—¿Se ha hecho daño? —preguntó acercándose a él.
—¡No, no!
Él se volvió al otro lado, casi enfadado.
De nuevo un silencio total. La parte trasera de la clara cabeza de Clifford estaba inmóvil. Ni la perra osaba moverse. El cielo se había cubierto por completo.
Él suspiró por fin y se sonó la nariz con su pañuelo rojo.
—Esa pulmonía me ha dejado sin fuerzas —dijo él.
No contestó nadie. Connie calculaba el esfuerzo que debía haberle costado levantar la silla en el aire con el corpulento Clifford encima: ¡demasiado, excesivo! ¡Podía haberse matado!
Él se levantó y volvió a recoger su chaqueta, colgándola de la barra de la silla.
—¿Está listo, Sir Clifford?
—¡Cuando quiera!
Se agachó y quitó el calzo, luego aplicó el peso de su cuerpo contra la silla. Connie no le había visto nunca tan pálido: ni tan ausente. Clifford era fornido y la pendiente inclinada. Connie se colocó al lado del guarda.
—¡Le ayudaré a empujar! —dijo.
Y empezó a empujar con la turbulenta energía de una mujer encolerizada. La silla avanzó con mayor rapidez. Clifford se volvió hacia atrás.
—¿Es eso necesario? —dijo.
—¡Mucho! ¿Quieres matar a este hombre? Si hubieras dejado funcionar al motor cuando aún podía… Pero no terminó la frase. Estaba jadeando. Aflojó un poco, era un esfuerzo sorprendentemente duro el que había que hacer.
—¡Eh! ¡Más despacio! —dijo el hombre a su lado con una ligera sonrisa en los ojos.
—¿Está seguro de no haberse hecho mal? —dijo ella impetuosamente.
Él movió la cabeza. Ella observó su mano pequeña, corta, viva, bronceada por la intemperie. Era la mano que la acariciaba. Ni siquiera se había fijado en ella antes. Parecía tan silenciosa como él, con una curiosa calma interior que despertaba en ella el deseo de agarrarla, como si estuviera fuera de su alcance. Toda su alma tendía de repente hacia él: ¡estaba tan silencioso, tan inaccesible! Y sintió que la vida volvía a sus miembros. Empujando con la mano izquierda, él puso la derecha sobre su muñeca redonda, envolviéndola suavemente en una caricia. Y una llama de vigor descendió por su espalda y sus caderas volviéndole a la vida. Ella se inclinó de repente y le besó la mano. Mientras tanto la nuca de Clifford permanecía rígida e inmóvil delante de ellos.
En la cumbre de la colina descansaron un poco. Connie se alegró de soltar la silla. Había tenido sueños fugitivos de amistad entre aquellos dos hombres: uno su marido y el otro el padre de su hijo. Ahora se daba cuenta de la total falta de sentido de sus sueños. Los dos machos eran tan hostiles como el fuego y el agua. Se exterminaban mutuamente el uno al otro. Y se dio cuenta por primera vez de lo extraño y sutil que es el odio. Por primera vez había odiado a Clifford de forma clara y consciente, con un odio intenso: como si hubiera que eliminarlo de la faz de la tierra. Y era extraño lo libre y llena de vida que la hacía sentirse el odiarle y reconocerlo abiertamente ante sí misma. «Ahora que le he odiado no seré capaz de seguir viviendo con él»: el pensamiento le vino a la cabeza.
En terreno llano el guarda pudo empujar la silla solo. Clifford se enfrascó en una conversación insignificante con ella para demostrar su completa compostura: habló sobre tía Eva, que estaba en Dieppe, y sobre Sir Malcolm, que había escrito para preguntar si Connie le acompañaría en su pequeño coche a Venecia o si ella y Hilda irían en tren.
—Preferiría ir en tren —dijo Connie—. No me gustan los viajes largos en coche, especialmente cuando hay polvo. Pero le preguntaré a Hilda qué prefiere ella.
—Querrá ir en su coche y que tú vayas con ella —dijo él.
—¡Probablemente! Tendré que ayudar ahora. No tienes idea de lo que pesa esta silla.
Volvió a la parte de atrás y avanzó al lado del guarda, empujando con él a lo largo del sendero rosa. No le importaba que la vieran.
—¿Por qué no me dejáis aquí y vais a buscar a Field? Él solo tiene fuerza para hacerlo —dijo Clifford.
—Ya falta tan poco… —jadeó ella.
Pero ella y Mellors tuvieron que secarse el sudor de la cara cuando llegaron a la parte de arriba. Era curioso, pero aquel trabajo común les había acercado mucho más de lo que habían estado antes.
—Muchas gracias, Mellors —dijo Clifford cuando estuvieron ante la puerta de la casa—. Tendré que poner un motor diferente, eso es todo. ¿No quiere pasar a la cocina y comer algo? Debe ser aproximadamente la hora.
—Gracias, Sir Clifford. Iba a cenar hoy con mi madre, es domingo.
—Como prefiera.
Mellors se puso la chaqueta, miró a Connie, hizo un saludo militar y se fue. Connie, furiosa, subió a su habitación.
A la hora de la comida no pudo ocultar sus sentimientos.
—¿Por qué eres tan abominablemente desconsiderado, Clifford? —le dijo.
—¿Con quién?
—¡Con el guarda! Si eso es lo que tú llamas las clases dominantes, lo siento por ti.
—¿Por qué?
—¡Un hombre que ha estado enfermo, al que faltan fuerzas! Te lo aseguro, si yo perteneciera a la clase servil, te haría esperar sentado mis servicios. Ya podías silbar todo lo que quisieras.
—Te creo.
—Si él hubiera estado sentado en una silla con las piernas paralíticas y se hubiera comportado como te has comportado tú, ¿qué habrías hecho por él?
—Mi querida predicadora, tu forma de confundir las personas y las personalidades es de mal gusto.
—Y tu sucia y estéril falta de la compasión normal es del peor gusto imaginable.
¡Noblesse oblige!
¡Tú y tu clase dominante!
—¿Y a qué debiera obligarme? ¿A sentir un montón de emociones innecesarias sobre mi guardabosque? Me niego. Eso lo dejo para mi predicador.
—¡Como si no fuera tan hombre como tú; lo que hay que oír!
—Y además es mi guardabosque y le pago dos libras a la semana y le doy una casa.
—¡Pagarle! ¿Qué es lo que crees que le pagas con dos libras a la semana y una casa?
—Su servicio.
—¡Bah! Yo te diría que te guardaras tus dos libras semanales y tu casa.
—Probablemente a él le gustaría, pero no puede permitirse el lujo.
—¡Tú y tu dominio! —dijo ella—. No dominas nada, no te engañes. Tienes más dinero del que te corresponde y haces que la gente trabaje para ti por dos libras a la semana o les amenazas con el hambre. ¡Dominio! ¿Qué es lo que sale de tu dominio si no tienes nada que dar? ¡Lo único que haces es darle a la gente en los morros con tu dinero, como un judío o un estraperlista!
—¡Utiliza usted un lenguaje muy fino, Lady Chatterley!
—Te aseguro que tú has sido el colmo de la elegancia allí en el bosque. Estaba completamente avergonzada de ti. ¡Pero mi padre es diez veces más humano que tú, tan caballero!
Tocó la campanilla para llamar a la señora Bolton, pero estaba lívido.
Ella subió furiosa a su habitación, diciéndose a sí misma: «¡El, comprando gente! Bueno, pues a mí no me compra, así que no hace falta que siga viviendo con él. ¡Mosca muerta de caballero con su alma de celuloide! Y cómo le envuelven a uno con su educación y su falso comedimiento y su cortesía. Tienen tanta sensibilidad como un pedazo de celuloide.»
Hizo sus planes para la noche y decidió eliminar a Clifford de su mente. No quería odiarle. No quería estar íntimamente unida a él en ninguna clase de sentimiento. No quería que él supiera absolutamente nada sobre ella: y especialmente nada sobre sus sentimientos hacia el guardabosque. Aquella discusión sobre la actitud de ella hacia los sirvientes no era nueva. Él la encontraba demasiado abierta, y a ella él le parecía estúpidamente insensible, rígido y acartonado para los demás.
A la hora de la cena bajó más tranquila, con su compostura habitual. Él estaba todavía con la bilis revuelta: a punto de tener uno de aquellos cólicos renales que le volvían realmente insoportable. Estaba leyendo un libro francés.
—¿Has leído alguna vez a Proust? —preguntó.
—Lo he intentado, pero me aburre.
—Realmente es un escritor excepcional.
—¡Puede ser! Pero me aburre con todo ese refinamiento. No hay emociones en él, es sólo un desfile de palabras sobre las emociones. Estoy harta de las mentalidades que se dan tanta importancia.
—¿Preferirías animalidades que se den tanta importancia?
—¡Quizás! Pero también pudiera descubrirse algo que no viva de darse importancia.
—Bueno, a mí me gusta la sutileza de Proust y su anarquía bien educada.
—Eso le convierte a uno en un muerto.
—Ya está hablando mi pequeña predicadora.
¡Ya estaban empezando otra vez, otra vez! Pero ella no podía evitar atacarle. Parecía estar sentado allí como un esqueleto, utilizando contra ella una voluntad fría y deshilvanada de esqueleto. Casi podía sentir el esqueleto aferrándola y estrujándola contra la jaula de sus costillares. También él estaba en pie de guerra: y ella sentía un cierto miedo.
Volvió a su habitación en cuanto pudo y se acostó muy temprano. Pero a las nueve y media volvió a levantarse y salió a escuchar al exterior. No se oía nada. Se deslizó en camisón y bajó. Clifford y la señora Bolton jugaban dinero a las cartas. Probablemente seguirían jugando hasta la medianoche.
Connie volvió a su habitación, echó su camisón sobre la cama deshecha y se puso un fino vestido de tenis y por encima un vestido de lana. Se calzó unos zapatos de tennis y se echó por encima un abrigo ligero. Estaba lista. Si se encontraba con alguien diría que iba a salir un ratito. Y por la mañana, cuando volviera, diría que había ido a dar un corto paseo al amanecer, como hacía bastante a menudo antes del desayuno. Por lo demás, el único peligro era que alguien entrara en su habitación durante la noche. Pero aquello era poco probable: una posibilidad entre cien.
Betts no había echado la llave todavía. Cerraba la casa a las diez y volvía a abrir a las siete de la mañana. Ella salió en silencio y sin que la viera nadie. Había una luz de media luna, lo suficiente para iluminar el mundo a medias y no lo bastante para delatar su abrigo gris oscuro. Atravesó rápidamente el parque, no tanto con la esperanza de su destino como impulsada por la ira y rebeldía que ardían en su corazón. No era el mejor estado de ánimo para un encuentro amoroso. Pero
á la guerre comme á la guerre
.
Cuando llegó cerca de la cancela oyó el clic de la cerradura. ¡Él estaba allí en la oscuridad del bosque y la había visto!
—Qué bien, y a tiempo —dijo él desde la oscuridad—. ¿No ha pasado nada?
—Nada, nada.
Cerró la puerta en silencio tras ella e iluminó una mínima parcela del suelo descubriendo las pálidas flores, todavía abiertas en la noche. Avanzaron separados el uno del otro en silencio.
—¿Seguro que no te has hecho mal esta mañana con la silla? —preguntó ella.
—¡No, no!
—¿Cómo quedaste después de la pulmonía?
—Bien, con el corazón un poco más débil y los pulmones más encogidos. Lo normal.
—Y no se deben hacer esfuerzos físicos violentos, ¿o sí?
—Lo menos posible.
Ella siguió avanzando en silencio y enfurecida.
—¿Odiabas a Clifford? —dijo por fin.
—¿Odiarle? ¡No! He conocido a demasiada gente como él para molestarme en odiarle. Sé de antemano que no me importa la gente de su clase y se acabó.
—¿Cuál es su clase?
—Eso lo sabes tú mejor que yo. Esa especie de aristócrata juvenil, casi como una niña y sin pelotas.
—¿Qué pelotas?
—¡Pelotas! ¡Las pelotas de un hombre!
Ella lo pensó un poco.
—¿Pero es cuestión de eso? —dijo un tanto desconcertada.
—Se dice que un hombre no tiene cerebro cuando está loco, y que no tiene corazón cuando es un malvado, que no tiene estómago cuando es un cobarde. Y cuando no tiene ni rastro de ese nervio y ese empuje salvaje que tiene que tener un hombre se dice que no tiene pelotas. Cuando es un animal domesticado.
Ella lo pensó un momento.
—¿Y Clifford es un animal domesticado? —preguntó.
—Domesticado y de mala leche: como la mayor parte de esa gente cuando se les lleva la contraria.
—¿Y crees que tú no lo eres?
—¡Quizás no del todo!
Más tarde ella vio una luz amarilla a lo lejos. Se detuvo.
—¡Allí hay luz! —dijo.
—Siempre dejo una luz en casa —dijo él.
Siguió andando a su lado, pero sin tocarle. Preguntándose por qué iba con él, después de todo.
Él abrió la puerta y entraron. Cerró la puerta con llave. ¡Como una cárcel! —pensó ella. El puchero cantaba al fuego y había tazas sobre la mesa.
Ella se sentó en el sillón de madera, al lado de la chimenea. Se agradecía el calor tras el frío de la noche.
—Voy a quitarme los zapatos, están húmedos —dijo Connie.
Se quedó sentada con los pies desnudos sobre el guardafuegos de hierro. Él fue a la despensa y volvió con algo de comida: pan, queso y fiambre de lengua. Ella tenía calor ahora: se quitó el abrigo y lo colgó tras la puerta.
—¿Qué prefieres beber: café, té o chocolate? —preguntó él.
—No, nada, gracias —dijo ella mirando hacia la mesa—. Pero come tú.
—No, no tengo ganas. Voy a darle de comer a la perra.
Recorría el piso de ladrillo con una tranquila determinación, echando la comida de la perra en un cacharro marrón. El spaniel le miraba inquieto.
—¡Sí, aquí está la comida, no me mires como si te fuera a dejar morir de hambre! —dijo.
Colocó el cacharro sobre la esterilla que había al pie de la escalera y se sentó en una silla junto a la pared para quitarse las polainas y las botas. La perra, en lugar de comer, se acercó a él de nuevo y se quedó mirándole desconcertada.
Él comenzó a desatarse lentamente los cordones de las polainas. La perra se le acercó algo más.
—¿Qué es lo que te pasa ahora? ¿Te molesta que tengamos visita? ¡Eres una mujer, eso es lo que eres! Vete a comer.
Le puso la mano en la cabeza y la perra la reclinó cariñosamente contra ella. Él acarició la oreja sedosa, lenta y suavemente.
—¡Vale! —dijo—. ¡Vale! ¡Ahora vete a comer! ¡Vete!
Volvió su silla hacia el cacharro de la comida y la perra fue obedientemente y comenzó a comer.
—¿Te gustan los perros? —preguntó Connie.
—No, realmente no. Los encuentro demasiado obedientes y pegajosos.
Se había quitado las polainas y estaba desatándose las pesadas botas. Connie se había vuelto de espaldas al fuego. ¡Qué vacía estaba la habitación! Pero sobre la cabeza de él había una horrorosa foto ampliada de un matrimonio joven. En apariencia eran él y una mujer de aspecto descarado, sin duda su esposa.