queda lugar alejado alguno. Los reyes de Dahomey y los lamas del Tibet escuchan Londres y Nueva York.

¡Paciencia! ¡Paciencia! El mundo es un mecanismo vasto y complicado y hay que ser muy hábil para no dejarse atrapar en la red.

Connie se confió a su padre.

—Mira, papá, era el guardabosque de Clifford, pero fue oficial del ejército en la India. Sólo que es como el coronel C. E. Florence, que prefirió volver a soldado raso.

Sir Malcolm, sin embargo, no sentía ninguna simpatía por el imperfecto misticismo del famoso C. E. Florence. Le parecía que había demasiado afán de notoriedad debajo de aquella humildad. Se parecía mucho al engreimiento del caballero andante que quiere ser más detestable que ningún otro, el engreimiento de la autohumillación.

—¿De dónde sale tu guardabosque? —preguntó Sir Malcolm, irritado.

—Es hijo de un minero de Tevershall. Pero es absolutamente presentable.

El artista con título de nobleza se enfureció más aún.

—A mí me parece un cazador de dotes —dijo—. Y al parecer tú eres una dote fácil.

—No, papá, no es así. Te darías cuenta si le vieras. Es un hombre. Clifford le ha detestado siempre por su falta de humildad.

—Al parecer, y por una vez, no le ha engañado el instinto.

Lo que Sir Malcolm no podía soportar era el escándalo que provocaría el que su hija se hubiera liado con un guarda. No le importaba el lío, le preocupaba el escándalo.

—Yo no tengo nada contra ese individuo. Está claro que ha sabido atraparte bien. Pero, por Dios, piensa en lo que se va a comentar. ¡Piensa en tu madrastra y cómo le va a sentar!

—Ya lo sé —dijo Connie—. La murmuración es algo horroroso, sobre todo si se vive en sociedad. Él tiene unas ganas enormes de que le concedan el divorcio. He pensado que quizás podamos decir que es hijo de otro hombre y no mencionar para nada el nombre de Mellors.

—¡Otro hombre! ¿Qué otro hombre?

—Quizás Duncan Forbes. Ha sido amigo nuestro toda la vida. Y es un pintor bastante conocido. Y le gusto.

—¡Pero leches! ¡Pobre Duncan! ¿Y él qué va a sacar de todo esto?

—No lo sé. Pero hasta puede que le guste.

—Puede, ¿verdad? Pues es un bicho raro si le gusta. Pero si tú nunca has tenido una aventura con él, ¿o me equivoco?

—¡No! Pero tampoco creas que le importa. Le encanta que esté a su lado, pero no que le toque.

—¡Dios mío, qué generación!

—Lo que más le gustaría es que posara para él. Pero me he negado siempre.

—¡Que Dios le ampare! Pero de ese aspecto de piltrafa puede esperarse cualquier cosa.

—Pero no te importaría tanto que las habladurías se refirieran a él.

—¡Dios, Connie! ¡La cantidad de puñeterías que se te ocurren!

—Lo sé. Es repugnante. ¿Pero qué quieres que haga?

—¡Inventos y engaños, engaños e inventos! Le hace creer a uno que ha vivido demasiado tiempo.

—Vamos, papá, si tú no has pasado por un montón de engaños e inventos en tu época, tira la primera piedra.

—Pero era diferente, te lo aseguro.

—Siempre es diferente.

Hilda apareció también hecha una furia cuando se enteró de todo. Tampoco ella podía soportar la idea de un escándalo sobre su hermana y un guardabosque. ¡Demasiado, excesivamente humillante!

—¿Y por qué no podríamos marcharnos, cada uno por su lado, a la Colombia Británica y evitar el escándalo? —dijo Connie.

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