Dialéctica erística o el arte de tener razón

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Dialéctica erística o el arte de tener razón
, expuesta en treinta y ocho estratagemas es un pequeño tratado inconcluso escrito por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, basado principalmente en los
Tópicos de Aristoteles
. Fue publicado en 1864, postumamente, por Julius Frauenstädt bajo el título de
Eristik (Erística)
.

La obra contiene una serie de apuntes en los que Schopenhauer recopiló treinta y ocho
Kunstgriffe
—"estratagemas", "ardides" o "trucos" dialécticos—, argumentaciones desleales y engañosas utilizadas en las discusiones cuando uno de los contrincantes desea que prevalezcan sus tesis u opiniones propias sobre las del adversario, aun sabiendo que éstas son absurdas o plausibles o que no lleva razón alguna en el asunto a discutir.

Para Schopenhauer, «la dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente — por fas y nefas».

Arthur Schopenhauer

Dialéctica erística o el arte de tener razón

Expuesta en treinta y ocho estratagemas

ePUB v1.0

Bercebus
13.04.12

Introducción

La dialéctica erística
[1]
es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga
razón
tanto lícita como ilícitamente —por
fas
y por
nefas
[2]
. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.)

¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata
improbidad
. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe
parecer
, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.

Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como
pro ara et focis
[por el altar y el hogar] y por
fas
o
por nefas
puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo.

Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa"
[3]
. Los medios para conseguirlo son, en buena medida, los que a cada uno le proporciona su propia astucia y malignidad; se adiestran en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia
dialéctica natural
, también tiene su propia
lógica innata
. Sólo la primera, no le conducirá ni tan lejos ni con tanta seguridad como la segunda. No es fácil que alguien piense o infiera contradiciendo las leyes de la lógica; si los juicios falsos son numerosos, muy rara vez lo son las conclusiones falsas. Una persona no muestra corrientemente carencia de lógica natural; en cambio, sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en esto se asemeja a la capacidad de juzgar. La razón, por cierto, se reparte de manera más homogénea). Precisamente, dejarse confundir, dejarse refutar por una argumentación engañosa en aquello que se tiene razón o lo contrario, es algo que ocurre con frecuencia. Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general, no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis como a la astucia y habilidad con que la defendió. En éste, como en todos los casos, lo innato es lo mejor
[4]
no obstante, tanto el ejercicio como la reflexión sobre las maniobras con las que puede vencerse al adversario, o las que éste utiliza con más frecuencia para rebatir, aportarán mucho para l egar a ser maestro en este arte. Si bien la lógica no puede tener provecho práctico alguno, sí puede tenerlo la dialéctica. Me parece que Aristóteles también expuso su propia lógica (analítica), principalmente como fundamento y preparación de la dialéctica, y que ésta fue para él lo principal. La lógica se ocupa de la mera forma de las proposiciones, la dialéctica de su contenido o materia, de su valor intrínseco; de ahí que debiera preceder la consideración de la forma, en cuanto lo universal, a la del contenido o de lo particular. Aristóteles no define el objeto de la dialéctica tan sutilmente como yo lo he hecho; si bien es cierto que asigna como su objeto principal la discusión, al misivo tiempo también la búsqueda de la verdad (
Tópicos
l, 2). Después añade de nuevo: "las proposiciones se consideran filosóficamente según la verdad y dialécticamente teniendo en cuenta la credibilidad o el aplauso que obtienen en la opinión de los otros" (
Tópicos
1, 12). Es consciente de la diferencia y disyunción de la verdad objetiva de una proposición y del hecho de hacerla valer o de obtener su aprobación, pero no lo hace con la suficiente sutileza como para asignar este último fin a la dialéctica
[5]
. Sus reglas para conseguir el último propósito son, a menudo, también asignadas al primero, encontrándose combinadas. De ahí que me parezca que no supo terminar airosamente su tarea
[6]
.

Aristóteles abordó en los
Tópicos
la exposición de la dialéctica con el espíritu científico que lo caracteriza, de forma extraordinariamente metódica y analítica; aunque esto sea muy digno de admiración, no legó a alcanzar completamente su propósito, que aquí es evidentemente práctico. Tras considerar en los
Analíticos
los conceptos, juicios y silogismos según su pura
forma
, pasó después a considerar el
contenido
, que únicamente tiene que ver con los primeros, ya que es en ellos donde reside. Proposiciones y silogismos son en sí mismos pura forma; los conceptos significan su contenido
[7]
. Su procedimiento es el siguiente: Toda discusión tiene una tesis o un problema (éstos difieren simplemente en la forma) y luego, axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro. De un concepto se busca, o 1) su definición, o 2) su género, o 3) su característica particular, su marca esencial,
proprium
, o 4) su
accidens
, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; brevemente, un predicado. El problema de toda discusión hay que reconducirlo a una de estas relaciones. Ésta es la base de toda la dialéctica. En los ocho libros de los
Tópicos
, Aristóteles presenta el conjunto de todas las relaciones en las que los conceptos pueden hallarse recíprocamente, con respecto a las cuatro clases, e indica las reglas para toda posible relación; esto es, cómo debe comportarse un concepto con respecto a otro para ser su
proprium
[propio], su
accidens
[accidente], su
genus
[género] o su
definitum
o definición; qué errores pueden cometerse fácilmente durante la formulación y qué es lo que debe tenerse en cuenta cada vez que formulamos una relación, y qué es lo que puede hacerse para refutarla si la ha formulado el otro. Aristóteles denomina
locus
[tópico] a la formulación de cualquiera de estas reglas o de cualquiera de las relaciones entre tales clases de conceptos, indicando 382
topoi
: de aquí el nombre de
Tópicos
. A éstos adjunta unas cuantas reglas sobre la discusión en general que, por lo demás, no son en modo alguno exhaustivas.

El
topos
no es, pues, algo puramente material; no se refiere a un objeto o a un concepto determinado, sino siempre a una relación de clases enteras de conceptos que puede ser común a un número indeterminado de ellos, en cuanto que éstos sean considerados en sus relaciones recíprocas, bajo uno de los mencionados cuatro casos que se dan en toda discusión. Estos cuatro casos tienen, de nuevo, clases subordinadas. La consideración es aquí, en cierta medida, todavía formal, aunque no tan puramente formal como en la lógica, que se ocupa del contenido de los conceptos desde el punto de vista de la forma; esto es, indica cómo debe comportarse el contenido del concepto A con respecto al del concepto B para que pueda ser formulado como su
genus
, o como su
proprium
(carácter distintivo), o como su
accidens
, o como su definición, o, según las rúbricas a él subordinadas, del opuesto, causa y efecto, posesión o privación, etc. En torno a una de estas relaciones debe girar toda discusión. La mayoría de las reglas que Aristóteles indica como
topoi
en relación con estas correspondencias, están incluidas en la naturaleza de la relación conceptual; cada uno es consciente de ellas por sí mismo, además, ya de por sí, obligan al respeto por parte del adversario, igual que en la lógica, siendo más fácil observarlas en el caso particular o darse cuenta de su negligencia que acordarse del
topos
abstracto correspondiente; de aquí proviene que el uso práctico de tal dialéctica no sea muy grande. Aristóteles no dice más que cosas de suyo evidentes, y a las que la sana razón arriba por sí misma. Ejemplo: "Si se afirma el
genus
de una cosa, entonces debe también convenirle alguna
species
cualquiera de ese
genus
; de otro modo, la afirmación será falsa. Por ejemplo, se afirma que el alma está dotada de
movimiento
; entonces debe serle propia alguna
especie
determinada de aquél: volar, caminar, crecer, disminuir, etc.; si carece de el a, entonces, tampoco está dotada de movimiento. Esto es, cuando no le conviene alguna especie, tampoco lo hace el
genus
; éste es el
tópos
" (Aristóteles,
Tópicos
11, 4, 111a 33-b111). Este
tópos
sirve tanto para construir como para destruir. Es el
tópos
noveno. Y, a la inversa, si el género no conviene, tampoco la especie; por ejemplo: Alguien (se afirma) ha hablado mal de otro. Si demostramos que no habló en absoluto, no ha podido hablar mal de aquél, pues en donde no se da el
genus
tampoco puede darse la especie.

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