Mis ojos arden de agonía y mis dientes rechinan por el terrible dolor al ser desollada. Me aseguro a mí misma que, si no se cura ahora, lo hará con el tiempo. En cuanto pueda localizar un afloramiento de rocas, algo tangible a lo que agarrarme, algo que detenga este descenso. En cuanto pueda llegar hasta el fruto y volver a una parte mejor de Summerland.
Mi cuerpo es un tobogán de sangre, carne y hueso que continúa cayendo a toda velocidad por el acantilado. Justo cuando estoy segura de que no puedo soportar ni un segundo más, me quedo enganchada en algo, algo que sobresale y me golpea con fuerza el pie, me apuñala en la rodilla y me aporrea tan fuerte en las tripas que me deja sin aliento antes de pincharme justo en la base del cuello. En el último momento extiendo los brazos hacia arriba, lo agarro e impido que me arranque la cabeza.
Sé que es mi única oportunidad. Sé que es imposible que sujete a la vez mi paracaídas improvisado y esta extraña especie de afloramiento. Cierro los ojos y suelto.
La corriente de aire se lleva al instante mi chaqueta. Mis manos se agarran en la oscuridad y deposito toda mi confianza en esta protuberancia rara y puntiaguda que ni siquiera veo.
Mis dedos la rodean, se enroscan a su alrededor tan fuerte como pueden. Las palmas de mis manos se arañan y despellejan cuando mi peso me arrastra hacia abajo, a lo largo de ella.
Hacia abajo.
Más todavía.
Tan lejos y tan rápido que solo ruego que acabe pronto. Sé que si me suelto volveré a estar donde empecé: surcando en caída libre el espacio negro y vacío, aunque esta vez sin mi mochila, sin ninguna herramienta que me ayude. Hago todo lo posible por borrar esos pensamientos de mi mente. Mi cuerpo se detiene de golpe y me encuentro oscilando del extremo de esta cosa extraña.
En el aire, con las piernas moviéndose descontroladamente bajo mi cuerpo, me agarro mejor, cambio de posición y utilizo para subir mis rodillas despellejadas junto con esta cosa desconocida.
Al principio voy despacio. Muy, muy despacio. Esto me recuerda la época en que tenía que trepar por una cuerda en clase de gimnasia. Cuando solo era una mortal más. Cuando, aparte de ser animadora, no tenía ningún nivel atlético digno de mención. Cada centímetro parece una lección: supero un dolor insoportable a fin de depositar mi confianza en algo que ni siquiera veo. Mi avance se mide en centímetros, y al final llego lo bastante cerca de la cima para ser recompensada con un rayo de luz diminuto pero suficiente para revelarme qué es exactamente lo que me ha salvado.
Es una raíz.
La raíz larga y espigada de un árbol.
La raíz larga y espigada que pertenece al árbol que he estado buscando. Lo sé de forma instintiva.
El Árbol de la Vida me ha salvado.
E
n cuanto llego a la parte superior, en cuanto me levanto por encima del saliente y me tumbo boca abajo, jadeando entre el polvo, me pongo en pie de un salto y corro como el viento.
Ignorando el dolor punzante que salpica mis piernas y mis pies maltrechos, recurro a todos y cada uno de los poderes de inmortal que tengo para que me ayuden a encontrar con cierta velocidad el camino a lo largo de la raíz. A veces tropiezo, a veces me caigo, pero siempre vuelvo a levantarme y sigo adelante. Sé que debo llegar allí antes de que sea demasiado tarde; sé que voy tan rezagada que no tengo tiempo que perder.
Me las arreglo sin mi linterna, que debe de seguir bajando por la grieta en caída libre junto con mi mochila, y me abro paso a través de la niebla hasta que el sendero se vuelve menos traicionero, más llevadero, hasta que al final es solo cuestión de sobrevivir a la subida, tirar de mí misma y dejar que mi cuerpo se adapte a la altitud creciente.
Una altitud creciente como jamás he experimentado.
Una altitud creciente que me deja mareada y sin aliento, y que sin duda requeriría un uso ilimitado de una bombona de oxígeno si estuviese en el plano terrestre.
Y antes de poder llegar a verlo, sé que estoy cerca.
Está en el cielo ensombrecido, que comienza a brillar y a resplandecer.
Está en la bruma, que comienza a vibrar y a palpitar.
Bulle de un espectro entero de colores, un arcoíris de azules, rosados, anaranjados e intensos púrpuras chispeantes. Todo posee un brillo trémulo hecho con las más bellas motas de plata y oro.
Avanzo deprisa siguiendo la inmensa raíz, observando cómo sube y crece. Se vuelve más alta y ancha a medida que se mezcla con las demás raíces, enmarañándose y superponiéndose en un complejo sistema que, a juzgar por lo que veo, parece serpentear a lo largo de una tremenda distancia antes de alcanzar un tronco enorme que justo ahora vislumbro.
Me detengo un momento sin aliento, tanto por el panorama que resplandece ante mí como por la subida. Abarco toda su gloriosa visión, su anchura asombrosa, las ramas que se alzan en el cielo hasta una altura increíble, las hojas relucientes que primero parecen verdes y luego doradas, el aura vibrante que emana a su alrededor. Observo que el aire se ha vuelto más cálido a pesar de la altitud, que debería causar el efecto contrario.
—Así que es esto —susurro para mí. Mi voz sumida en una especie de trance suena cargada de asombro. La emoción que me embarga ante esos colores ha hecho que momentáneamente olvidase a mis enemigos, olvidase mi dolor.
Al menos por el momento, soy una pionera, una peregrina, una fundadora de esta gloriosa frontera. Estoy tan llena de asombro por lo que ven mis ojos que me quedo total y absolutamente sin habla. Ninguna palabra podría jamás hacerle justicia.
Creía que los Grandes Templos del Conocimiento eran extraordinarios, pero esto… En fin, nunca he visto nada así. Nunca he visto nada tan magnífico.
Pero mi sobrecogimiento no tarda en dar un giro y vuelvo a estar en guardia. La sospecha se apropia rápidamente de mi mirada inicial de estupefacción mientras recorro la zona con la vista y la observo con detenimiento, buscando indicios de mis compañeros de viaje.
Recuerdo cómo brillaba la amenaza velada en los ojos de Rafe cuando ha reivindicado la posesión del fruto, y sé que la mejor forma de vencerles es sorprenderles, cogerles distraídos. Pillarles totalmente desprevenidos.
Lo mejor es no hacer ruido, moverse sigilosamente para que no haya ni el más leve indicio de que he regresado.
Avanzo por la larga y serpenteante maraña de raíces hasta que por fin he progresado lo suficiente para tener una visión más clara del enorme tronco. Su anchura tiene el tamaño de un edificio; sus ramas llegan tan alto que parece un rascacielos de la naturaleza. Y acabo de alcanzar su base cuando los veo.
Los veo con un aspecto tan maltrecho y ensangrentado como el que debo de tener yo, y sé que se lo han hecho unos a otros, que han luchado a brazo partido para ser los primeros en llegar. Y a pesar de que Misa y Marco lo superan en número, parece que Rafe ha ganado.
Se aferra a una rama que se alza unos metros más arriba de aquella de la que oscilan Misa y Marco en este momento.
Y por si la visión de eso no fuese lo bastante mala, por si el hecho de que se las hayan arreglado para ganarme por tanta diferencia no fuese suficiente para hundirme del todo, lo peor es que Rafe no solo nos ha ganado a todos, sino que ahora sostiene el fruto en su mano.
Lo ha logrado.
Ha conseguido lo que nosotros no hemos podido conseguir.
Lo veo en su sonrisa de victoria. Lo oigo en su grito triunfante.
Él ha ganado.
Nosotros hemos perdido.
Yo he perdido.
Y deben pasar mil años para que tengamos otra oportunidad.
Sin embargo, la evidente derrota no me impide trepar como loca por uno de los lados. Mis dedos se clavan en la corteza mientras mis pies buscan desesperadamente un punto de apoyo. Aunque está claro que la partida ha terminado, aunque está claro que Rafe es el vencedor, me niego a rendirme, me niego a renunciar.
No me robará mi destino.
No me arrebatará mi última oportunidad de arreglar las cosas con el universo.
No esperaré durante mil años más.
Sus ojos se posan en mí. Parece divertido por mi esfuerzo. Levanta el fruto en el aire, lo bastante alto para que todos lo veamos, y hace una pausa, saboreando el momento de victoria.
Su sonrisa es amplia, y sus ojos no se apartan de los míos ni una sola vez mientras introduce el fruto entre sus dientes y muerde.
M
e aferro a mi rama. No quiero mirar, y sin embargo soy incapaz de apartar los ojos. Me siento abrumada por la vergüenza y la humillación de haber sido derrotada, horrorizada al darme cuenta de que he fracasado en la única cosa para la que nací.
Mi cuerpo está reducido a una desastrosa masa palpitante y sangrante, mi alma gemela está convencida de que le he abandonado y Rafe se esfuerza por demostrar que le gusta el fruto.
¿Y para qué?
¿Qué sentido ha tenido todo?
¿Por qué luchar tanto? ¿Por qué tener éxito en todos y cada uno de los pasos para acabar fracasando en lo que cuenta más que todo lo demás?
Este amargo sabor de la derrota me recuerda lo que una vez le dije a Damen después de confesar toda la horrible historia que había detrás de mi frustrado episodio de viaje en el tiempo: «A veces el destino queda fuera de nuestro alcance».
Y me sorprende comprobar que ya no suena cierto.
Mi destino sigue siendo muy factible.
De ningún modo acaba aquí.
Doy un salto.
Ignoro el dolor que grita en mi cuerpo, ignoro la protesta de mis músculos, de las palmas de mis manos, ensangrentadas y en carne viva. Doy un salto tan alto como puedo, agarro la rama que está justo encima de mí y luego la que se encuentra encima de esa. Me balanceo como un ágil mono, hasta que solo estoy una rama por debajo de Misa y Marco, que ahora están a solo una rama de Rafe.
Y cuando Rafe nos sorprende a todos saltando desde su rama hasta la de ellos veo que su rostro sigue envejecido, sigue marcado por el tiempo, y sin embargo no puede negarse su resplandor. Está verdaderamente radiante; tiene un aura brillante. Es toda la prueba que necesito para saber que ha funcionado: su inmortalidad ha sido anulada. Deja caer en las palmas extendidas de Misa lo poco que queda del fruto y baja hasta el suelo mientras yo me subo a la rama en la que se hallan ahora.
Me dirijo hacia ellos. Me encojo al oír que la rama cruje amenazadoramente por la tensión de nuestro peso combinado, aunque ellos no parecen darse cuenta, no parecen preocuparse. Están demasiado distraídos por la visión del fruto y la voz distante de un Rafe que chilla y grita de regocijo mientras desciende por las raíces.
—No te acerques más —dice Marco al fijarse en mí.
Me quedo completamente inmóvil. No porque él me lo haya dicho, sino porque mis ojos acaban de advertir algo inusual, algo que nunca hubiera esperado ver.
—Quédate donde estás —añade.
Le echa un vistazo a Misa y le indica con un gesto que proceda. Contemplo cómo su hermana introduce el fruto entre sus labios. Sus dientes blancos y brillantes desgarran la carne dura y aterciopelada mientras cierra los ojos. Dedica un momento a saborearlo y se lo pasa a Marco, el cual me mira y dice:
—Si me sintiera generoso, si me preocuparas lo más mínimo, compartiría este último bocado. Después de todo, parece que hay suficiente para ambos, ¿no estás de acuerdo?
Me muerdo el labio inferior, confiando en que esté demasiado enfrascado en sus pullas para prestar atención al milagro que se está produciendo a pocas ramas de distancia.
«¿Es lo que yo creo?»
«¿Podría serlo de verdad?»
«¿Debería confiar en lo que me dice mi intuición?»
«¿Debería confiar en algo que va contra todo mito, contra todo el conocimiento que he adquirido acerca de este árbol?»
«¿O tiro al suelo a Marco aquí mismo, ahora mismo? ¿Consigo ese último trozo de fruto mientras puedo, a sabiendas de que ellos están tan ensangrentados, destrozados y debilitados como yo?»
Marco lo sostiene ante sí, burlón, sarcástico, separando los labios de forma exagerada. Y sé que ha llegado el momento de elegir, de decidir entre lo que me han contado y lo que veo suceder ante mí, cuando dice:
—Pero resulta que no me siento nada generoso hacia ti, así que creo que aprovecharé la oportunidad de acabarme este último trozo.
Un paso adelante, mientras se mete el fruto en la boca.
Otro paso, salvando la distancia entre nosotros, mientras cierra los ojos y muerde.
La visión se difumina por el sonido de la voz de Loto en mi cabeza cuando dijo: «El árbol fructifica siempre».
Me detengo. Pierdo pie. Me encuentro cayendo vertiginosamente hacia el suelo. Mi caída es detenida pocas ramas más abajo por una maraña de hojas. Marco me mira desde lo alto y, con gestos teatrales, se traga el bocado y se limpia con la manga el jugo que le corre por la barbilla.
Les observo y me doy cuenta de que se han transformando del mismo modo que Rafe. Aunque siguen envejecidos, sus auras resplandecen de forma vibrante y vívida, dándoles un aspecto luminoso mientras se toman de las manos y bajan del árbol. No me prestan ninguna atención al pasar por mi lado, pero ya no me importa. Mi atención se ve atraída por algo que son demasiado cortos de vista para ver, algo que lo cambia todo.
Es el fruto.
La absoluta abundancia de frutos.
Resulta que el Árbol de la Vida no da una sola pieza cada mil años, tal como cuenta la leyenda; por cada pieza arrancada aparece una nueva en su lugar.
Y de pronto entiendo lo que mi instinto me decía; entiendo a qué se refería Loto al decir que el árbol fructificaba siempre.
De pronto comprendo qué significa cuando dicen que vivimos en un universo abundante que nos ofrece todo lo que necesitamos, que la única escasez que existe es la que creamos en nuestra propia mente.
Voy ascendiendo, orientándome hasta el lugar en el que el nuevo fruto cuelga maduro y bien formado. A continuación me arranco de un tirón la camiseta de manga corta, ensangrentada y andrajosa, dejando a la vista la camiseta de tirantes blanca, igualmente ensangrentada y andrajosa, que llevo debajo. Aliso la tela contra mi regazo, arranco ese fruto solitario, lo coloco en el centro y luego espero. Confío en no equivocarme, confío en que sea tal como yo creo que va a ser, y sonrío como una enajenada cuando unos minutos más tarde aparece otro fruto en su lugar. También lo arranco. Repito la tarea una y otra vez hasta que mi camiseta está tan llena que ya no cabe más. Doblo las esquinas, las ato y me la cargo al hombro como improvisada mochila.