Read Del amor y otros demonios Online
Authors: Gabriel García Márquez
Don Rodrigo de Buen Lozano era un asturiano maduro y apuesto, campeón de pelota vasca y de tiro a la perdiz, que compensaba con sus gracias los veintidós años que le llevaba a la esposa. Se reía con todo el cuerpo, aun de sí mismo, y no perdía ocasión de demostrarlo. Desde que percibió las primeras brisas del Caribe, cruzadas de tambores nocturnos y fragancias de guayabas maduras, se quitó los atuendos primaverales y andaba despechugado por entre los corrillos de las señoras.
Desembarcó en mangas de camisa, sin discursos ni alardes de lombardas. En honor suyo se autorizaron fandangos, bundes y cumbiambas, aunque estaban prohibidos por el obispo, y corralejas de toros y peleas de gallos en descampado.
La virreina era casi adolescente, activa y un poco díscola, e irrumpió en el convento como un ventarrón de novedad. No hubo rincón que no registrara, ni problema que no entendiera, ni nada bueno que no quisiera mejorar. En el recorrido del convento quería agotarlo todo con la facilidad de una primeriza. Tanto, que la abadesa creyó prudente ahorrarle la mala impresión de la cárcel.
—No vale la pena —, le dijo.
—Sólo hay dos reclusas, y una está poseída por el demonio —.
Bastó decirlo para despertar su interés. De nada le valió que las celdas no hubieran sido preparadas ni las reclusas advertidas. Tan pronto como se abrió la puerta, Martina Laborde se arrojó a sus pies con una súplica de perdón.
No parecía fácil después de una fuga frustrada y otra conseguida. La primera la había intentado seis años antes, por la terraza del mar, con otras tres monjas condenadas por distintas causas y con diversas penas. Una lo logró. Fue entonces cuando clausuraron las ventanas y fortificaron el patio bajo la terraza. El año siguiente, las tres restantes amarraron a la guardiana, que entonces dormía dentro del pabellón, y escaparon por una puerta de servicio. La familia de Martina, de acuerdo con su confesor, la devolvió al convento. Durante cuatro años largos siguió siendo la única presa, y no tenía derecho a visitas en el locutorio ni a la misa dominical en la capilla. De modo que el perdón parecía imposible. Sin embargo, la virreina prometió interceder ante el esposo.
En la celda de Sierva María el aire estaba todavía áspero por la cal viva y los resabios del alquitrán, pero había un orden nuevo. Tan pronto como la guardiana abrió la puerta, la virreina se sintió hechizada por un soplo glacial. Sierva María estaba sentada, con la túnica raída y las chinelas sucias, y cosía despacio en un rincón iluminado por su propia luz. No levantó la vista hasta que la virreida la saludó. Ésta percibía en su mirada la fuerza irresistible de una revelación. —Santísimo Sacramento —, murmuró, y dio un paso dentro de la celda.
—Cuidado —, le dijo la abadesa al oído. —Es como una tigra — .
La agarró del brazo. La virreina no entró, pero la sola visión de Sierva María le bastó para hacerse al propósito de redimirla.
El gobernador de la ciudad, que era soltero y mariposón, le ofreció al virrey un almuerzo de hombres solos. Tocó el cuarteto de cuerda español, tocó un conjunto de gaitas y tambores de San Jacinto, y se hicieron danzas públicas y mojigangas de negros que eran parodias procaces de los bailes de blancos. A los postres, una cortina se abrió en el fondo de la sala, y apareció la esclava abisinia que el gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba vestida con una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez. Después de mostrarse de cerca a la concurrencia ordinaria se detuvo frente al virrey, y la túnica resbaló por su cuerpo hasta los pies.
Su perfección era alarmante. El hombro no había sido profanado por el hierro de plata del traficante, ni la espalda por la inicial del primer dueño, y toda ella exhalaba un hálito confidencial. El virrey palideció, tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su memoria la visión insoportable.
—Llévensela, por el amor de Nuestro Señor —, ordenó.
—No quiero verla más en el resto de mis días — .
Tal vez como represalia por la frivolidad del gobernador, la virreina presentó a Sierva María en la cena que la abadesa les ofreció en su comedor privado. Martina Laborde les había advertido: —No traten de quitarle los collares y las pulseras, y verán lo bien que se porta —. Así fue. Le pusieron el traje de la abuela con que llegó al convento, le lavaron y peinaron la cabellera suelta para que le arrastrara mejor, y la virreina misma la llevó de la mano a la mesa del esposo. Hasta la abadesa quedó asombrada de su prestancia, de su luz personal, del prodigio de la cabellera. La virreina murmuró al oído del esposo:
—Está poseída por el demonio —.
El virrey se resistió a creerlo. Había visto en Burgos una energúmena que defecó sin pausas toda una noche hasta rebosar el cuarto. Tratando de evitarle a Sierva María un destino semejante, la encomendó a sus médicos. Estos confirmaron que no tenía ningún síntoma de la rabia, y coincidieron con Abrenuncio en que ya no era probable que la contrajera. Sin embargo, nadie se creyó autorizado para dudar de que estuviera poseida por el demonio.
El obispo aprovechó la fiesta para reflexionar sobre el memorial de la abadesa y la situación final de Sierva María. Cayetano Delaura, a su vez, intentó la purificación previa al exorcismo, y se encerró a cazabe y agua en la biblioteca. No lo consiguió. Pasó noches de delirio y días en vela escribiendo versos desaforados que eran su único sedante para las ansias del cuerpo.
Algunos de esos poemas se encontraron en un legajo apenas descifrable cuando la biblioteca fue desmantelada casi un siglo después.
El primero, y el único legible por completo, era el recuerdo de sí mismo a los doce años, sentado sobre su baúl de escolar bajo una tenue llovizna de primavera, en el patio empedrado del seminario de Ávila. Acababa de llegar después de varios días de mula desde Toledo, con un vestido de su padre arreglado a su medida, y aquel baúl que pesaba dos veces más que él, porque su madre había puesto dentro cuanto le hiciere falta para sobrevivir con honra hasta el final del noviciado. El portero ayudó a ponerlo en el centro del patio, y allí lo abandonó a su suerte bajo la llovizna.
—Llévalo al tercer piso —, le dijo.
—Allá te indicaran cuál es tu lugar en el dormitorio —.
En un instante el seminario en pleno estaba asomado a los balcones del patio, pendiente de lo que él haría con el baúl, como el protagonista único de una obra de teatro que sólo él ignoraba. Cuando comprendió que no contaba con nadie, sacó del baúl las cosas que podía llevar en los brazos, y las subió al tercer piso por las empinadas escaleras de piedra viva. El pasante le indicó su lugar en las dos hileras de camas del dormitorio de novicios. Cayetano puso sus cosas encima de la cama, volvió al patio y subió cuatro veces más hasta terminar. Por último agarró de la manija el baúl vacío y lo subió a rastras por las escaleras.
Los maestros y alumnos que lo veían desde los balcones no se volvían a mirarlo cuando pasaba por cada piso. Pero el padre rector lo esperó en el rellano del tercero cuando subió con el baúl, e inició los aplausos. Los demás lo imitaron con una oración. Cayetano supo entonces que había sortear con creces el primer rito de iniciación del seminario, que consistía en subir el baúl hasta el dormitorio sin preguntar nada y sin ayuda de nadie. La rispidez de su ingenio, su buena índole y el temple su carácter fueron proclamados como ejemplo para el noviciado.
Sin embargo, el recuerdo que más había demarcarlo fue su conversación de esa noche en la oficina del rector. Lo había citado para hablarle del único libro que encontraron en su baúl, descosido, incompleto y sin carátulas, tal como él lo rescató por azar de unos cajones de su padre. Lo había leído hasta donde pudo en las noches del viaje, estaba ansioso por conocer el final. El padre recto quería saber su opinión.
—Lo sabré cuando termine de leerlo —, dijo él.
El rector, con una sonrisa de alivio, lo guardó bajo llave.
—No lo sabrás nunca —, le dijo. —Es un libro prohibido —.
Veintiséis años después, en la umbría biblioteca del obispado, cayó en la cuenta de que había leído cuantos libros pasaron por sus manos, autorizados o no, menos aquél. Lo estremeció la sensación de que una vida completa terminaba aquel día. Otra, imprevisible, empezaba.
Había iniciado sus oraciones de la tarde, al octavo día de ayuno, cuando le anunciaron que el obispo lo esperaba en la sala para recibir al virrey.
Era una visita imprevista, aun para el virrey, a quien se le ocurrió a destiempo en el curso de su primer paseo por la ciudad. Tuvo que contemplar los tejados desde la terraza florida mientras llamaban de urgencia a los funcionarios más cercanos y ponían un poco de orden en la sala.
El obispo lo recibió con seis clérigos de su estado mayor. A su diestra sentó a Cayetano Delaura, a quien presentó sin más título que su nombre completo. Antes de empezar la charla el virrey revisó con una mirada de conmiseración las paredes descascaradas, las cortinas rotas, los muebles artesanales de los más baratos, los clérigos empapados de sudor dentro de sus hábitos indigentes. El obispo, tocado en el orgullo, dijo: —Somos hijos de José el carpintero —. El virrey hizo un gesto de comprensión, y se lanzó aun recuento de sus impresiones de la primera semana. Habló de sus planes ilusorios para incrementar el comercio con las Antillas inglesas una vez restañadas las heridas de la guerra, de los méritos de la intervención oficial en la educación, de estímulos a las artes y las letras para poner
estos suburbios coloniales a tono con el mundo.
—Los tiempos son de renovación —, dijo.
El obispo comprobó una vez más la facilidad del poder terrenal. Tendió hacia Delaura su índice tembloroso, sin mirarlo, y dijo al virrey:
—Aquí el que se mantiene al corriente de esas novedades es el padre Cayetano —
El virrey siguió la dirección del índice, y se encontró con el semblante lejano y los ojos atónitos que lo miraban sin pestañear. Le preguntó a Delaura con un interés real:
—¿Has leído a Leibniz? — .,
—Así es, excelencia —, dijo Delaura, y precisó:
—Por la índole de mi cargo —.
Al final de la visita se hizo evidente que el interés mayor del virrey era la situación de Sierva María. Por ella misma, explicó, y por la paz de la abadesa, cuya tribulación lo había conmovido.
—Todavía carecemos de pruebas terminantes, pero las actas del convento nos dicen que esa pobre criatura está poseída por el demonio —, dijo el obispo.
—La abadesa lo sabe mejor que nosotros —.
—Ella piensa que habéis caído en una trampa de Satanás —, dijo el virrey.
—No sólo nosotros, sino la España entera —, dijo el obispo.
—Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas — .
Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y estos con negros de toda laya, hasta los mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios. A pesar del estorbo de su respiración y de su tosecita de viejo, terminó sin concederle una pausa al virrey:
—¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo? —
El virrey estaba demudado.
—El desencanto de Su Señoría Ilustrísima es de suma gravedad —, dijo.
—No lo vea así Su Excelencia —, dijo el obispo de muy buen modo. —Trato de hacer más evidente la fuerza de la fe que requerimos para que estos pueblos sean dignos de nuestra inmolación —.
El virrey retomó el hilo.
—Hasta donde entiendo, los reparos de la abadesa son de carácter práctico —, dijo. —Piensa que quizás otros conventos tuvieran mejores condiciones para un caso tan dificil —.
—Pues sepa Su Excelencia que escogimos a Santa Clara sin vacilar,por la entereza, la eficacia y la autoridad de Josefa Miranda —, dijo el obispo. —y Dios sabe que tenemos la razón —.
—Me permitiré transmitírselo —, dijo el virrey.
—Ella lo sabe de sobra —, dijo el obispo. —Lo que me inquieta es por qué no se atreve a creerlo —.
Al decirlo sintió pasar el aura de una crisis de asma inminente, y apresuró el final de la visita. Contó que tenía pendiente un memorial de cargos de la abadesa que prometía resolver con el más ferviente amor pastoral tan pronto como la salud le
diera una tregua. El virrey se lo agradeció, y puso término a la visita con una cortesía personal.
También él sufría de un asma pertinaz, y le ofreció sus médicos al obispo. Éste no lo creyó del caso.
—Todo lo mío está ya en las manos de Dios —, dijo.
—Tengo la edad en que murió la Virgen —.
Al contrario de los saludos, la despedida fue lenta y ceremoniosa. Tres de los clérigos, y entre ellos Delaura, acompañaron al virrey en silencio por los corredores lúgubres hasta la puerta mayor.
La guardia virreinal mantenía a raya a los mendigos con una cerca de alabardas cruzadas. Antes de subir a la carroza, el virrey se volvió hacia Delaura, lo señaló con su índice inapelable, y le dijo:
—No dejes que me olvide de ti —.
Fue una frase tan imprevista y enigmática, que Delaura sólo alcanzó a corresponder con una reverencia.
El virrey se dirigió al convento para contarle a la abadesa los resultados de la visita. Horas después, ya con el pie en el estribo, ya pesar del acoso de la virreina, le negó el indulto a Martina Laborde, porque le pareció un mal precedente para los muchos reos de lesa majestad humana que encontró en las cárceles.
El obispo había permanecido inclinado hacia adelante, tratando de apagar los silbidos de su respiración con los ojos cerrados, hasta que Delaura regresó. Los ayudantes se habían retirado en puntillas y la sala estaba en sombras. El obispo miró en torno suyo y vio las sillas vacías alineadas contra la pared, ya Cayetano solo en la sala. Le preguntó en voz muy baja:
—¿Hemos visto jamás un hombre tan bueno? —
Delaura respondió con un gesto ambiguo. El obispo se incorporó con un movimiento difícil y permaneció apoyado en el brazo de la poltrona hasta que te dominó la respiración. No quiso cenar. Delaura se apresuró a encender un candil para alumbrarle el camino del dormitorio.