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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El amanecer de una nueva Era (32 page)

BOOK: El amanecer de una nueva Era
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El dragón se había desconectado de la criatura, disociando sus sentidos, no queriendo experimentar el aniquilamiento de su primer vástago, negándose a saber cómo era la muerte, qué había sentido Kitiara tanto tiempo atrás cuando él le falló y su cuerpo pereció.

Pero su concentración se vio interrumpida por la muerte de otro drac azul, también éste a manos del hombre de pelo dorado.

—¡No! —gritó el dragón. Las paredes de la caverna se sacudieron, y a través de las grietas del techo rocoso cayó una lluvia de granos de arena, blanca como nieve. Los centinelas wyverns lo habían mirado fijamente, sin comprender.

—¿Hacemos qué? —había preguntado el más grande.

—Hacemos nada —había sugerido el otro.

El Azul estuvo despotricando y dando rienda suelta a su cólera durante varios minutos.

Ahora eran más de dos docenas de dracs los que miraban y esperaban detrás de los obtusos centinelas, observando a su amo, pero tuvieron el sentido común de guardar silencio y permanecer inmóviles mientras la arena seguía cayendo.

—¡No seré derrotado! —bramaba Khellendros—. Y menos por un puñado de mortales. Enviaré más dracs. Haré... —El dragón hizo una pausa al percibir al tercer vástago en los yermos, uno al que no habían matado los humanos. Estaba relativamente ileso, pero se sentía asustado, y se encontraba... ¿atrapado?

A través de los ojos de su drac embadurnado de barro, Khellendros vio rostros enmarcados en verde: una kender, de edad avanzada y con muchos mechones canosos en el pelo; el hombre, que miraba hacia abajo, con el cabello dorado ondeando alrededor de la cara. Estaba diciendo algo, pero Khellendros no alcanzó a oírlo. Y el drac azul estaba cada vez más asustado, de manera que los atronadores latidos de su corazón ahogaban cualquier otro sonido.

—Tranquilízate —se comunicó el dragón con la criatura—. No demuestres miedo.

El drac se calmó, pero sólo un poco. Con el ánimo y las constantes palabras tranquilizadoras de Khellendros, el ritmo de los latidos se hizo más lento, menos ruidoso, y entonces el Azul oyó una palabra:

—... Palin —dijo el nombre.

¿Palin? El dragón frunció el entrecejo. El nombre le resultaba enojosamente familiar. Un nombre humano que tenía importancia. Ah, sí. Palin Majere, nacido de Caramon y Tika Majere, unos humanos que se habían entremetido en asuntos de dragones y que habían enfurecido a Kitiara. Los Héroes de la Lanza, como los llamaron sus congéneres.

¿El sobrino de Kitiara?

Y el hombre que se llamaba a sí mismo héroe por haber conseguido sobrevivir a la guerra de Caos y por fundar la Escuela de Hechicería. Era un problema que se repetía.

El dragón sentía curiosidad, deseaba ver a este vástago de héroes, saber cómo habían muerto sus padres... si es que estaban muertos. Caramon y Tika le habían amargado la vida a Kitiara en más de una ocasión, lo que significaba que también se la habían amargado a Khellendros. Descubriría qué había sido de ellos y compartiría la información con Kitiara cuando recuperara su espíritu. Quizá los matara a todos, a Caramon y a Tika —si todavía vivían— y a su cachorro, y le presentaría a Kitiara sus cuerpos como regalo de bienvenida.

—Te creen un draconiano corriente, mi querido drac —siseó Khellendros en tono conspirador—. Piensan que eres una criatura normal, no un complejo ser mezcla de draconiano y humano al que di vida con mi esencia. Yo soy parte de ti. —El dragón se sentía inmensamente complacido consigo mismo y disfrutaba con la perspectiva de que su drac azul trajera a Palin Majere a su presencia.

»
Serás un buen espía —añadió. Sintió que el corazón de su creación palpitaba ahora con orgullo, feliz de poder complacer a su amo.

El Azul ordenó al drac que pusiera a prueba su prisión. Era una malla resistente, pero no realmente mágica. Con un mínimo esfuerzo, la criatura podría romperla y escapar. Sus garras eran lo bastante afiladas para atravesar las algas, y los rayos crepitaban chispeantes contra el tupido tejido, amenazando con romperlo para huir volando.

—¡Alto! —ordenó Khellendros—. No debes escapar... todavía.

El drac se quedó quieto, desconcertado, e intentó ponerse cómodo. Forcejeaba débilmente dentro de la malla de vez en cuando para hacer que la bolsa se moviera y así mantener la ilusión de su cautividad.

Esto complacía a su amo.

28

El secuestro

Muglor iba en el bote que marchaba a la cabeza. Jefe de la tribu Puñofuerte de los ogros de las colinas cercanas a Palanthas, había escogido subir a la lancha más grande, como le correspondía. Era la embarcación robada más recientemente y parecía ser la más rápida. A Muglor no le gustaba el agua, aunque sabía nadar. El agua sólo servía para lavarse apelo y la piel y quitarse el olor corporal, al que tenía mucho apego y del que se sentía muy orgulloso.

Muglor era un poco más corpulento que los otros ogros que estaban a sus órdenes, y su tamaño era una de las razones de que lo hubieran puesto al mando. Medía tres metros y pesaba más de ciento ochenta kilos. Al igual que sus congéneres, tenía la piel de un apagado color amarillo oscuro. Era excesivamente verrugoso, y tenía unas manchas violetas de aspecto malsano en los hombros, codos y dorso de las grandes manos. Su cabello, largo y grasiento, era de un color verde oscuro, aunque ahora, de noche, parecía negro, ya que las nubes ocultaban la luna.

La oscuridad no preocupaba a Muglor ni a sus compañeros. Los ojos de los ogros, grandes y purpúreos, eran agudos, y distinguían sin dificultad todo el puerto de Palanthas y los barcos atracados en él, así como unos pocos hombres que paseaban por las cubiertas de las naves.

Muglor hizo un ademán para que los remeros pararan, y dejar que las lanchas se deslizaran empujadas por la corriente. Aunque era tarde y sin duda la mayoría de los marineros estaría durmiendo o de juerga en la ciudad, el jefe ogro no quería correr el riesgo de que los pocos que hubiera despiertos dieran la alarma e hicieran fracasar su misión.

Al ogro no lo inquietaban los habitantes de la ciudad. A sus compañeros y él no les resultaría difícil partir las cabezas de aquellos que pudieran ser tan necios como para atacarlos, pero sí lo preocupaba el Azul.

Tormenta sobre Krynn quería humanos, y quería que los ogros se los proporcionaran. Muglor no deseaba contrariar al dragón; quería tenerlo contento. Que Tormenta estuviera satisfecho significaba que Muglor podría seguir vivo y al mando de su tribu.

El ogro sabía que los caballeros negros lo ayudarían si fuera necesario, pero quería llevar a cabo este asunto sólo con sus hombres. Ya había sido bastante insulto el que les ordenaran llevar a los cautivos humanos a un campamento levantado por cafres. Por lo visto, el campamento de los ogros no era lo bastante bueno. Los tribales cafres se habían instalado en territorio ogro, acompañados por unos cuantos Caballeros de Takhisis. Las altas y delgaduchas criaturas estaban al servicio de los caballeros negros para lo que quisieran mandar, y además se pintaban la piel de azul. ¡Como si alguien pudiera confundirlos con un Dragón Azul!

Los pensamientos de Muglor fueron interrumpidos cuando la lancha rozó contra el casco verde de una carraca. En el costado había pintadas unas letras, y el ogro se esforzó por leerlas:
Yunque de Flint.
Muglor arqueó el grasiento entrecejo. ¿Había leído bien? Flint era el nombre que los enanos daban al trozo de pedernal con el que se encendía el fuego, y los yunques se hundían. Pues claro que había leído bien; sólo que los humanos habían elegido un nombre estúpido para un barco. Muglor también era uno de los pocos jefes ogros que sabía leer y que era inteligente, al menos comparado con la media de esta raza. Era el miembro más avispado de la tribu Puñofuerte.

Con gestos ondeantes de sus peludos y grandes brazos, Muglor dirigió a las otras lanchas hacia blancos distintos. Satisfecho de que todos siguieran sus instrucciones y se mantuvieran razonablemente silenciosos, el jefe ogro se puso de pie, colocó una red sobre uno de los brazos, y metió en el cinturón un burdo garrote, un trozo de madera cuidadosamente seleccionado al que había añadido afiladas puntas. Tras asegurarse de que no se le caería metiendo un gran escándalo, clavó las uñas en el casco del
Yunque
y empezó a trepar por el costado. Uno de los ogros se quedó en la lancha para que no la arrastrara la corriente. Otros tres acompañaron a Muglor; iban cargados con redes y armas, y ponían gran empeño en no hacer el menor ruido.

El dragón había pedido humanos que fueran forasteros en Palanthas, gente con la que los vecinos no tuvieran lazos y cuya desaparición no los preocupara demasiado. Muglor, que era bastante listo, supuso que el puerto sería el mejor sitio para encontrar personas que encajaran con tales requisitos. Los estúpidos palanthianos creerían que los marineros desaparecidos se habían ahogado o habían encontrado trabajo en otro sitio o que los habían secuestrado piratas, a los que temían demasiado para ir en su persecución. Nadie imaginaría la verdad si los ogros capturaban sólo unos pocos, y el Azul estaría contento. Y Muglor también.

El jefe ogro saltó la batayola del
Yunque
y aterrizó sobre la cubierta con un apagado golpe. Escudriñando a través de la oscuridad, sus ojos penetraron en las sombras buscando los objetos que emitían calor; así fue como localizó a un hombre. ¿Estaría dormido? Muglor supuso que así era, ya que no lo había oído. El jefe ogro y sus compañeros avanzaron sigilosamente.

Groller estaba sentado de cara a la playa, con la espalda apoyada en el palo mayor. Se rascó la cabeza contra la madera; la leve aspereza del mástil le produjo una agradable sensación. Estaba pensando en su amigo
Furia,
que se había marchado hacía días. Sabía que el lobo rojo regresaría pronto, ya que, aunque propenso a hacer escapadas que duraban días o incluso semanas, siempre se las arreglaba para volver.

El semiogro suspiró y respiró hondo el aire salino. Mañana iría de nuevo a la ciudad, al sitio al que Rig lo había llevado y que se llamaba Posadería de Myrtal. El bistec que habían tomado allí dos noches antes estaba delicioso, y Groller tenía suficientes monedas para unos cuantos más. A lo mejor invitaba a Jaspe y le enseñaba los signos de manos correspondientes a diferentes tipos de comida.

Rig había dicho que, cuando zarparan, navegarían a lo largo de la costa de Ergoth del Norte, harían escala en Hylo y conseguirían uno o dos contratos para transportar mercancía. El bárbaro del mar afirmaba que obtendrían una buena paga. El semiogro sonrió. Bebería la mejor cerveza que el dinero pudiera comprar y comería bistecs a diario. Hasta compraría algunos filetes para
Furia.

De repente se puso en tensión cuando captó el olor de algo desconocido y que no encajaba en el barco. Se puso de pie y volvió a husmear; se giró bruscamente hacia el lado de estribor del
Yunque.

¡Ogros! Bajó la mano hacia la cabilla que siempre llevaba colgada a la cintura, pero era demasiado tarde. El ogro más grande, un bruto amarillento de aspecto repulsivo, ya se le había echado encima y, tras derribarlo, lo golpeó con un garrote. Groller gruñó y luchó con denuedo, pero su adversario era corpulento y tenía a su favor el factor sorpresa. El garrote se estrelló contra su cabeza, y Groller sintió como si cayera en el vacío, hundiéndose más y más. Una ola de cálida oscuridad se precipitó sobre él para taparlo como si fuera un escollo de la costa cubierto por la marea alta. Después notó que le ataban las manos y que lo envolvían en algo que le pareció una red de pesca.

«Si no fuera sordo, quizá los habría oído y podría haber avisado a Rig y a Jaspe», pensó mientras la negra ola seguía cubriéndolo. Después la marea arrastró su conciencia y lo sumió en la negra nada.

—¿Ser él humano? —planteó la pregunta el ogro más pequeño.

Muglor se agachó para examinar a su prisionero más de cerca.

—Ser parte humano, al menos. «Valerá» —sentenció el jefe—. Bajar abajo. Encontrar más.

Muglor agarró a Groller bajo el brazo y lo llevó casi a rastras hacia la batayola. Echó su carga por la borda y el ogro que esperaba en la lancha recogió a Groller y lo tiró sin contemplaciones en un rincón. Muglor recorrió el puerto con la mirada y comprobó que otros marineros envueltos en redes eran depositados en las barcas. Esbozó una mueca que dejó a la vista una hilera de negros y afilados dientes.

—Tormenta sobre Krynn ponerse contento —se regocijó el jefe. Dio unas palmaditas en un saquillo vacío que colgaba a su costado y se dirigió a la cubierta inferior para ver si había más humanos que valiera la pena llevarse.

Antes de que hubiera transcurrido una hora, Muglor y su flotilla de lanchas navegaban hacia la salida de la bahía de Palanthas. Las barcas iban bastante hundidas en el agua, cargadas con prisioneros.

—Él no humano —dijo Muglor señalando a un enano de pelo corto que yacía inconsciente en el fondo del bote.

—Mi siente —se disculpó un joven ogro.

El jefe pensó que a lo mejor los cafres no se daban cuenta. Lo pondrían en el centro del corral, por si acaso.

La flotilla puso rumbo noreste, hacia las colinas donde los ogros se habían instalado. Una vez en tierra, llevarían las lanchas a su campamento, y así no quedaría ninguna evidencia en el litoral si por casualidad resultaba que alguno de los prisioneros no era forastero y alguien de Palanthas tomaba medidas para encontrarlo.

29

En el desierto

A media mañana del día siguiente, los compañeros hicieron un alto en el camino. Estaban magullados, cansados y sedientos. Sus estómagos no dejaban de hacer ruidos. Feril se ofreció para cazar, pero Dhamon argumentó que en este momento descansar era lo más importante. Había encontrado una pequeña colina con un ligero saliente, lo suficiente para proporcionar un poco de sombra a resguardo de un sol de justicia que les caía a plomo.

Shaon se sentó en la arena pesadamente, y dejó la bolsa tejida a sus pies.
Furia
se tumbó estirado a su lado y observó con fijeza a la minúscula criatura, que le sostuvo la mirada a través de los huecos de la malla verde oscura.

La mujer bárbara hizo un gesto de dolor al extender el brazo para acariciar al lobo. Lo tenía marcado con la quemadura del rayo que la había alcanzado la noche anterior. Seguramente le quedaría una larga y fea cicatriz.

—¿Por qué tuve que venir? —le susurró al lobo—. ¿Creía de verdad que les haría darse prisa o que los ayudaría? ¿O sólo quería que Rig me echara de menos durante unos días?

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