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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

Dublineses (2 page)

BOOK: Dublineses
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Nos persignamos y salimos. En el cuartico de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.

Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:

—Ah, pues ha pasado a mejor vida.

Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.

—Y él… ¿tranquilo? preguntó.

—Oh, sí, señora, muy apaciblemente —dijo Eliza—. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.

—¿Y en cuanto a lo demás…?

—El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.

—¿Sabía entonces?

—Estaba muy conforme.

—Se le ve muy conforme —dijo mi tía.

—Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.

—Pues es verdad —dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:

—Bueno, Miss Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.

Eliza se alisó el vestido en las rodillas.

—¡Pobre James! —dijo—. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos… pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.

Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.

—Así está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el
Freeman's General
y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.

—¿No es verdad que se portó bien? —dijo mi tía.

Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Ah, no hay amigos como los viejos amigos —dijo—, que cuando todo está firmado y confirmado no hay en qué confiar.

—Pues es verdad —dijo mi tía—. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.

—¡Ay, pobre James! —dijo Eliza—. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que…

—Le vendrán a echar de menos cuando pase todo —dijo mi tía.

—Ya lo sé —dijo Eliza—. No le traeré más su taza de caldo de vaca al cuarto, ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!

Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:

—Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.

Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:

—Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día… decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja… ¡Pobre James!

—¡Que el señor lo acoja en su seno! —dijo mi tía.

Eliza sacó su pañuelo y se limpió con él los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.

—Fue siempre demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y, luego, que su vida tuvo, como aquel que dice, su contrariedad.

—Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.

El silencio se posesionó del cuartico y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:

—Fue ese cáliz que rompió… Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así… Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!

—¿Y qué fue eso? —dijo mi tía—. Yo oí algo de…

Eliza asintió.

—Eso lo afectó, mentalmente —dijo—. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo… ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?

Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.

Eliza resumió:

—Bien despierto que lo encontraron y como riéndose solo estaba… Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que, pues, no andaba del todo bien…

Un encuentro

Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de
The Union Jack
,
Pluck
y
The Halfpenny Marvel
. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. El y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de Gardiner Street y el aura apacible de Mrs. Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando:

—¡Ya, yaka, yaka, yaka!

Nadie quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad, sin embargo.

El espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física. Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de parecer filomáticos o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives americanos donde de vez en cuando pasan muchachas, toscas, salvajes y bellas. Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con un número de
The Halfpenny Marvel
.

—¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. «Apenas el día hubo…» ¡Siga! ¿Qué día? «Apenas el día hubo levantado…» ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo?

Cuando Leo Dillon entregó su
magazine
todos los corazones dieron un salto y pusimos cara de no romper un plato. El padre Butler lo hojeó, ceñudo.

—¿Qué es esta basura? dijo—. «¡El jefe apache!» ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en esta escuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de… escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o…

Tal reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que solamente estas crónicas desaforadas parecían ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas.

Las vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo:

—Ta mañana, socios.

Esa noche, dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí de lo más bien.

Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente. Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo:

—Vámonos. Ya me sabía yo que ese manteca era un fulastre.

—¿Y sus seis peniques…? —dije.

—Perdió prenda —dijo Mahony—. Y mejor para nosotros: en vez de un seise, tenemos nueve peniques cada.

Caminamos por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo de niñas andrajosas, apuntándolas con su tiraflechas y cuando dos andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de «Cuá, cuá, ¡cuáqueros!» creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la insignia de un equipo de criquet en su gorra. Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar Mr. Ryan a las tres.

Luego llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas crujientes para activamos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto —las barcazas anunciadas desde lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla opuesta—. Mahony habló de la buena furtivada que sería enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de nosotros y su influencia parecía que se esfumaba.

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