—No, por supuesto que no, o lo habrían llevado al psiquiátrico. Pero decididamente tenía esa… pesadez. Una oscuridad, una desesperanza.
Gurney suspiró.
—Por desgracia, no importa lo que pensemos que alguien podría hacer. Solo cuenta lo que dice que va a hacer. —Torció el gesto—. Pero hay algo que me gustaría descubrir. Solo para mi paz mental.
Cogió el móvil y marcó el número de Hardwick. Saltó el buzón de voz.
—Jack, quiero incrementar mi enorme deuda contigo pidiéndote un pequeño favor más. —Aunque por su tono parecía estar de broma, lo cierto es que ya empezaba a deberle demasiado. No obstante, Hardwick era su mejor baza—. Hay un contable en el condado de Orange que se llama Paul Villani. Resulta que es el hijo de Bruno Villani, la primera víctima del Buen Pastor. Me gustaría averiguar si tiene algún arma registrada. Estoy inquieto por él, y me gustaría saber cuánto debería preocuparme. Gracias.
Se sentó a la mesa. De manera ausente se echó una tercera cucharada de azúcar en el café.
—¿Cuánto más dulce mejor? —preguntó Madeleine con una pequeña sonrisa.
Dave se encogió de hombros y siguió revolviendo el café lentamente.
Su mujer ladeó un poco la cabeza y lo observó de una manera que en tiempos lo había turbado, pero que en los últimos años había llegado a gustarle. Empezaba a ver aquel sentirse observado como una expresión de afecto, aunque no supiera muy bien en qué pensaba ella en momentos como ese. Preguntárselo sería como pedirle que definiera su relación, y eso era algo que no podía hacer.
Madeleine cogió la taza con las dos manos, se la llevó a los labios, dio un sorbo y volvió a dejarla con suavidad.
—Bueno, ¿quieres contarme un poco más de lo que está pasando?
Por alguna razón, la pregunta lo pilló por sorpresa.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Por supuesto.
—Hay mucho.
—Te escucho.
—Vale. Pero que conste que tú me lo has pedido.
Se recostó en su silla y habló sin parar durante veinticinco minutos. Habló de todo lo que se le ocurrió, desde la galería de tiro de Roberta Rotker al esqueleto en la puerta de Max Clinter. Al verbalizar todas aquellas ideas, él mismo se sorprendió ante la cantidad de gente peculiar con la que se había encontrado y lo complejo del caso.
—Y finalmente —concluyó—, está la cuestión del granero.
—Sí, el granero —dijo Madeleine, cuya expresión se endureció—. ¿Crees que está relacionado con todo lo demás?
—Creo que sí.
—Así pues, ¿cuál es el plan?
Era una pregunta desagradable, porque la respuesta era que, en verdad, no tenía nada ni remotamente parecido a un plan.
—Husmear en las sombras con una picana eléctrica, ver si alguien grita —dijo—. A lo mejor encender un fuego bajo la vaca sagrada.
—¿Y eso en cristiano qué quiere decir?
—Hay que averiguar si la policía tiene algún hecho sólido al que agarrarse, o si toda la teoría que se ha elaborado respecto al caso del Buen Pastor es tan frágil como me parece.
—¿Por eso quieres encontrarte mañana con el tipo del FBI?
—Sí. El agente Trout. En su cabaña en el Adirondack. En el lago Sorrow.
Justo entonces, acompañados por una ráfaga de aire frío, Kyle y Kim entraron por la puerta lateral.
Al amanecer de la mañana siguiente, Gurney había vuelto a la mesa con su primer café del día. Sentado junto a la puerta cristalera, estaba mirando un murgaño que había capturado una tijereta y la estaba arrastrando por el borde del patio de piedra. La tijereta todavía presentaba pelea. Por un momento, estuvo tentado de intervenir, hasta que se dio cuenta de que su impulso no era amable ni empático. No era nada más que el deseo de eliminar la pelea de su vista. Más pruebas de su…, ¿de su qué? ¿De su gélido egoísmo, de su alma congelada?
—¿Qué pasa?
Levantó la mirada, sobresaltado. Madeleine estaba a su lado, vestida con una camiseta rosa y pantalones cortos verdes de madrás, recién duchada.
—Solo estaba observando los horrores de la naturaleza —dijo.
Ella miró por la puerta cristalera al cielo del este.
—Va a ser un día bonito.
Él asintió, aunque no escuchó su respuesta, pues estaba pensando en otra cosa.
—Antes de irme a la cama anoche, Kyle dijo algo sobre volver a Manhattan esta mañana. ¿Recuerdas si mencionó a qué hora pensaba salir?
—Han salido hace una hora.
—¿Qué?
—Han salido hace una hora. Estabas profundamente dormido. No querían despertarte.
—¿Querían?
Madeleine le miró como sin dar crédito de que aquello le sorprendiera.
—Kim ha de estar en la ciudad esta tarde para grabar una entrevista para
Los huérfanos del crimen
. Kyle la ha convencido para que pasaran el día juntos. No me parece que a ella le haya costado mucho decidirse. De hecho, creo que el plan es que se quede esta noche en el apartamento de Kyle. No me puedo creer que no lo vieras venir.
—A lo mejor lo vi venir, pero no tan deprisa.
Madeleine cogió la cafetera de la isla de la cocina y se sirvió una taza.
—¿Te preocupa?
—Lo desconocido me preocupa. Las sorpresas me preocupan.
Madeleine tomó un sorbo y volvió a la mesa.
—Por desgracia, la vida está llena de sorpresas.
—Ya.
Ella se quedó de pie junto a la mesa, mirando por la ventana del fondo hacia la franja de luz cada vez más amplia que había sobre la cumbre.
—¿Te preocupa Kim?
—Hasta cierto punto. Me inquieta lo de Robby Meese. Me refiero a que ese tipo es muy retorcido, y Kim se fue a vivir con él. Hay algo que no encaja.
—Estoy de acuerdo, pero no olvides que mucha gente, sobre todo ciertas mujeres, se sienten atraídas por individuos heridos. Cuanto más heridos, mejor. Se lían con criminales, adictos a las drogas. Quieren arreglar a alguien. Es una base horrible para una relación, pero no es tan rara. Lo veo cada día en la clínica. Quizás eso es lo que estaba pasando entre Kim y Robby Meese, hasta que ella encontró la fuerza y la cordura necesarias para apartarlo de su vida.
Con las detalladas indicaciones del trayecto a mano, Gurney partió poco después de que saliera el sol hacia el lago Sorrow. El camino a través de los Catskills y las onduladas tierras de labranza de Schoharie hacia el macizo Adirondack se convirtió en un viaje hacia recuerdos desconcertantes. Recuerdos de vacaciones infantiles en el lago Brant, de un tiempo en el que sus padres empezaban a distanciarse. En aquella época su madre se sentía mal, ansiosa. Cuarenta años después, aquellos recuerdos aún lo estremecían.
Más al norte, la oscuridad de las montañas fue en aumento, los valles se hicieron más estrechos y las sombras más profundas. Según las instrucciones que le había dado el ayudante de Trout, la última carretera que tomaría señalizada con algún poste de identificación sería la de Shutter Spur. Desde ese punto en adelante, tendría que confiar en la precisión de su cuentakilómetros para tomar las desviaciones adecuadas en un laberinto de viejos caminos de troncos. El bosque formaba parte de una vasta extensión de tierra en la que solo había unas pocas cabañas. No había ni tiendas ni gasolineras ni gente, y sí grandes espacios sin cobertura de móvil.
El sistema de tracción total permanente del Outback de Gurney era a duras penas adecuado para abordar el terreno. Después del quinto giro, que según sus instrucciones tenía que llevarlo a la cabaña de Trout, se encontró en un pequeño calvero.
Salió del coche y caminó por el perímetro. Había cuatro senderos que se adentraban en el bosque en diversas direcciones, pero no sabía cuál de ellos tenía que tomar. Eran las 8.58. Faltaban solo dos minutos para que se cumpliera su hora prevista de llegada.
Estaba seguro de que había seguido todas las instrucciones con precisión. Por otro lado, era más que improbable que aquel hombre que tan puntilloso parecía por teléfono hubiera cometido error alguno en sus indicaciones. Aquello solo podía tener dos explicaciones, pero solo una de ellas era probable.
Volvió a meterse en el coche, reclinó el asiento al máximo, se recostó y cerró los ojos. De vez en cuando miraba la hora. A las 9.15 oyó el motor de un vehículo que se aproximaba. Se detuvo no muy lejos de allí.
Cuando llegó el esperado golpe sobre el cristal, abrió los ojos, bostezó, levantó el asiento y bajó la ventanilla. Vio a un tipo delgado y de rasgos duros, con los ojos castaños, de mirada penetrante. Tenía el cabello negro, muy corto.
—¿David Gurney?
—¿Esperaba a otra persona?
—Ha de dejar el coche aquí y venir conmigo en el todoterreno. —Hizo un gesto hacia un Kawasaki Mule pintado de camuflaje.
—No me dijo nada de eso por teléfono.
Gurney percibió un leve temblor en los párpados del hombre. Quizá no esperaba que su voz fuera tan fácilmente reconocible.
—Ahora mismo no se puede circular por la ruta directa.
Gurney sonrió. Lo siguió al todoterreno y se sentó en el asiento del pasajero.
—¿Sabe lo que estaría tentado de hacer si tuviera una casa aquí? De vez en cuando tendría ganas de gastar una broma a alguno de mis invitados. Le haría pensar que se ha perdido, que a lo mejor se le ha pasado un giro, para ver si le entra el pánico; en fin, estaría bien que pensara que está en medio de ninguna parte y sin cobertura de móvil. Porque si meten la pata al venir no podrán encontrar el camino de vuelta, ¿no? Siempre es divertido ver quién siente pánico y quién no en una situación así. ¿Me entiende?
El hombre tensó la mandíbula.
—No puedo decirle que sí.
—Claro, ¿cómo iba a hacerlo? Para que alguien apreciara lo que estoy diciendo tendría que ser un obseso del control.
Al cabo de tres minutos —algo menos de un kilómetro de sacudidas por un sendero montañoso, durante el cual la mirada del hombre nunca abandonó el traicionero terreno—, llegaron a una alambrada. Cuando se acercaron, una puerta corredera se abrió para dejarles pasar.
Al otro lado de la alambrada, la senda se desdibujaba en una amplio lecho de agujas de pino. Luego, de manera bastante abrupta, la cabaña apareció delante de ellos entre los árboles. Era una estructura de dos plantas, una cabaña tradicional de Adirondack modificada al estilo de un chalé suizo, una rústica construcción de troncos con porches detrás, ventanas enmarcadas, puertas verdes y un tejado del mismo color. La fachada estaba tan oscura y el porche tan sumido en las sombras que Gurney no vio al agente Trout —o al hombre que suponía que era el agente Trout— hasta que el Kawasaki se detuvo frente a los escalones delanteros de la casa. Parecía ser el amo y señor del lugar, allí, en el centro del enorme porche, con los pies separados. Tenía un gran dóberman atado a una correa corta. Aquella pose arrogante y el imponente animal guardián hicieron que Gurney pensara en el comandante de un campo de prisioneros.
—Bienvenido al lago Sorrow. —La voz sin emoción, burocrática, no expresaba ni el menor atisbo de bienvenida—. Soy Matthew Trout.
Los pocos rayos de luz natural que se filtraban entre los enormes pinos estaban muy separados y eran delgados como carámbanos. El aroma de hoja perenne en el aire era poderoso. Se oía el persistente sonido grave de un motor de combustión interna, seguramente un generador, al parecer procedente de un edificio anexo situado a la derecha de la casa principal.
—Bonita casa.
—Sí. Entre, por favor. —Trout soltó una orden brusca, el dóberman se volvió y juntos condujeron a Gurney hacia el interior de la casa.
La puerta principal daba a una sala de estar espaciosa dominada por una chimenea de piedra. En el centro de la repisa, toscamente labrada, había un gavilán colirrojo con furiosos ojos amarillos y garras extendidas, flanqueado por dos linces americanos que parecían estar a punto de saltar.
—Van a volver —dijo Trout de manera significativa—. Hay nuevos avistamientos cada semana en estas montañas.
Gurney siguió su mirada.
—¿Linces?
—Son animales notables. Cuarenta kilos de puro músculo. Garras como cuchillas afiladas. —Observó a aquellos monstruos disecados con un punto de excitación en la mirada.
Gurney se fijó en que era un hombre pequeño, de metro sesenta y cinco a lo sumo, pero con los hombros bien desarrollados por las pesas.
Se agachó y soltó la correa del dóberman. Una orden gutural hizo que el perro se alejara trotando en silencio hasta perderse de vista detrás de una sofá de piel donde Trout le ofreció asiento a su invitado.
Gurney se sentó sin pensárselo dos veces. Los esfuerzos que Trout se tomaba para intimidarlo le sorprendieron por su estupidez, pero también le hicieron preguntarse qué ocurriría a continuación.
—Espero que comprenda lo extraoficial que es todo esto —dijo Trout, todavía de pie.
—¿Artificial…? —replicó Gurney, simulando haber oído mal.
—No. Extraoficial.
—Lo siento. Son los acúfenos. Paré una bala con la cabeza.
—Eso he oído. —Hizo una pausa, mirando la cabeza de Gurney con la clase de preocupación que uno podría tener cuando elegía un melón—. ¿Cómo va la recuperación?
—¿Quién se lo contó?
Trout pestañeó.
—¿Quién me contó qué?
—Mi herida en la cabeza. Ha dicho que lo oyó.
El sonido bajo del timbre de un móvil sonó en el bolsillo de la camisa de Trout. Lo sacó y miró la pantalla. Al ver el identificador, torció el gesto. Por un momento pareció indeciso, luego pulsó el botón correspondiente y contestó:
—Trout. ¿Dónde está? —Mantuvo el teléfono pegado a la oreja durante el siguiente minuto. Su mandíbula se tensó varias veces—. Entonces nos veremos pronto.
Presionó otro botón y se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.
—Esa era la respuesta a su pregunta. —¿La persona que le contó que me dispararon va a venir ahora?
—Exactamente.
Gurney sonrió.
—Es impresionante. No creía que ella trabajara los domingos.
Trout pestañeó, sorprendido, y se aclaró la garganta.
—Como estaba diciendo hace un momento, nuestra pequeña reunión es completamente extraoficial. He decidido recibirlo por tres razones. Primera, porque le pidió a la doctora Holdenfield una reunión. Segunda, porque creí que era apropiado ser cortés con alguien que ha sido policía. Tercera, porque espero que nuestra reunión informal elimine cualquier confusión que pueda haber en relación con ciertos aspectos sobre el caso del Buen Pastor. Las buenas intenciones en ocasiones pueden interponerse en un proceso oficial. Se sorprendería de lo que los abogados del Departamento de Justicia pueden interpretar como obstrucción a la justicia.