Y, sin embargo, cuando él hubo terminado poco después y se quedó muy, muy quieto, refugiándose en el silencio y en una distancia extrañamente inmóvil, lejos, más allá del horizonte de la consciencia de ella, su corazón empezó a llorar. Le sentía ir alejándose como un reflujo, dejándola allí como una piedra en la playa. Se estaba retirando, abandonándola en espíritu. Él lo sabía.
Y con una pena real, atormentada al mismo tiempo por sus pensamientos y su reacción a ellos, empezó a llorar. Él no hizo nada, o quizás ni siquiera se dio cuenta. La tormenta del llanto fue creciendo y la hizo estremecerse a ella y notarlo a él.
—¡Sí! —dijo él—. No ha estado bien esta vez. No estabas aquí.
¡Así que lo sabía! Sus gemidos se hicieron violentos.
—¿Pero qué importa? —dijo él—. Eso es algo que pasa de vez en cuando.
—No… no puedo quererte —gimió ella, sintiendo de repente su corazón destrozado.
—¿No puedes? ¡No sufras por eso! No hay ninguna ley que te obligue. Tómalo como es.
Él seguía tendido con la mano sobre el pecho de ella. Pero ella había dejado de tocarle con las suyas.
Sus palabras no sirvieron de consuelo. Ella empezó a sollozar abiertamente.
—¡No, no! —dijo él—. Las que se van por las que se vienen. Esta ha sido de las que se van.
Ella lloraba amargamente entre sollozos.
—Pero quiero quererte y no puedo. Y eso me parece horrible.
Él soltó una risa breve, entre amargo y divertido.
—No es horrible —dijo—, aunque tú creas que lo es. Y no puedes hacer que sea horrible. No te preocupes de si me quieres o no. Eso es algo que no se consigue con quererlo. Siempre hay una almendra amarga en la cesta. Hay que tomar las buenas con las malas.
Retiró la mano de su pecho, dejando de tocarla. Y ahora que nadie la tocaba empezó a sentir una satisfacción casi perversa por todo aquello. Le repugnaba el dialecto, su forma vulgar de comerse la mitad de las palabras. No le importaba que se pusiera en pie si le daba la gana, frente a ella, abotonándose aquellos absurdos pantalones de pana por las buenas. Por lo menos Michaelis había tenido la delicadeza de volverse. Aquel hombre estaba tan seguro de sí mismo que no se daba cuenta de que para los demás era un payaso, un patán.
Y, sin embargo, cuando empezó a apartarse para ponerse en pie en silencio y dejarla, se aferró aterrorizada a él.
—¡No te vayas! ¡No te vayas! ¡No me dejes! ¡No te enfades conmigo, apriétame fuerte! ¡Apriétame! —susurró con un frenesí ciego, sin saber siquiera qué estaba diciendo y agarrándose a él con una fuerza desesperada.
Era de ella misma de quien quería que la salvaran, de su propia ira y resistencia interiores. ¡De aquel irresistible rechazo interior que se apoderaba de ella!
Volvió a tomarla en sus brazos, la atrajo hacia sí y de repente se volvió pequeña en el abrazo, pequeña y agradecida. Había desaparecido, la resistencia había desaparecido y empezó a diluirse en un maravilloso estado de paz. Y mientras iba disolviéndose, pequeña y hermosa en sus brazos, se iba haciendo infinitamente deseable para él; todos sus vasos sanguíneos parecían escaldados por un intenso y tierno deseo de ella, de su suavidad, de la intensa belleza de ella en sus brazos, inundando su sangre. Y delicadamente, con aquella maravillosa caricia ausente de su mano, en un deseo puro y leve, delicadamente acarició la pendiente sedosa de sus caderas, bajando y bajando entre sus nalgas tiernas y templadas, llegando más y más cerca de su verdadero centro vital. Y ella lo sentía como una llamarada de deseo, tierno al mismo tiempo, y se sentía fundir en aquella llama. Se abandonó. Sintió su pene elevándose contra ella con una fuerza silenciosa, deslumbrante y potente, y se entregó a él. Cedió con un estremecimiento como de agonía y se abrió por completo a él. ¡Qué crueldad si ahora no fuera tierno con ella, porque estaba abierta a él por entero, e indefensa!
Se estremeció de nuevo ante su potente e inexorable entrada dentro de ella, tan extraña y terrible. Pudiera entrar con el impulso de una espada en su cuerpo suavemente abierto y aquello sería la muerte. Se replegó con un repentino miedo horrorizado. Pero entró con un lento empuje de paz, el oscuro impulso de la paz y una ternura ponderada y primordial como la que dio origen al mundo en sus comienzos. Y el horror desapareció de su pecho, que al fin tuvo el valor de darse en paz, sin reservas. Y tuvo ánimos para darse a todo, toda ella a merced de la corriente.
Y parecía que ella misma era como el mar, olas oscuras alzándose y creciendo, ampliándose en un gran impulso, de forma que lentamente toda su oscuridad se puso en movimiento y ella era un océano caracoleando en su enorme masa silenciosa. Oh, y muy en lo profundo de su interior, las profundidades se agitaban y removían en oleadas amplias e interminables. Una y otra vez, en lo más vivo de sí, las profundidades se agitaban y removían en oleadas amplias e interminables. Una y otra vez, en lo más vivo de sí, las profundidades se separaban y conjuntaban de nuevo desde el centro de la suave inmersión, mientras el buceador, más y más y más profundo, tocaba cada vez más abajo y ella se presentaba al descubierto más y más y más, y sus oleadas, con mayor potencia, se alejaban hacia alguna playa dejándola al descubierto, y más y más cerca llegaba en su inmersión el desconocido palpable, y más y más lejos desaparecían sus olas, dejándola sola, hasta que de repente, en una convulsión suave y estremecida, el núcleo mismo de su plasma sintió el contacto, ella misma sintió el contacto, la consumación se extendió sobre ella y ella se fue. Se fue, no estaba, y había nacido una mujer.
¡Oh, magnífico, hermoso! En el reflujo fue consciente de la maravilla. Ahora todo su cuerpo se apretaba con un amor tierno al hombre desconocido, y ciegamente se adhería al pene amansado, que tan tiernamente, tan frágil, tan sin saber, retrocedía tras el fiero empuje de su potencia. Cuando se retiraba y abandonaba su cuerpo aquella cosa secreta y sensible, ella emitió un grito inconsciente de pura pérdida y trató de volverlo a su lugar. ¡Había sido tan perfecto! ¡Tanto había sido el placer!
Sólo entonces se dio cuenta de la reticencia y ternura diminutas, de capullito, del pene, y un leve grito de maravilla y enervamiento se le escapó de nuevo con su corazón de mujer expresando la tierna fragilidad de lo que antes había sido sólo potencia.
—¡Ha sido tan maravilloso! —gimió—. ¡Ha sido tan maravilloso!
Pero él no dijo nada, simplemente la besó con dulzura, todavía tendido sobre ella. Y ella gimió con una especie de beatitud, como la víctima del sacrificio, como algo que acaba de nacer.
Y entonces despertó en su corazón la extraña admiración hacia él. ¡Un hombre! ¡La extraña potencia de la virilidad sobre ella! Sus manos vagaron sobre él, con un cierto miedo aún. Miedo a aquella cosa extraña, hostil, ligeramente repulsiva, que él había sido para ella: un hombre. Y entonces le tocó, y él era los hijos de Dios con las hijas de los hombres. ¡Qué tacto tan hermoso, qué puro de tejidos! ¡Qué adorablemente, qué adorablemente fuerte, y al mismo tiempo puro y delicado, qué quietud del cuerpo sensible! ¡Qué absoluta quietud de potencia y carne delicada! ¡Qué belleza! ¡Qué belleza! Recorrió temerosamente su espalda con las manos hasta llegar a las suaves y reducidas esferas de las nalgas. ¡Belleza! ¡Qué belleza! Una llamarada repentina de una nueva consciencia penetró en ella. ¿Cómo era posible que hubiera tanta hermosura en aquello que antes sólo le había causado repulsión? ¡La indecible belleza del tacto de las nalgas templadas y vivas! La vida en la vida, la hermosura cálida y llena de vigor. ¡Y el extraño sopeso de los huevos entre sus piernas! ¡Qué misterio! ¡Qué extraño peso oneroso de misterio que podía mantenerse suave y pesado en la mano! Las raíces; raíz de todo lo adorable, raíz primigenia de toda belleza plena.
Se apretó a él con un gemido silbante de admiración que era casi espanto, terror. Él la mantenía con firmeza, sin decir nada. Nunca decía nada. Ella se apretó aún más, y más, sólo para estar más cerca aún de su milagro de sensualidad. Y en aquella absoluta, incomprensible quietud, volvió a sentir la lenta, impetuosa, erecta, ascensión del falo, la otra potencia. Y su corazón se derritió con un temor incierto.
Y aquella vez su estar dentro de ella fue todo suavidad e iridiscencia, una pura suavidad de arco iris por encima de cualquier consciencia. Todo su ser se estremeció, inconsciente y vivo como un plasma. No llegaba a saber lo que era. No lograba recordar lo que había sido. Sólo que superaba en delicia a cualquier cosa imaginable. Eso nada más. Y luego permaneció en una calma absoluta, totalmente olvidada de sí misma, ausente sin saber por cuánto tiempo. Y él seguía con ella. Acompañándola en un silencio inefable. Y de aquello no hablarían nunca.
Cuando de algún modo volvió la conciencia del mundo exterior, ella se pegó a su pecho, murmurando:
—¡Mi amor! ¡Mi amor!
Él la abrazaba en silencio. Ella se acurrucó en su pecho: perfecto.
Pero su silencio era impenetrable. Sus manos la sujetaban como flores, igual de inmóviles y ajenas.
—¿Dónde estás? —susurró ella—. ¿Dónde estás? ¡Háblame! ¡Dime algo!
Él la besó suavemente, murmurando:
—¡Sí, cariño!
Pero ella no sabía qué quería decir, no sabía a dónde se le había ido. En su silencio parecía perdido para ella.
—Me amas, ¿no? —murmuró.
—¡Sí, ya lo sabes! —dijo él.
—¡Pero dímelo! —suplicó ella.
—¡Sí! ¡Sí! ¿No te has dado cuenta? —dijo él con voz apagada, pero suave y seguro.
Y ella se apretó contra él, más cerca aún. En el amor él era mucho más suave que ella, y ella quería que la tranquilizara.
—¡Me amas! —susurró ella con toda seguridad.
Y sus manos la acariciaron delicadamente, como si fuera una flor, sin el estremecimiento del deseo, con una delicada proximidad. Pero a pesar de todo ella seguía sintiendo la inquieta necesidad del amor como tabla de salvación.
—¡Di que me querrás siempre! —rogó ella.
—¡Sí! —dijo él distraído.
Y ella se dio cuenta de que sus preguntas no hacían más que alejarle.
—¿No sería mejor que nos levantemos? —dijo él por fin.
—¡No! —dijo ella.
Pero podía oír su inquietud interior, se daba cuenta de que escuchaba atentamente los ruidos de fuera.
—Debe ser casi de noche —dijo él.
Y ella advirtió el peso de las circunstancias en su voz. Le besó con el desengaño de una mujer que renuncia a un momento de felicidad.
Él se levantó, subió la luz de la lámpara de petróleo y comenzó a vestirse sus ropas, desapareciendo rápidamente en su interior. Luego se quedó allí de pie, dominándola, abotonándose los pantalones y mirándola con ojos abiertos y oscuros, con la cara un tanto enrojecida y el pelo en desorden, curiosamente cálido y tranquilo y hermoso a la luz difusa de la lámpara; tan hermoso que ella nunca le diría hasta qué punto lo era. Le hacía sentir deseos de aferrarse a él firmemente, de tenerlo en los brazos, porque había en su belleza una distancia cálida, como de ensueño, que hacía que ella sintiera la necesidad de gritar, de sujetarlo, de poseerlo.
Nunca lo poseería. Y así permaneció sobre la manta, con sus caderas curvadas, de una suave desnudez, y él no podía saber en qué estaba pensando. Pero para él era, a pesar de todo, aquella cosa bella, delicada, maravillosa, en la que podía entrar más allá de toda otra.
—Te amo a ti y entrar en ti —dijo él.
—¿Me quieres? —dijo ella, sintiendo que le palpitaba el corazón.
—Todo se ha arreglado con poder entrar en ti. Te quiero por haberte abierto. Te quiero por haber entrado en ti así.
Se inclinó y besó su suave cadera, frotó la mejilla contra ella y luego la tapó.
—¿No me dejarás nunca? —dijo ella.
—No preguntes esas cosas —dijo él.
—Pero sí crees que yo te quiero —dijo ella.
—Ahora me has querido más de lo que tú podrías imaginarte. ¡Pero quién sabe lo que pasará cuando empieces a pensar en ello!
—¡No, no digas esas cosas! Y no es verdad que pienses que te he estado utilizando, ¿o sí?
—¿Cómo?
—Para tener un hijo.
—Actualmente todo el mundo puede tener un niño cuando le dé la gana —dijo mientras se sentaba para ajustarse las polainas.
—¡Ah, no! —gritó ella—. ¿De verdad lo crees?
—¡Eh… bueno! —dijo él, mirándola con el ceño fruncido—. Esta vez ha sido la mejor.
Ella siguió tendida en silencio. Él abrió la puerta con cuidado. El cielo era de un azul oscuro con un reborde turquesa cristalino. Salió a recoger a las gallinas, hablando pausadamente con su perra. Y allí, tendida, Connie se maravillaba ante el milagro de la vida y del ser.
Cuando volvió seguía tendida, deslumbrante como una gitana. Él se sentó en la banqueta a su lado.
—Tienes que venir una noche entera a mi casa antes de irte, ¿lo harás? —preguntó, mirándola y enarcando las cejas con las manos entre las rodillas.
—¿Lo harás? —dijo ella, imitando su dialecto, en broma.
Él sonrió.
—Sí, ¿lo harás? —repitió él.
—¡Sí! —dijo ella, imitando la melodía del dialecto.
—¡Ihii! —dijo él.
—¡Ihii! —repitió ella.
—Y dormir conmigo —dijo él—. Hay que hacerlo. ¿Cuándo vienes?
—Quizás el domingo —dijo ella en dialecto.
—¡Quizás el domingo! ¡Eso!
Y se rio mirándola.
—No, no puedes —protestó él.
—¿Por qué no puedo? —dijo ella, siempre en la lengua vernácula.
Él soltó una carcajada. Sus esfuerzos por hablar el dialecto eran de algún modo ridículos.
—¡Vamos, tienes que irte!
—¿De verdad? —dijo ella.
Él tuvo que corregir su forma desacertada de hablar, mientras ella protestaba sin entender del todo las correcciones:
—Juegas con ventaja.
Se inclinó, acariciándole suavemente la cara.
—Eres un buen chocho, ¿verdad? El mejor chocho de la tierra. ¡Cuando quieres! ¡Cuando te da la gana!
—¿Qué es chocho? —dijo ella.
—Ah, ¿no lo sabes? ¡Chocho! Eres tú ahí abajo; y lo que me das cuando estoy dentro de ti y lo que tú tienes cuando yo estoy dentro; todo tal como es, todo ello.
—Todo ello —bromeó Connie—. ¡Chocho! Entonces es como joder.
—¡No, no! Joder no es más que lo que se hace. Los animales joden. Pero un chocho es más que eso. Eres tú misma, ¿no te das cuenta? Y tú eres mucho más que un animal, ¿o no? Incluso al joder. ¡Chocho! ¡Esa es tu hermosura, cariño!