Read Donde esté mi corazón Online
Authors: Jordi Sierra
Le sorprendió la pregunta. Era la primera vez que abordaba el tema. Ni siquiera supo qué decir.
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âNormal âse encogió de hombros.
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âEntonces recuerda tan sólo que, pese a lo que se diga en las novelas y en las pelÃculas, el amor nunca ha roto realmente un corazón, ¿de acuerdo?
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âDe acuerdo âse echó a reÃr Montse.
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âPerfecto âel doctor Molins se puso en pieâ. Pues vamos a ver a tus padres y a tranquilizarlos un poco.
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Ella también se levantó. El médico le pasó un brazo por encima de los hombros, amigable y distendido.
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Salieron por la puerta del despacho riéndose, lo que dejó no poco sorprendidos a los padres de Montse.
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Normalidad.
Una palabra sencilla, fácil de pronunciar, difÃcil de poner en práctica.
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â¿Qué te ha dicho el doctor Molins?
Su madre habÃa tardado exactamente siete minutos en preguntárselo. Un récord. Circulaban ya por Barcelona, en busca de la Diagonal, para enfilar primero por la autopista y después por la N-340 en dirección a casa.
Montse, sentada en solitario en el asiento posterior, se resignó.
âNada que no te haya dicho a ti.
âMe refiero a cuando estabais solos âinsistió la mujer.
âMamá, ya te lo he dicho: nada.
âPero si habéis estado un montón de tiempo solos.
âMe hacÃa pruebas. ¿Tú crees que, cuando un médico te examina, se pone a hablar por los codos?
âNo, pero...
âAdemás, si me pasara algo, te lo dirÃa a ti o a papá, no a mÃ.
âMira, yo es que no entiendo por qué no podemos estar delante cuando...
âMaite âdijo en un tono de reproche muy claro su marido.
âMamá, si estás tú, no paras âdijo Montse.
âYa está âse enfadó ellaâ. Es normal que quiera saber cómo estás, ¿no?
â¡Pero si es que estoy bien!
âNo grites, ¿eh? âse lo dijo con prevención, no con autoridadâ. A ver si te va a dar algo.
â¿Lo ves? âMontse miró a su padre por el retrovisor interiorâ. ¡Estoy bien, asà que puedo gritar, enfadarme, hacer lo que quiera! ¡Deja de darle vueltas, por Dios!
âVaya, cualquiera dirÃa.
Demasiado tarde. Su madre empezó a llorar.
â¡Oh, no, vamos! âse lamentó Montse.
âVale ya, Maite âle dijo molesto su maridoâ. ¿No ves que asà no la ayudas? Bueno, ni a ella ni a
nadie.
âSÃ, ya âbalbuceó la mujerâ. Con lo que he pasado y encima...
Montse iba a decirle que era ella quien habÃa estado a las puertas de la muerte,
pero logró contenerse. Por mucho que la irritara la actitud de su madre, y esto no podÃa evitarlo, debÃa acostumbrarse. Para eso formaban una familia, para compartir lo bueno y lo malo, y más cuando lo malo era muy malo. De hecho, la que
estaba ahora enferma, de los nervios, era su madre, y no mejoraba. VivÃa al lÃmite, pero lo peor era que parecÃa esperar una fatalidad a cada momento. Unos dÃas antes su padre habÃa hablado de llevarla a un psiquiatra.
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Se negó en redondo. Dijo que la enferma no era ella, sino su hija.
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â¿Estás bien? âle preguntó el padre de Montse a su mujer.
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âPse âexclamó ella con desidia.
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â¿Por qué eres tan fatalista? âquiso saber su hija.
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âNo puedo evitarlo, ¿qué quieres que te diga?
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âYa, pero es que te vas siempre al extremo. Cuando papá llega cinco minutos tarde, no piensas en el tráfico o en que se ha podido quedar a hablar con un amigo, o simplemente que tenÃa más trabajo que de costumbre; tú en seguida piensas en un accidente. Y cuando Dani se perdió en la montaña y lo encontraron, no dijiste «gracias a Dios» o algo asÃ. No, tú preguntaste: «¿está vivo?». ¿Por qué eres tan pesimista?
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âDéjalo, Montse âle recriminó su padre.
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âEs más fuerte que yo âse justificó Maite.
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âPues a los demás nos haces la vida imposible, ¿sabes? Cuando uno está en un
atasco y no puede llamar por teléfono, y encima sufre porque sabe que tú estás sufriendo...
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â¿Y yo qué...?
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â¡Eh, eh! âlas acalló el hombreâ. ¿Vais a estar todo el trayecto asÃ?
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Se callaron. La mujer, que hasta aquel momento habÃa estado girada hacia atrás, mirando a su hija, se puso recta en su asiento delantero y, tras exteriorizar su enfado respirando con fuerza, fingió interesarse por el tráfico. Montse agradeció la determinación de su padre. No querÃa discutir. Nunca querÃa discutir. Pero su madre no la dejaba en paz, sobre todo desde lo sucedido.
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Probablemente jamás la dejarÃa en paz después de eso.
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Y tenÃa que vivir con ello.
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Ya no volvieron a discutir durante el resto del viaje hasta Vallirana, adonde llegaron en menos de veinte minutos.
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cababa de llegar y se habÃa sentado sola cuando apareció él, tan misteriosamente como siempre, igual que si saliera de la nada, como si se materializara a su lado, o... como si la esperase.
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âHola.
âHola âcorrespondió a su saludo.
Sergio se quedó de pie, aguardando algo, tal vez una invitación por su parte. Montse no se la sirvió en bandeja. Prefirió ver sus nervios, aquella contenida tensión que lo dominaba cuando estaba con ella, la sensación de inquietud, aunque al menos ya no se mostrara tan tÃmido como para no acercarse a hablar con ella.
Fueron apenas unos segundos. Decidió no ser una sádica.
â¿No te sientas? âle sugirió.
âBueno... âlo hizo bien, fingiendo despreocupación, pero no la engañóâ. SÃ, gracias âluego buscó una excusa para iniciar una conversación trivialâ. ¿Y Carolina?
âEn Barcelona, con sus padres.
El escaso público del polideportivo saludó en ese momento un gol de su equipo. Las gradas cobraron una inusitada vigorosidad y colorido, con dos docenas de chicos y chicas en pie dando saltos. En el centro de la pista, protegida por su cubierta de color amarillo, los jugadores del equipo de balonmano se abrazaban entre sÃ.
â¿Quién gana? âpreguntó Sergio.
âNi idea, acabo de llegar y me he sentado aquà como podÃa haberlo hecho en la piscina. No soy muy amante de los deportes que digamos âle tendió la bolsa de
ganchitos
que estaba disfrutandoâ. ¿Quieres?
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âGracias âmetió la mano en su interior y sacó unoâ. ¿Te gustan estas cosas?
âEs para tener algo en las manos âse justificó Montse.
âAh.
Ella se echó a reÃr.
â¿Qué pasa, qué he dicho? âabrió mucho los ojos él.
âA veces eres tan serio...
âDefecto de fabricación, supongo âse resignó el otro.
âBueno, no me hagas caso. Yo también tengo fama de seria. ¿Has encontrado ya trabajo?
âNo.
âPues lo vas a tener crudo âinsistió una vez más al respectoâ. Mira, aquà hay unas cinco mil personas, me refiero al censo del pueblo, pero nos rodean nada menos que diecisiete urbanizaciones. En ellas vive mucha gente de manera habitual, aunque la mayorÃa son segundas residencias de los de Barcelona. Y no todos los que viven todo el año están empadronados en el pueblo. Eso quiere decir que no es un pueblo con industrias ni nada de eso, salvo la fábrica de chocolates o, un poco más arriba, la fábrica de cemento. Aquà abundan los pequeños comercios, eso sÃ, pero casi todos son negocios familiares. Quizás te irÃa mejor en Cervelló.
âTampoco tengo prisa âreconoció él.
â¿Qué hacÃas antes de venir aquÃ?
âEstudiar.
â¿Y tu familia?
Sergio dejó de mirarla como solÃa hacerlo, de forma fija y absorbente. Dirigió sus ojos a la pista, donde de nuevo atacaba el equipo favorito de la mayorÃa de los asistentes, a juzgar por los gritos de ánimo que les dirigÃan desde las pequeñas gradas de cemento. Montse percibió que su observación habÃa sido inoportuna.
âPerdona âdijoâ. A veces olvido que a mà también me joroba bastante hablar de según qué.
âNo, no, qué va, es sólo que... âfingió indiferenciaâ no hay mucho que decir, salvo que necesitaba estar solo y por eso me he ido.
âOjalá también pudiera marcharme yo âreflexionó Montse.
â¿Por qué?
Ahora la que no respondió al momento fue ella.
âVale, uno a uno âse disculpó él.
â¿Qué harás si no encuentras trabajo? âcambió de tema Montse.
âNo lo sé. Ya te dije que tenÃa dinero para aguantar un par de meses.
âTe acabarás marchando âaseguró ella.
âNo tiene por qué ser asÃ.
Se sintió observada al milÃmetro, asà que mantuvo los ojos en la pista, dejando que él la mirara. Se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no se
sentÃa incómoda. No era el tipo de mirada que le dirigÃan los vecinos del pueblo después de la operación, aunque cada vez se encontraba menos con ello; ni la mirada de los chicos que se le acercaban con ánimo de ligar antes de sus problemas de salud. Era como si Sergio la acariciase con los ojos, la mimase y le hablara con
ternura a través de ellos. PercibÃa que le gustaba y sentirse asà le producÃa una tranquilidad, una sensación de normalidad mayor que todo cuanto pudiera decirle el doctor Molins. HabÃa llegado a creer que nunca
más volverÃan a mirarla como lo hacÃa Sergio, si es que
alguien lo habÃa hecho alguna vez de aquella forma.
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Más aún, habÃa creÃdo que jamás sentirÃa otra vez lo que estaba sintiendo ahora.
Aunque sólo fuese un juego: chico, chica, verano...
Pero si era asÃ, ¿por qué se sentÃa como se sentÃa?
âYo antes hacÃa muchos planes âse oyó decir a sà misma, sin saber en qué momento habÃa decidido volver a hablarâ. Ahora sé que lo importante es vivir al dÃa.
âYo pienso lo mismo âreconoció Sergioâ, aunque sé que no es justo.
â¿Por qué ha de ser justo?
âPorque no puede vivirse tan sólo el momento, y porque siempre hay algo más, comenzando por un después, un más tarde, un mañana.
âEres un filósofo âdijo Montse sin ánimo de burla.
âHe aprendido algunas cosas, nada más.
Esperaba que ella le preguntase cuáles y, al ver que no lo hacÃa, que se habÃa quedado súbitamente pálida, siguió la dirección de su mirada. No le costó encontrar el motivo de aquel silencio. Al otro lado de la pista un muchacho joven, de dieciocho o diecinueve años, también miraba hacia ella. Iba acompañado por otro chico y dos chicas.
Fueron apenas unos segundos.
Luego él apartó su mirada y Montse apretó las mandÃbulas con tanta fuerza que sus sienes palpitaron levemente.
A continuación se puso en pie.
âVámonos âle pidió.
Sergio no tuvo tiempo de nada más: se levantó para seguirla porque ella ya le llevaba un par de metros de ventaja.
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o logró alcanzarla hasta llegar casi a la carretera y, aun asÃ, no por ello dejó de caminar.
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â¿Quién era?
â¿Quién era quién?
âÃse, el que te ha puesto tan furiosa.
âYo no estoy furiosa.
âBueno, pues el que te ha incomodado.
âTampoco estoy incómoda.
âVale, sólo era por curiosidad.
Montse se detuvo en seco.
âEra un amigo, nada más âle dijo con chispas en los ojosâ. Un amigo que no se portó bien y ya está.
Esperaba una nueva pregunta, pero Sergio no se la formuló. Al contrario, pareció aceptar su somera explicación. Eso la desconcertó aún más. Comprendió que no era como los demás, por extraño que se le antojara. Comprendió que era un buen tÃo. Y comprendió que le gustaba.
Carolina tenÃa razón.
Siempre la tenÃa.
Le gustaba, y eso sà era asombroso.
Tan rápido, tan inmediato a lo otro, a Arturo.
âPerdona âle pidió sinceramente mientras reanudaba la marchaâ, no me hagas caso.
âEs la segunda vez que me pides perdón en poco rato y no tienes por qué hacerlo âdijo élâ. La verdad es que yo soy un redomado palizas.
âNo, en serio âinsistió Montseâ. Me has conocido en un mal momento, eso es todo. Por lo general no soy asÃ. Incluso hay quien me encuentra encantadora âpudo bromear.
âHay epidemia de malos momentos, ¿verdad?
âEl mÃo fue asqueroso âasintió con la cabeza haciendo un gesto de supremo abatimiento.
âPero ahora..., ¿estás bien?
âNo lo sé. Cuando se pasa una temporada difÃcil, te queda una resaca de aúpa.
â¿Has estado enferma?
âSà âreconoció.
De nuevo esperaba la pregunta siguiente, los interrogantes que se escondÃan detrás de su pequeña claudicación. No querÃa hablar de ello, ni de nada, y menos con él, allà y ahora. Por eso los segundos transcurrieron muy lentos y por ello se extrañó otra vez de que Sergio no le preguntase por su enfermedad. Pensó que él la entendÃa. Pensó que le evitaba deliberadamente un mal trago, o la incomodidad de decirle que no querÃa hablar de ello.
Ciertamente no querÃa hablar de ello.
Aunque sà de otras cosas.
Por primera vez.
âSe llama Arturo âle confesóâ, y salÃamos juntos hace un año.
â¿Erais novios?
Montse se encogió de hombros.
âSupongo âdijo no muy segura.
â¿Rompisteis?
âSimplemente dejamos de... Bueno âse enfrentó a ello en voz altaâ, él dejó de verme.