Diarios de Adán y Eva (4 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Religión

BOOK: Diarios de Adán y Eva
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Esto es la felicidad perfecta; yo ya había conocido antes la felicidad, pero no una como ésta, que es un verdadero éxtasis. Nunca he vuelto a dudar de ella con posterioridad. A veces se alejaba, ya una hora, o casi un día entero, pero yo esperaba y no me invadían las dudas. Me decía: «Está ocupada, o se ha ido de viaje, pero volverá». Y así era: siempre volvía. De noche no vuelve si reina la oscuridad, porque es una criatura tímida; pero si hay luna, sí viene. Yo no le temo a la oscuridad, pero ella es más joven que yo; nació después que yo lo hiciera. Son muchas las visitas que le he hecho; ella es mi consuelo y mi refugio cuando mi vida es dura, y casi siempre lo es.

Martes

Durante toda la mañana he estado trabajando en la mejora de la propiedad; y me he mantenido alejada expresamente de él, confiando que se sintiera solo y viniera a mí. Pero no lo ha hecho.

A mediodía he decidido dar por terminada la jornada y tomarme un momento de esparcimiento siguiendo los revoloteos de las abejas y mariposas y deleitándome entre las flores, ¡esas hermosas criaturas que son el reflejo de la sonrisa de Dios fuera de los cielos y que la preservan! He cogido unas cuantas flores y he hecho con ellas coronas y guirnaldas y he confeccionado un vestido mientras comía, manzanas, por supuesto. Luego me he sentado a la sombra, esperando ansiosamente. Pero no ha venido.

No importa. Da lo mismo, porque no siente interés por las flores. Las considera una tontería, y no sabe distinguir una de otra, y se cree superior por pensar así precisamente. No siente interés por mí, no le importan las flores, no le interesa el cielo pintado de la hora del crepúsculo... ¿Acaso hay algo que sea de su interés, salvo construir chozas para guarecerse de la buena y limpia lluvia, y apretar los melones, probar la uva y toquetear la fruta en los árboles para ver cómo marchan sus propiedades?

Puse un palo seco en el suelo y traté de hacer con otro un agujero en él, a fin de poner en práctica una idea que había tenido, y no tardé en llevarme un susto tremendo. Del agujero brotó como una fina y transparente cinta azulada ¡y yo lo dejé caer todo y eché a correr! ¡Pensé que sería un espíritu, y sentí mucho miedo! Pero, al volverme, vi que no me seguía, de modo que me apoyé contra una roca, me tomé un respiro y recobré el aliento, dejando que mis miembros temblaran hasta calmarse de nuevo; luego volví sobre mis pasos sigilosamente, alerta, al acecho, y dispuesta a emprender la huida si era preciso y, cuando estaba cerca, aparté las ramas de un rosal para poder atisbar por entre ellas —deseando que el hombre estuviera allí, pues estaba yo muy atractiva y bonita—, pero el espíritu se había ido. Me acerqué hasta el lugar y vi que había una pizca de un delicado polvillo de color rosado en el agujero. Introduje mi dedo para tocarlo y exclamé: «¡Ay!», y lo volví a sacar. Sentí un terrible dolor. Me metí el dedo en la boca; y sosteniéndome primero sobre un pie y luego sobre el otro, gruñendo, al cabo de un rato se me fue calmando el dolor; a continuación sentí un vivo interés y me puse a examinarlo.

Sentía curiosidad por saber qué era aquel polvo rosa. De repente se me ocurrió un nombre para aquello, aunque no lo había oído nunca antes. ¡Era fuego! Estaba tan segura de ello como pueda estarlo alguien de algo en este mundo. De modo que, sin vacilar, le llamé así: «fuego».

Había creado algo antes inexistente; había dado una nueva cosa a las innumerables cosas del mundo. Consciente de ello, me sentía orgullosa de mi logro, e iba a ir corriendo a su encuentro para contárselo, creyendo que su estima por mí se acrecentaría, pero, tras pensármelo dos veces, no lo hice. No, no le hubiera interesado. Me hubiera preguntado para qué servía aquello, y, ¿qué hubiera podido responder yo? Porque el fuego no servía para nada, sino que era sólo bonito, simplemente bonito...

Así que me limité a soltar un suspiro y me fui. Porque no servía para nada; no servía para construir una choza, ni para conseguir mejores melones, ni iba a adelantar la recogida de la fruta, carecía de utilidad, era una tontería y algo inútil. Pero para mí no era despreciable. Dije: «¡Oh, fuego, te amo, delicada criatura rosada, porque eres hermosa, y eso me basta!», y a punto estuve de acercarlo a mi pecho. Pero me contuve. Entonces acuñé otra máxima sacada de mi propia cabeza, aunque se parecía tanto a la primera que me temí que se tratara nada más que de un plagio:
«El Experimento ardiente rehúye el fuego».

Volví de nuevo al trabajo; y una vez que hube hecho una buena cantidad de polvo de fuego, lo derramé sobre un montón de parda hojarasca, con la intención de llevarlo a la choza, conservarlo siempre y poder jugar con él; pero al soplar el viento sobre él, lo extendió y lanzó violentamente contra mi cara, por lo que yo lo dejé caer y salí corriendo. Al volver la vista atrás, el espíritu azul se estaba elevando y estirando y ondulando igual que una nube, y al instante pensé en ponerle el nombre de «humo», aunque, palabra de honor, que nunca antes había oído mencionar este término.

No tardaron en surgir de entre el fuego unos resplandores amarillos y rojizos, a los que puse al instante el nombre de «llamas» y no me equivoco si digo que fueron las primeras llamas que se vieron en el mundo. Estas alcanzaron a los árboles, lanzaron unos destellos tan espléndidos dentro y fuera de la amplia y creciente masa de humo que se iba expandiendo, que no pude dejar de ponerme a aplaudir, a reír y a bailar en medio de mi explosión de entusiasmo, de tan nuevo, extraño y maravilloso como era aquello.

Él acudió corriendo, se detuvo y se quedó mirando, sin decir ni una palabra durante unos largos minutos. Luego me preguntó qué era aquello. Fue una lástima que me hiciera una pregunta tan directa. Tenía yo que responderle, por supuesto, y así lo hice. Le hice saber que era fuego. Si se molestó de que yo lo supiera y él tuviera que preguntármelo a mí, no es culpa mía; no era mi intención molestarle. Al cabo de una pausa, preguntó: «¿De dónde ha salido esto?».

Otra pregunta directa, y no tuve más remedio que responderle también yo directamente:

—Lo he hecho yo.

El fuego se estaba extendiendo cada vez más lejos. El se acercó hasta el límite del lugar que ardía y se quedó examinándolo, y luego dijo:

—¿Qué es esto?

—Carbones encendidos.

Cogió uno para examinarlo, pero cambió de idea y volvió a dejarlo en su sitio. Entonces se marchó. Nada le interesaba.

Pero a mí sí que me interesaba. Había cenizas, grises, suaves, delicadas y hermosas; enseguida supe lo que eran. Y las ascuas; también las ascuas. Encontré mis manzanas, las saqué arrastrándolas con un palo, cosa que me encantó hacer, pues soy muy joven y tengo buen apetito. Pero me llevé una desilusión, pues estaban reventadas y estropeadas. Estropeadas aparentemente, aunque en realidad no. Eran más sabrosas que crudas. El fuego es una cosa hermosa, y creo que resultará de utilidad.

Viernes

Fui a verle un momento el lunes pasado a eso del atardecer, pero sólo por un momento. Esperaba recibir algún elogio suyo por tratar de mejorar la propiedad, porque me movía un buen propósito y había trabajado duramente. Pero a él eso no le gustó, por lo que se dio la vuelta y me dejó. Estaba también disgustado por otro motivo: traté una vez más de convencerle de que dejara de ir a las Cataratas. Y era porque el fuego me había revelado una nueva pasión, ésta totalmente nueva, y muy distinta del amor, del dolor y de todo lo demás que había ya descubierto: el miedo. ¡Y era horrible! Hubiera preferido no descubrirlo nunca; me hizo pasar unos momentos difíciles, arruinó mi felicidad, me hizo sentir escalofríos, temblar y estremecerme. Pero me fue imposible convencerle, porque él todavía no había descubierto el miedo y no podía, por tanto, comprenderme.

Diario de Adán

Tal vez no debería olvidar que ella es muy joven, una simple muchacha, y ser más tolerante. Ella es todo interés, entusiasmo, viveza, el mundo es para ella un encanto, una maravilla, un misterio, un motivo de alegría; se queda muda de placer cuando encuentra una nueva flor, tiene que mimarla, acariciarla, olería, hablarle y darle toda clase de nombres cariñosos. Y la vuelven loca los colores: el pardo de las rocas, el amarillo de la arena, el gris del musgo, el verde del follaje, el azul del cielo, el color perla del alba, las sombras purpúreas de las montañas, las islas doradas que flotan en mares carmesíes a la puesta del sol, la pálida luna surcando los jirones de nubes, las estrellas que brillan cual joyas en la inmensidad del espacio, nada de todo ello tiene la menor utilidad, que yo sepa, pero a ella le basta que tenga color y majestuosidad, y pierde la cabeza por ello. Si fuera capaz de ser más sosegada y estarse callada un par de minutos, sería un espectáculo lleno de serenidad. En ese caso, creo que podría disfrutar contemplándola o, mejor dicho, estoy seguro de que podría hacerlo, porque me voy dando cuenta de que es una criatura de un notable atractivo, ágil, esbelta, elegante, aseada, redondita, bien formada, despierta, graciosa; y en cierta ocasión en que estaba de pie sobre una roca, con su blancura marmórea y bañada por el sol, con su joven cabellera echada hacia atrás y protegiéndose los ojos con una mano, no pude dejar de reconocer que era bella.

Lunes a mediodía

Si hay algo en nuestro planeta que no sea de su interés, yo no lo tengo en la lista. Hay animales que a mí me son indiferentes, pero no sucede eso con ella. Ella no discrimina, le gustan todos, a todos considera un verdadero tesoro, todos son bienvenidos para ella.

Cuando apareció el enorme brontosaurio, dando grandes zancadas, ella lo consideró como una adquisición, mientras que yo como una calamidad, lo cual es una buena prueba de la falta de armonía que reina entre nuestros respectivos pareceres. Ella quiso domesticarlo, mientras que mi deseo no era otro que regalarle la granja y poner pies en polvorosa. Ella creía que podía ser domesticado simplemente a base de un buen trato y que sería un buen animal de compañía; yo le dije que un buen animal de compaña de veintiún pies de alto y ochenta y cuatro de largo no era lo que se dice algo muy adecuado para nuestro lugar, porque, aun con la mejor intención del mundo, y sin querer causar ningún daño, bien podía sentarse sobre la casa y aplastarla, pues bastaba con mirarle para ver que era distraído.

Sin embargo, su corazón estaba decidido a quedarse con aquel monstruo, y yo era incapaz de negárselo. Pensó que podíamos abrir una lechería con él, y quiso que yo le ayudara a ordeñarlo, cosa de la que yo no quise saber nada, ya que era algo demasiado arriesgado. No era del sexo adecuado y, en cualquier caso, nos faltaba una escalera de mano. Entonces quiso montar sobre el brontosaurio y otear el paisaje. Unos treinta o cuarenta metros de cola descansaban sobre el suelo, igual que un árbol caído, por lo que pensó que podía trepar por ella, pero no fue sino una equivocación; cuando apenas había llegado al punto más empinado, éste estaba demasiado resbaladizo y se cayó, y de no ser por mí se habría hecho daño.

¿Había quedado satisfecha con esto? Pues no. Nada la deja satisfecha, salvo poder comprobar una cosa por sí misma; las teorías no probadas no van con ella, y no las acepta. Admito que es lo correcto; es algo que me atrae, siento su influencia. Si estuviera más tiempo con ella, seguiría este método. Bueno, tenía otra teoría sobre el coloso: pensaba que si lo domesticábamos y nos ganábamos su amistad, podríamos colocarlo en el río y utilizarlo a modo de puente. Resultó que el animal era bastante manso —al menos con ella—, por lo que intentó poner en práctica su teoría, pero fue un fracaso: cada vez que lo colocaba debidamente en el río, y luego se dirigía a la orilla para cruzar por encima de él, el animal se salía del río y la seguía como una montaña amaestrada. Igual que el resto de los animales. Todos hacen lo mismo.

Diario de Eva

Viernes

Martes, miércoles, jueves... y hoy: todos estos días sin verle. Demasiado tiempo a solas; no obstante, más vale estar sola que mal acompañada.

Yo necesitaba compañía —creo haber nacido para esto—, por lo que he hecho amistad con los animales. Ellos son precisamente encantadores, y tienen la más amable de las disposiciones y unas formas de lo más corteses, nunca ponen cara agria, nunca te hacen sentir que eres una intrusa, te sonríen y mueven la cola, si es que la tienen, y están siempre dispuestos a retozar o a hacer una excursión a cualquier sitio que quieras proponerles. Pienso que son unos perfectos caballeros. Durante todos estos días hemos pasado ratos estupendos y ni por un momento me he sentido sola.

¡Sola! No, debería decir que no. ¡Pero si tenía continuamente un montón de ellos alrededor, y algunas veces hasta ocupaban cuatro o cinco acres, resultando incontables! Y cuando me subía a una roca del centro para contemplar toda aquella extensión de pelajes, ésta era tan abigarrada, estaba tan llena de manchas y era tan alegre con sus colores y vivos brillos y centelleos, y tan llena de franjas que hubiérase dicho un lago, por más que uno sabe que no lo es. Y también hay tempestades de pájaros que viven en comunidad y huracanes de zumbantes alas; y cuando el sol hiere toda aquella agitación de plumas, se produce una explosión de todos los colores imaginables, hasta el punto de resultar cegadora.

Hemos hecho largas excursiones y he visto una gran parte del mundo; casi todo, creo; y por tanto soy el primer viajero, y el único. Cuando estamos de marcha, la vista es impresionante: no hay nada parecido en ningún sitio. Por comodidad, yo me monto sobre un tigre o sobre un leopardo, porque son suaves y tienen el lomo redondeado, que se adapta a mí, y porque son unos animales preciosos; pero para largas distancias o para poder ver el paisaje, monto sobre un elefante. Este me alza con su trompa, aunque para bajar puedo hacerlo yo sola; cuando nos disponemos a acampar, él se sienta y yo me deslizo lomo abajo.

Reina una buena amistad entre aves y bestias y no riñen por nada. Todos se hablan, y todos ellos lo hacen también conmigo, pero debe de tratarse de una lengua extranjera, puesto que no entiendo una sola palabra; con todo, ellos a menudo me entienden a mí cuando les respondo. Sobre todo el perro y el elefante. Esto me avergüenza. Pues demuestra que son más inteligentes que yo y, por consiguiente, superiores a mí. Lo cual me molesta, porque quiero ser el Experimento principal y voy a tratar de serlo, además.

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