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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

Dublineses (8 page)

BOOK: Dublineses
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¡Las y media casi! Se levantó y se pasó revista en el espejo entero. La decidida expresión de su carota florida la satisfizo y pensó en cuántas madres conocía que no sabían cómo librarse de sus hijas.

Mr. Doran estaba de veras muy nervioso este domingo por la mañana. Había intentado afeitarse dos veces, pero sus manos temblaban tanto que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días le enmarcaba la quijada y cada dos o tres minutos el vaho empañaba sus espejuelos tanto que se los tenía que quitar y limpiarlos con un pañuelo. El recuerdo de su confesión la noche anterior le causaba una pena penetrante; el padre le había sacado los detalles más ridículos del desliz y, al final, había agrandado de tal manera su pecado que casi estaba agradecido de que le permitieran la vía de escape de una reparación. El daño ya estaba hecho. ¿Qué podía hacer ahora excepto casarse o darse a la fuga? No podía ampararse en el descaro. Se hablaría del caso y de seguro se iba a enterar su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña: todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Sintió que su agitado corazón se le ponía de un salto en la boca, al oír en su imaginación exaltada al viejo Mr. Leonard llamándolo alterado con su voz de lija: «A Mr. Doran que haga el favor de venir acá».

¡Todos sus años de servicio perdidos por nada! ¡Toda su industriosidad y su diligencia malbaratadas! De joven había corrido mundo, claro: se había jactado de ser un libre-pensador y negado la existencia de Dios frente a sus amigos del pub. Pero eso era el pasado y el pasado estaba enterrado… no del todo. Todavía compraba su ejemplar del
Reynolds Newspaper
todas las semanas, pero cumplía con sus obligaciones religiosas y las cuatro quintas partes del año vivía una vida ordenada. Tenía dinero suficiente para establecerse por su cuenta: no era eso. Pero su familia la tendría a ella a menos. Antes que nada estaba el desprestigio del padre de ella y luego que la casa de huéspedes de la madre empezaba a tener su fama. Se le ocurrió que lo habían atrapado. Podía imaginarse a sus amigos comentando el asunto a carcajadas. En realidad, ella «era» un poco vulgar; a veces decía «o séase» y «me han escribido». Pero, ¿qué importancia tenía la gramática si la quería de veras? No podía decidir si debía amarla o despreciarla por lo que hizo. Claro que él también tomó su parte. Su instinto lo compelía a mantenerse libre, a no casarse. Se decía, el que se casa, se desgracia.

Estando sentado inerme en un lado de la cama en mangas de camisa, tocó ella suavemente a la puerta y entró. Se lo contó todo; cómo se lo había confesado todo a su madre y que su madre iba a hablar con él esa misma mañana. Lloraba y le echó los brazos al cuello, diciendo:

—¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de mí ahora?

Le juró que se mataría.

El la animó débilmente, diciéndole que no llorara, que no tuviera miedo, que todo se iba a arreglar. Sintió sus pechos agitados a través de la camisa.

No fue toda su culpa si pasó lo que pasó. Recordaba bien, con esa curiosa memoria paciente del célibe, las primeras caricias casuales que su vestido, su aliento, sus dedos le hicieron. Luego, una noche ya tarde cuando se desvestía para acostarse ella llamó a la puerta, toda tímida. Quería encender su vela con la de él, ya que la suya se la había apagado una ráfaga. Le tocaba el baño a ella esa noche. Llevaba un amplio peinador de franela estampada, abierto. Sus blancos tobillos relucían por la abertura de las zapatillas felpudas y su sangre vibraba tibia bajo la piel perfumada. Mientras encendía la vela, de sus manos y brazos se levantaba una tenue fragancia.

En las noches en que regresaba muy tarde ella era quien le calentaba la comida. Apenas se daba cuenta de lo que comía con ella junto a él, solos los dos, de noche, en la casa dormida. ¡Y qué considerada! Por la noche, ya fuera fría, húmeda o tormentosa, era seguro que ella le tenía preparado su vasito de ponche. Tal vez pudieran ser felices los dos…

Solían subir a los altos en puntillas juntos, cada uno con su vela, y en el tercer descanso se decían buenas noches a regañadientes. A veces se besaban. Recordaba muy bien sus ojos, la caricia de su mano y el delirio…

Pero el delirio pasa. Repitió su frase en un eco, para aplicársela a sí mismo: «¿Qué será de mí ahora?» Ese instinto del célibe le avisó que se contuviera. Pero el mal estaba hecho: hasta su sentido del honor le decía que ese mal exigía una reparación.

Estando sentado con ella en un lado de la cama vino Mary a la puerta a decirle que la señora deseaba verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y el saco, más desvalido que nunca. Cuando se hubo vestido se acercó a ella para consolarla. Todo iba a ir bien; no temas. La dejó llorando en la cama, gimiendo por lo bajo: «¡Ay, Dios mío!».

Bajando la escalera sus espejuelos se empañaron tanto con su vaho, que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera deseado subir hasta el techo y volar a otro país, donde nunca oyera hablar de nuevo de sus líos, y, sin embargo, una fuerza lo empujaba hacia abajo escalón a escalón. Las implacables caras de su patrón y de la Matrona observaban su desconcierto. En el último tramo se cruzó con Jack Mooney, que subía de la despensa cargando dos botellas de
Bass
. Se saludaron con frialdad; y los ojos del tenorio descansaron por un instante o dos en una grosera cara de perro bulldog y en dos brazos cortos y fornidos. Cuando llegó al pie de la escalera miró hacia arriba para ver a Jack vigilándole desde la puerta del cuarto de desahogo.

De pronto se acordó de la noche en que uno de los artistas del
music-hall
, un londinense rubio y bajo, hizo una alusión atrevida a Polly. La reunión por poco acaba mal por la violencia de Jack. Todo el mundo trató de calmarlo. El artista de
music-hall
, más pálido que de costumbre, sonreía y repetía que no hubo mala intención; pero Jack siguió gritándole que si alguien se atrevía a jugar esa clase de juego con su hermana él le iba a hacer tragar los dientes: de seguro.

Polly permaneció un rato sentada en un lado de la cama, llorando. Luego, se secó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de una toalla en la jarra y se refrescó los ojos con agua fría. Se miró de perfil y se ajustó un gancho del pelo encima de la oreja. Luego, volvió a la cama y se sentó para los pies. Miró las almohadas un rato y esa visión despertó en ella amorosas memorias secretas. Descansó la nuca en el frío hierro del barandal y se quedó arrobada. No había ninguna perturbación visible en su cara en ese instante.

Esperó paciente, casi alegre, sin alarma, sus memorias gradualmente dando lugar a esperanzas, a una visión del futuro. Esa visión y esas esperanzas eran tan intrincadas que ya no vio la almohada blanca en que tenía fija la vista ni recordó que esperaba algo.

Finalmente, oyó que su madre la llamaba. Se levantó de un salto y corrió hasta la escalera.

—¡Polly! ¡Polly!

—¿Sí, mamá?

—Baja, cariño. Mr. Doran quiere hablarte.

Fue entonces que recordó qué era lo que estaba esperando.

Una nubecilla

Ocho años atrás había despedido a su amigo en la estación de North Wall diciéndole que fuera con Dios. Gallaher hizo carrera. Se veía enseguida: por su aire viajero, su traje de
tweed
bien cortado y su acento decidido. Pocos tenían su talento y todavía menos eran capaces de permanecer incorruptos ante tanto éxito. Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigo así.

Desde el almuerzo, Chico Chandler no pensaba más que en su cita con Gallaher, en la invitación de Gallaher, en la gran urbe londinense donde vivía Gallaher. Le decían Chico Chandler porque, aunque era poco menos que de mediana estatura, parecía pequeño. Era de manos blancas y cortas, frágil de huesos, de voz queda y maneras refinadas. Cuidaba con exceso su rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un discreto perfume en el pañuelo. La medialuna de sus uñas era perfecta y cuando sonreía dejaba entrever una fila de blancos dientes de leche.

Sentado a su buró en King's Inns pensaba en los cambios que le habían traído esos ocho años. El amigo que había conocido con un chambón aspecto de necesitado se había convertido en una rutilante figura de la prensa británica. Levantaba frecuentemente la vista de su escrito fatigoso para mirar a la calle por la ventana de la oficina. El resplandor del atardecer de otoño cubría céspedes y aceras; bañaba con un generoso polvo dorado a las niñeras y a los viejos decrépitos que dormitaban en los bancos; irisaba cada figura móvil: los niños que corrían gritando por los senderos de grava y todo aquel que atravesaba los jardines. Contemplaba aquella escena y pensaba en la vida; y (como ocurría siempre que pensaba en la vida) se entristeció. Una suave melancolía se posesionó de su alma. Sintió cuán inútil era luchar contra la suerte: era ése el peso muerto de sabiduría que le legó la época.

Recordó los libros de poesía en los anaqueles de su casa. Los había comprado en sus días de soltero y más de una noche, sentado en el cuarto al fondo del pasillo, se había sentido tentado de tomar uno en sus manos para leerle algo a su esposa. Pero su timidez lo cohibió siempre: y los libros permanecían en los anaqueles. A veces se repetía a sí mismo unos cuantos versos, lo que lo consolaba.

Cuando le llegó la hora, se levantó y se despidió cumplidamente de su buró y de sus colegas. Con su figura pulcra y modesta salió de entre los arcos de King's Inns y caminó rápido Henrietta Street abajo. El dorado crepúsculo menguaba ya y el aire se hacía cortante. Una horda de chiquillos mugrientos pululaba por las calles. Corrían o se paraban en medio de la calzada o se encaramaban anhelantes a los quicios de las puertas o bien se acuclillaban como ratones en cada umbral. Chico Chandler no les dio importancia. Se abrió paso, diestro, por entre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombra de las estiradas mansiones espectrales donde había baladronado la antigua nobleza de Dublín. No le llegaba ninguna memoria del pasado porque su mente rebosaba con la alegría del momento.

Nunca había estado en Corless's, pero conocía la valía de aquel nombre. Sabía que la gente iba allí después del teatro a comer ostras y a beber licores; y se decía que allí los camareros hablaban francés y alemán. Pasando rápido por enfrente de noche había visto detenerse los coches a sus puertas y cómo damas ricamente ataviadas, acompañadas por caballeros, bajaban y entraban a él fugaces, vistiendo trajes escandalosos y muchas pieles. Llevaban las caras empolvadas y levantaban sus vestidos, cuando tocaban tierra, como Atalantas alarmadas. Había pasado siempre de largo sin siquiera volverse a mirar. Era hábito suyo caminar con paso rápido por la calle, aun de día, y siempre que se encontraba en la ciudad tarde en la noche apretaba el paso, aprensivo y excitado. A veces, sin embargo, cortejaba la causa de sus temores. Escogía las calles más tortuosas y oscuras y, al adelantar atrevido, el silencio que se esparcía alrededor de sus pasos lo perturbaba, como lo turbaba toda figura silenciosa y vagabunda; a veces el sonido de una risa baja y fugitiva lo hacía temblar como una hoja.

Dobló a la derecha hacia Capel Street. ¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense! ¿Quién lo hubiera pensado ocho años antes? Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora, Chico Chandler era capaz de recordar muchos indicios de la futura grandeza de su amigo. La gente acostumbraba a decir que Ignatius Gallaher era alocado. Claro que se reunía en ese entonces con un grupo de amigos algo libertinos, que bebía sin freno y pedía dinero a diestro y siniestro. Al final, se vio envuelto en cierto asunto turbio, una transacción monetaria: al menos, ésa era una de las versiones de su fuga. Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempre una cierta…, algo en Ignatius Gallaher que impresionaba a pesar de uno mismo. Aun cuando estaba en un aprieto y le fallaban los recursos, conservaba su desfachatez. Chico Chandler recordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse de orgullo un tanto) uno de los dichos de Ignatius Gallaher cuando andaba escaso:

—Ahora un receso, caballeros —solía decir a la ligera—. ¿Dónde está mi gorra de pegar?

Eso retrataba a Ignatius Gallaher por entero, pero, maldita sea, que tenía uno que admirarlo.

Chico Chandler apresuró el paso. Por primera vez en su vida se sintió superior a la gente que pasaba. Por la primera vez su alma se rebelaba contra la insulsa falta de elegancia de Capel Street. No había duda de ello: si uno quería tener éxito tenía que largarse. No había nada que hacer en Dublín. Al cruzar el puente de Grattan miró río abajo, a la parte mala del malecón, y se compadeció de las chozas, tan chatas. Le parecieron una banda de mendigos acurrucados a orillas del río, sus viejos gabanes cubiertos por el polvo y el hollín, estupefactos a la vista del crepúsculo y esperando por el primer sereno helado que los obligara a levantarse, sacudirse y echar a andar. Se preguntó si podría escribir un poema para expresar esta idea. Quizá Gallaher pudiera colocarlo en un periódico de Londres. ¿Sería capaz de escribir algo original? No sabía qué quería expresar, pero la idea de haber sido tocado por la gracia de un momento poético le creció dentro como una esperanza en embrión. Apretó el paso, decidido.

Cada paso lo acercaba más a Londres, alejándolo de su vida sobria y nada artística. Una lucecita empezaba a parpadear en su horizonte mental. No era tan viejo: treinta y dos años. Se podía decir que su temperamento estaba a punto de madurar. Había tantas impresiones y tantos estados de ánimo que quería expresar en verso. Los sentía en su interior. Trató de sopesar su alma para saber si era un alma de poeta. La nota dominante de su temperamento, pensó, era la melancolía, pero una melancolía atemperada por la fe, la resignación y una alegría sencilla. Si pudiera expresar esto en un libro quizá la gente le hiciera caso. Nunca sería popular: lo veía. No podría mover multitudes, pero podría conmover a un pequeño núcleo de almas afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo reconocerían como miembro de la escuela celta, en razón del tono melancólico de sus poemas; además, que dejaría caer algunas alusiones. Comenzó a inventar las oraciones y frases que merecerían sus libros. «Mr. Chandler tiene el don del verso gracioso y fácil… Una anhelante tristeza invade estos poemas… La nota céltica.» Qué pena que su nombre no pareciera más irlandés. Tal vez fuera mejor colocar su segundo apellido delante del primero: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía: T. Malone Chandler. Le hablaría a Gallaher de este asunto.

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