Destino (29 page)

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Authors: Alyson Noel

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Destino
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Aun así, eso no es nada comparado con lo mal que me siento cuando me sitúo ante la puerta y llamo al timbre. Al abrirme la puerta, Sabine adopta una sucesión de expresiones casi cómicas. Empieza con una reacción inicial de reconocimiento sorprendido, antes de pasar por una profunda conmoción, una total y absoluta incredulidad, un rápido atisbo de esperanza y un completo desafío, para decidirse por la preocupación cuando se fija en el triste y lamentable estado de mis botas de senderismo rozadas, mis vaqueros repugnantes y la guarrísima camiseta de tirantes blanca que he olvidado quitarme.

—¿Dónde has estado? —pregunta con una voz que combina de forma extraña el enfado y la curiosidad mientras sus ojos azules continúan haciendo inventario.

—Si te lo dijese no me creerías —contesto, sabiendo que las palabras son mucho más ciertas de lo que ella podría entender jamás.

Cruza los brazos delante del pecho y aprieta los labios hasta formar una fina línea. Vuelve enseguida a su lado severo, ese que me resulta tan familiar, diciendo:

—Ponme a prueba.

Es la Sabine enfadada.

La Sabine severa.

La Sabine del ultimátum que en última instancia me llevó a marcharme.

Atisbo por encima de su hombro. Sé que Muñoz está aquí, ya que he visto su Prius plateado en el camino de entrada, y suelto un enorme suspiro de alivio cuando le veo aparecer. Su rostro muestra la misma expresión que el de ella, salvo por el desafío y la preocupación, cosa que me tomo como una buena señal.

—Me encantaría explicarme —digo, esforzándome por hablar con voz serena y pacífica, a sabiendas de que la única forma de llegar hasta ella es mantener a raya la emoción—. De hecho, por eso estoy aquí. Tengo previsto contártelo todo. Quiero contártelo todo. Pero es un poco complicado, así que pensaba que tal vez podría entrar, sentarme y seguir a partir de ahí.

Sus mejillas se encienden de indignación. No puede creer lo que está oyendo, mi atrevimiento, que espere que me deje pasar después de aparecer en su puerta sin previo aviso, después de tantos meses sin comunicación alguna. Prácticamente oigo los pensamientos que se agolpan en su mente, aunque me he prometido no escuchar a hurtadillas. Pero no necesito escuchar a hurtadillas cuando puedo ver la energía que irradia a su alrededor y que lanza destellos y chispas en una marea creciente de furia.

Aun así, abre más la puerta y, con un gesto, me indica que pase. Me sigue hasta la salita, donde ocupo uno de los mullidos sillones y observo cómo Muñoz y ella se colocan uno junto al otro en el sofá que está enfrente.

—¿Te apetece beber algo? —pregunta mi tía con voz tensa mientras vuelve a ponerse en pie de un salto. Incapaz de contener su propia energía nerviosa y sin saber cómo afrontar mi presencia inesperada, se pone directamente en modalidad de anfitriona, un papel que domina a la perfección.

—Agua —digo, y veo que frunce el entrecejo. No está acostumbrada a verme beber nada que no sea el elixir e ignora que han pasado unos seis meses desde mi último sorbo—. Un poco de agua me vendría muy bien, gracias.

Retrocedo poco a poco en mi sillón y cruzo los tobillos mientras ella se dirige a la cocina y Muñoz se arrellana en el sofá con los brazos extendidos sobre los cojines, en el gesto cómodo y relajado de un hombre que está en su propia casa.

—No te esperábamos —comenta con voz cauta, sin saber qué pensar de mi presencia y preocupado por el motivo que me trae aquí.

Recorro la salita con la mirada. Me alivia hallarla igual después de que hayan cambiado tantas otras cosas. Luego miro mi ropa asquerosa y enseguida manifiesto en su lugar unas prendas de vestir limpias.

—Ever… —Muñoz continúa hablando en voz baja para que Sabine no pueda oírle—. No creo que sea buena idea…

Miro el vestido azul y las sandalias de cuero beige que acabo de manifestar y me encojo de hombros. Empiezo a tamborilear con los dedos sobre los brazos tapizados de mi sillón cuando digo:

—Escucha, puede que necesite tu ayuda en esta ocasión, así que, por favor, trata de confiar en mí. No estoy aquí para continuar con la discusión o algo peor. Solo quiero aclarar unas cuantas cosas antes de que sea demasiado tarde y ya no pueda hacerlo.

Me mira con expresión alarmada, a punto de pedirme una explicación, cuando Sabine vuelve a la habitación, me pone en las manos un vaso de agua y ocupa su lugar junto a él.

Cruzo y descruzo las piernas, me paso las manos por la falda del vestido hasta que el dobladillo casi me toca las rodillas. Una serie de gestos carentes de sutileza que prácticamente le suplican que se fije, que pregunte cómo me las he arreglado para cambiarme de ropa tan deprisa, que diga algo, lo que sea. Pero una negación tan arraigada como la suya es difícil de vencer.

Difícil, pero no imposible.

No puedo permitirme creer que es imposible. De lo contrario, mi presencia aquí no tiene sentido.

A sabiendas de que es mejor tomar la iniciativa, la miro y digo:

—Te he echado de menos.

Incómoda, asiente con la cabeza y se inclina hacia Muñoz, que le pasa el brazo por los hombros y se los aprieta en un gesto tranquilizador. Pero lo único que consigue responder es:

—Bueno, ¿vas a contarme dónde has estado?

Atónita ante su reacción, aprieto los labios, aunque supongo que se figura que el coste emocional de reconocer que también me ha echado de menos resulta demasiado alto. Pero no pasa nada. Aunque no lo reconozca, sé que me ha echado de menos. Lo veo en los destellos levemente rosados que lanza su aura en medio de todo ese rojo que todavía colea.

Las auras nunca mienten. Solo las personas lo hacen.

—He estado en Summerland —digo, mirándoles a ambos.

—¿En Santa Bárbara? —replica, dedicándome una mirada escéptica que me impulsa a aclarar las cosas.

—No. No me refiero al pueblecito costero que está en Santa Bárbara, sino al verdadero Summerland. El primer Summerland. La dimensión mística que existe entre esta y la que se encuentra más allá.

Muñoz se pone tenso, con el cuerpo alerta, preparado para lo peor. Sabine adopta un gesto sombrío con la boca y entorna los ojos al decir:

—No lo comprendo.

Me inclino hacia delante, deslizándome rápidamente hacia el borde mismo de mi asiento, diciendo:

—Lo sé. Créeme, lo entiendo muy bien. Hay mucho que asimilar, sobre todo la primera vez que lo oyes. A mí me pasó lo mismo. Opté por negarlo durante mucho tiempo. Hasta que ya no pude. También sé que a ti te resultará aún más difícil debido a tu reticencia a creer en nada que te cree incomodidad, y a que prefieres desechar todo lo que no veas suceder delante de ti. Pero el motivo por el que he decidido confiarme a ti de todos modos, a pesar de la lucha titánica que me espera, es que estoy cansada de mentir y fingir todo el tiempo. Estoy cansada de esconderte cosas. Pero, sobre todo, estoy cansada de tener que esforzarme por ser una versión falsa de mí misma para que puedas continuar creyendo lo que te resulta más cómodo creer. —Hago una breve pausa, para darle la oportunidad de responder, pero parece tan fría e impasible como siempre, así que me apresuro a continuar—: Desde que me marché, las dos primeras semanas las pasé en casa de Damen. Y sé que lo sabes porque sé que él te lo dijo. Pero lo que seguramente no sabes es que estaba decidida a no volver jamás. Había jurado irme muy lejos después de la graduación y no verte nunca más. Y no es porque quisiera vengarme o tratase de castigarte; a pesar de lo que puedas pensar, no te guardaba rencor. El motivo por el que tenía previsto dejarte para siempre es que creía que la vida de ambas sería más fácil. Pero ahora las cosas han cambiado, o al menos están a punto de cambiar muchísimo… —Trago saliva con fuerza, le echo un vistazo a Muñoz y veo que asiente con la cabeza, animándome a seguir—. Pero, antes de que ese enorme cambio pueda tener lugar, quería sincerarme contigo. Quería intentar por última vez que lo creyeses.

—¿Y qué se supone que tengo que creer? —pregunta, aunque deduzco del arco desafiante de sus cejas y de su tono retador que ya lo sabe.

—Quiero que creas que no soy simplemente una adolescente chalada, patética y necesitada de atención que ha quedado tan marcada por la pérdida de su familia que finge tener poderes psíquicos. Necesito que creas que no soy una charlatana embaucadora que se gana la vida timando a la gente. Y el motivo por el que necesito que creas eso es que es la verdad. Tengo poderes paranormales. Puedo leer los pensamientos de otras personas. También puedo ver la vida entera de una persona con un mero contacto, del mismo modo que puedo ver las auras y comunicarme con todos los espíritus fantasmales que deciden quedarse en el plano terrestre más tiempo del que deberían. Y, además de eso, también soy inmortal.

Hago una pausa para que mi tía pueda asimilar mis palabras, para que mi confesión surta todo su efecto. Sé que puedo continuar cuando su aura empieza a llamear con tanta fuerza que me sorprende que no le salga humo por la nariz y las orejas.

—En cuanto a ese zumo rojo que siempre bebo —continúo, mirándola con la cabeza ladeada—, resulta que es el elixir de la vida eterna. El que el ser humano ha buscado a lo largo del tiempo. Damen es una de las pocas personas que consiguieron descubrir la fórmula secreta hace más de seiscientos años.

—Ever, si crees que estoy… —Niega con la cabeza, demasiado furiosa para completar siquiera su propia frase, aunque consigue pensarla, y esta vez sintonizo su mente, ya que podría contribuir a probar lo que digo.

La miro a los ojos y la observo con detenimiento mientras repito despacio esas palabras que no ha pronunciado:

—No, la verdad es que no creo que estés «dispuesta a considerar algo tan esperpéntico, tan ridículo, tan inverosímil, tan… triste, ni siquiera por un instante».

Veo que abre los ojos asombrada, pero se apresura a desechar la emoción, asegurándose a sí misma que lo que estaba pensando era evidente. Y aunque lo era, no pienso detenerme ahí.

—Y si eso no te convence, tal vez tenga que advertirte que voy a echar mano de todos mis recursos para demostrarte que no miento. No estoy loca ni soy una farsante necesitada de atención. Voy a mostrarte exactamente de qué soy capaz, cosa que debería haber hecho hace mucho tiempo. Y si no lo he hecho hasta ahora ha sido porque ninguna de nosotras estaba preparada. Pero ahora lo estamos. O por lo menos yo lo estoy, y creo que tú también. Y en cuanto a Muñoz —digo, dirigiendo mi atención al profesor—, ya lo sabe. De hecho, hace algún tiempo que lo sabe.

Sabine se vuelve hacia Muñoz con mirada implorante. Pero él se limita a inspirar hondo y a asentir, centrando en mí de nuevo la atención de mi tía cuando dice:

—Es verdad. Sabine, cariño, Ever no está mintiendo. Posee unos poderes que resultan más que asombrosos. Lo único que te pido es que le des una oportunidad. Trata de mirar y escuchar sin formarte ideas preconcebidas, y creo que te sorprenderá lo que veas. Y si no, si sigues decidiendo no creer… —La mira, confiando claramente en que no sea así—. Bueno, en ese caso, la decisión es tuya. Sin embargo, por el momento, ¿por qué no tratas de ampliar tus horizontes con toda una nueva serie de ideas que tal vez nunca hayas considerado?

Mi tía cruza los brazos y las piernas, adoptando una postura que, en términos de lenguaje corporal, revela una actitud bastante desalentadora. A continuación, centra su mirada recelosa en mí cuando digo:

—Para empezar, ¿qué llevaba puesto cuando me has abierto la puerta? —Sabine entorna los ojos y su mirada recorre mi cuerpo en una inspección completa; cuando se niega a responder, cuando se limita a cerrarse aún más, digo—: ¿Es lo mismo que llevo ahora?

Incómoda, cambia de posición en el sofá. Sin embargo, se niega a contestar, cosa que, en lo que a mí respecta, ya es contestación suficiente.

—¿O era esto? —pregunto, manifestando la ropa asquerosa que llevaba puesta cuando he llegado aquí, si bien esa visión no desencadena ninguna reacción por parte de Sabine—. ¿O tal vez era esto otro? —sugiero, al tiempo que manifiesto un vestido de seda de color verde oscuro que es idéntico al que llevo en el cenador cada vez que Damen y yo regresamos a las escenas de mi vida londinense, a aquella época en que era la acaudalada y consentida muchacha llamada Chloe.

Opto por quedarme así, sentada ante ella, vestida con una muestra brillante y reluciente de las mejores galas que se llevaban hace siglos. Deseo con todas mis fuerzas que diga algo, lo que sea, pero no lo hace. Se muestra completamente reacia a dar su brazo a torcer, ceder un poco y abandonar las ideas a las que se ha aferrado durante tanto tiempo.

—Mis poderes no solo me permiten cambiar instantáneamente de ropa —digo—. Me resulta igual de fácil manifestar un elefante.

Entonces cierro los ojos y hago eso mismo. Contengo una carcajada cuando veo el esfuerzo que hace para mantener la serenidad. Está tan entregada a sus rígidas opiniones que se niega a reaccionar de ningún modo cuando aparece un elefante a su lado y hace oscilar la trompa ante ella.

—Además, puedo manifestar flores —añado, cubriendo la mesita de café con una enorme pila de narcisos de un amarillo vivo—. También puedo manifestar joyas. —Cierro los ojos, y cuando los abro de nuevo Sabine va cargada de diamantes, rubíes y esmeraldas, y sin embargo, eso la vuelve aún más impasible—. Hasta puedo manifestar coches, barcos, casas y cualquier cosa que te puedas imaginar. No hay prácticamente nada fuera de mi alcance; bueno, salvo las personas. No se puede manifestar a una persona porque no se puede manifestar un alma, aunque se puede manifestar su imagen, como hice una vez con Orlando Bloom. —Sonrío un instante al recordar ese momento y la reacción que tuvo Damen cuando vio lo que había hecho—. Lo que no puedo manifestar, por más que lo intente, es tu disposición a dejar de negar lo que ves con tus propios ojos. A eso se le llama libre albedrío, y solo te pertenece a ti.

Inclina la barbilla y entorna los ojos. Su mirada es furiosa y desafiante, aunque su tono revela miedo:

—¡No sé qué pretendes, Ever, pero esto tiene que acabarse! Tienen que acabarse los… —Mira a su alrededor y busca la palabra adecuada—. ¡Tienen que acabarse los trucos de magia ahora mismo!

La veo tan agitada, tan afligida, que me apresuro a hacer lo que me pide. Asiento con la cabeza y parpadeo hasta que desaparece el último rastro, hasta que todo regresa de nuevo a la normalidad, incluyendo mi vestimenta, que vuelve a estar formada por el vestido azul y las sandalias de color beige, prendas mucho más cómodas aunque mucho menos impresionantes.

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