Dave se detuvo, pero Leslie supo al instante a qué se refería.
—Lo más extraño, Dave, es que cuando pienso en ella siempre se me aparecen momentos maravillosos. La recuerdo bailando, riendo, me acuerdo de cómo me abrazaba. De buenas a primeras no hay nada que enturbie esa imagen que tengo de ella. Pero si me pongo a pensar, si hago el esfuerzo consciente de recordar… entonces todo es distinto y nada es tan bonito. Porque en mi mente resurgen otras cosas… Y la veo durmiendo en su cama durante todo el día, mientras yo intento despertarla porque tengo hambre. Y frío. Pero no se levanta. Vuelvo a rememorar el miedo que sentía cuando me despertaba por la noche y me daba cuenta de que ella no estaba, de que me había dejado sola en casa. Yo lo registraba todo, hasta el último rincón, entraba incluso en el sótano… Vivimos durante un tiempo en Londres, en una casa con jardín en estado ruinoso que mi madre consiguió por un alquiler irrisorio. Las vigas crujían continuamente, los cristales de las ventanas tintineaban cuando soplaba el viento. Había corrientes de aire. La única calefacción posible procedía de una estufa de hierro colado, pero era necesario comprar leña. Que ella comprara leña. ¿Cuándo iba a hacerlo? Pasado el tiempo, mi abuela me contó que le extrañaba que hubiera sobrevivido a la primera infancia. Que siempre hacía mucho frío en nuestra casa, que teníamos la nevera vacía y que no había más que hombres con el pelo largo y aspecto extraño acurrucados por los rincones liando cigarrillos. En realidad, Fiona nos visitaba muy poco, porque mi madre y ella no se llevaban nada bien. Mamá se había largado de casa a los dieciséis años, había pasado un año en un centro de menores y luego había vuelto para marcharse de nuevo justo antes de cumplir los dieciocho. Se quedó embarazada y fue tirando con varios empleos eventuales con los que no ganaba casi nada. Tenía que mantener el contacto con su madre porque de vez en cuando necesitaba pegarle un sablazo. Fiona decía que siempre que iba a pedirle dinero lo hacía conmigo en brazos, porque de no haber sido por mí Fiona no habría querido saber nada más de su hija. Cuando cumplí los dieciocho, Fiona me contó que incluso había iniciado un proceso para conseguir mi custodia. Por aquel entonces yo tenía tres años y Fiona estaba convencida de que mi madre no me estaba criando de forma aceptable. Imagínatelo, Dave, le puso un pleito a su propia hija. Lo perdió, pero con los años no hacía más que aludir a esa historia para que me diera cuenta de lo mucho que había luchado por mí y para que yo reconociera lo agradecida que tenía que estarle. Y tal vez sea verdad que tengo que agradecérselo.
Horrorizada, Leslie constató de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas, pero luchó por contenerlas.
—Durante los años en los que viví con Fiona, a menudo venían amigos suyos a visitarla, y casi siempre había alguien que me acariciaba el pelo y me decía que podía considerarme muy afortunada de tener una abuela como esa, que era una suerte que se hubiera ocupado de mí de aquel modo. Lo que en realidad querían decir era que había sido una suerte que mi madre hubiera muerto tan joven.
Las lágrimas fluían ya por sus mejillas. Leslie sabía que en cualquier momento perdería la compostura.
—O sea, que yo me sentía agradecida. Y cumplí todos los deseos de Fiona. Fui aplicada y estudié medicina. He tenido éxito en mi profesión. Fiona quería que encontrara a un hombre íntegro, por lo que me casé con Stephen. Teníamos una bonita casa. Nos ganábamos bien la vida. Gozábamos de prestigio. Y yo me sentía de maravilla cuando Fiona me demostraba que estaba contenta conmigo. Yo la compensaba por lo que le había hecho su hija. Aquella hija hippy que había muerto por culpa de las drogas. Por lo menos tenía una nieta presentable. Pero hubo una cosa que no consiguió: quería que viera a mi madre como alguien incapaz de dirigir su propia vida, irresponsable, imprudente, débil. Y no puedo, Dave.
Leslie lo miró y la voz empezó a temblarle debido a los sollozos. Pensó: Mierda, estoy llorando a moco tendido, como una chiquilla.
—Quiero conservar esa imagen que tengo de mi madre, Dave. Quiero recordarla cantando, bailando y riendo. Quiero recordarla diciéndome que yo era el mejor regalo que había recibido en toda su vida. Me amaba. Ella sabía amar. Fiona no supo hacerlo jamás.
Lloraba como si no fuera a dejar de hacerlo nunca, y de repente se preguntó: ¿Cómo es posible que me esté sucediendo esto? ¿Qué ha hecho él para que le cuente todo? ¿Cómo ha conseguido que llore? A Stephen nunca se lo conté de este modo. Con Stephen no lloré así jamás.
Permitió que Dave la abrazara y se aferró a él. Procedente de alguna parte les llegó el graznido atenuado de un ave marina. Estaba junto al mar, envuelta por la niebla, con la cara apoyada en el hombro de un desconocido y llorando. Lloraba por la muerte de su abuela. Lloraba por su madre.
Lloraba porque tenía frío. Porque había tenido frío toda la vida.
—Tengo miedo de estar cometiendo un error —dijo Ena—, o de que en algún momento llegue a arrepentirme de mi decisión. Llevo demasiado tiempo sola, ¿sabe? Y cuando apareció Stan… Pero por algún motivo… esto no funciona. Las cosas no van como deberían.
Estaban sentadas en una pequeña cafetería del centro de la ciudad, frente a una mesita redonda con dos tazas de café vacías y dos vasos de agua. La cafetería estaba llena de gente que buscaba protegerse del mal tiempo. Olía a abrigos de lana húmedos, y cada vez que entraba o salía alguien la humedad se apoderaba del local. Ena parecía preocupada e infeliz.
Jennifer se inclinó hacia delante.
—¿Cuál es ese error que tanto miedo le da?
Ena respiró hondo.
—Romper con él. Tengo miedo de que sea un error. Pero también tengo miedo de equivocarme si sigo con él. Me gustaría tomar la decisión correcta.
—¿A qué se dedica?
—Trabajo para un abogado. Aquí en Scarborough.
—¿Y hoy tiene fiesta?
—Me he tomado el día libre. Para poder pensar en ello. Porque… Es que ya no puedo concentrarme. Apenas consigo dormir.
Jennifer hizo una señal a la camarera y pidió dos tazas de café más. La conversación con Ena iba para largo al parecer. Lo intuyó desde el principio.
—¿Cuánto tiempo lleva con Stan?
Ena no tuvo que pensar para responder.
—Desde el veinte de agosto. Fue un miércoles. Después del curso me invitó a tomar una copa de vino y me dijo que… que se había enamorado de mí.
—¿Fue una sorpresa para usted?
—Gwen siempre me estaba diciendo que Stan se había fijado en mí. Habíamos trabado cierta amistad con Gwen. Y desde principios de agosto empezó a trabajar en la escuela esa empresa de construcción. Estaban desplazando los tabiques en casi todos los edificios para ampliar las aulas y las obras se prolongaron. Stan siempre se quedaba cuando el resto de los trabajadores se iban. Y siempre se ocupaba de tareas bastante tontas frente al aula en la que se impartía el curso. Me miraba… Sí, ya me había dado cuenta. Pero era algo nuevo para mí. Que un hombre se fijara en mí, quiero decir.
—Pero usted solo iba los miércoles. Stan no debió de verla durante mucho tiempo antes de revelarle sus sentimientos, ¿no?
—No. Eso es lo que me hizo dudar. Pero Stan cree en el amor a primera vista. Dice que sabe enseguida cuándo ama a una mujer. Que si no lo siente durante el primer segundo, nada. Y que en mi caso… bueno, que sí, que fue en el primer segundo.
—¿Y usted no se lo cree?
—Sí —respondió Ena, algo incómoda—. Sí, le creo.
La camarera les sirvió el café. Jennifer removió el suyo a pesar de no haberle echado leche ni azúcar. Lo tomaba solo, pero necesitaba mantener las manos ocupadas de algún modo.
—Ena, ¿qué la tiene tan preocupada? ¿Por qué parece usted tan… infeliz, tan desanimada? ¿Por qué está valorando la posibilidad de romper con Stan?
Ena dudó un momento.
—Es que me cuesta respirar —dijo al cabo—. Me tiene absolutamente asediada. Lo controla todo. Él decide lo que comemos, lo que bebemos, si saldremos o no, lo que vemos en la tele, la hora de ir a dormir, la hora de levantarse, cómo debo vestirme, cómo debo arreglarme el pelo… Todo, ¿comprende? Es que yo al final no decido nada de nada. Menos cuando él está trabajando. Entonces sí que puedo hacer mis cosas, como ahora, simplemente estar aquí sentada con usted, tomando café. Pero esta noche querrá que le cuente al detalle todo lo que he hecho durante el día. Sabe que hoy no trabajo. Ocultárselo habría sido imposible, porque no hace más que llamarme a la oficina. Me llama tan a menudo que mi jefe empieza a estar molesto, y cuando se lo conté a Stan, se puso furioso. Dijo que debería buscarme otro empleo. Pero aunque lo encuentre, también me llamará allí siempre que le plazca.
Ena guardó silencio un instante antes de proseguir en voz más baja.
—Al mismo tiempo, es muy atento. Por eso tengo este cargo de conciencia. Me pregunto si no serán más que imaginaciones mías. Tal vez lo único que necesito es un poco de tiempo para acostumbrarme a compartir mi vida con alguien más. Quizá sea de lo más normal, y soy yo quien reacciona histéricamente porque soy tan rara que… —Dejó la frase inacabada.
Jennifer sintió cierto recelo.
—¿Eso es lo que él dice? ¿Que es usted una histérica y que es rara? ¿Que en cambio las reacciones que él tiene son normales?
—Él lo ve de ese modo, sí.
Jennifer intentó elegir con sumo cuidado las palabras.
—Ena, apenas la conozco. Y menos aún a su novio. En principio no debería permitirme emitir ningún juicio de la situación y, a decir verdad, en la actualidad estoy envuelta en algo que me tiene superada. Pero por lo que me cuenta… Bueno, a simple vista ya me pareció que Stan era especialmente dominante. Puede que lo haga con buena intención, pero no se preocupa lo suficiente por saber cuál es su opinión, por saber qué tipo de persona es usted en realidad. Tal vez no debería terminar con la relación, pero sí distanciarse un poco. Darse tiempo. Descubrir lo que siente si no se ven durante un par de semanas. Eso también le dará a él la oportunidad de pensar en usted, de cambiar su manera de comportarse. Tal vez ni siquiera sea consciente de estar asfixiándola.
Ena parecía escéptica.
—Stan no estará de acuerdo.
—Pero tendrá que aceptarlo —dijo Jennifer.
Ena asintió, muy ensimismada, perdida en sus cavilaciones. De repente, volvió a mirar a Jennifer y esta pudo ver en sus ojos una determinación que no había percibido hasta entonces.
—Jennifer, ¿podría hacerme un favor?
—Si está en mis manos…
—Hay algo más. Algo que me atormenta mucho más que todo cuanto le he contado. En realidad es de eso de lo que quería hablar con Gwen. Necesito explicárselo a alguien, de lo contrario me volveré loca.
—Ena, yo…
—Es que no tengo a nadie y necesito una opinión objetiva para no seguir sintiéndome tan perdida. No consigo sacarme de encima este desasosiego.
—¿También está relacionado con Stan Gibson? —preguntó Jennifer, inquieta por la contundencia de esas palabras.
—Sí. Pero no tiene nada que ver con nuestra relación.
—Es que no entiendo cómo…
Ena cogió el bolso que había colgado del respaldo de la silla y sacó un manojo de llaves del bolsillo lateral.
—Mire. Es la llave del apartamento de Stan. Puedo entrar y salir cuando quiera y ahora él no está en casa. ¿Sería tan amable de acompañarme?
Jennifer se sintió muy incómoda. No tenía nada que ver con Ena Witty ni con Stan Gibson. No conocía a ninguno de los dos. La idea de entrar en casa de un hombre completamente desconocido y sin su permiso le produjo un profundo malestar.
—¿No podemos hablarlo aquí, en la cafetería?
—No. Debo enseñarle algo.
—Esto es muy embarazoso —dijo Jennifer.
—Por favor, no estaremos mucho rato. Diez minutos. ¿Puede dedicarme ese tiempo?
Era la una y media. El siguiente autobús hacia Staintondale salía a las cuatro y cuarto. Jennifer sabía que tendría que pasar aún un buen rato vagando por la ciudad sin saber qué hacer. Si le hacía a Ena Witty ese favor que con tanta insistencia le estaba pidiendo, al menos emplearía el tiempo en algo útil.
—Tengo un momento, sí —dijo finalmente—, aunque… De acuerdo, iré con usted. Pero le aseguro que no pienso quedarme más de diez minutos en el piso.
El alivio que sintió Ena fue más que evidente.
—Se lo agradezco. Se lo agradezco muchísimo. Stan vive casi a la vuelta de la esquina. Justo en Saint Nicholas Cliff.
—Vayamos, entonces —dijo Jennifer mientras sacaba el monedero del bolso—. ¿Está absolutamente segura de que a mediodía no volverá a casa? La situación podría ser muy embarazosa.
—Hoy está en una obra en Hull. Seguro que no irá. Pero aparte de eso, Stan siempre me dice que su casa es mi casa. Y usted es amiga de Gwen desde hace años. No creo que tenga nada en contra de que entre en lo que él llama nuestra casa.
Pagaron y salieron a la calle. Entretanto, había empezado ya a llover. La niebla se había disipado un poco, pero el sol no había conseguido imponerse.
—Tenemos que bajar por Bar Street —dijo Ena.
¿Por qué la gente siempre acude a mí en busca de ayuda?, se preguntó Jennifer. ¿Y por qué no consigo desembarazarme de mi tendencia a prestar ayuda a pesar de que me haya costado el trabajo, la confianza en mí misma y la independencia?
Se limitó a seguir a Ena por la calle.
—¿A tu casa o a la mía? —preguntó Dave.
Habían subido la empinada escalera que llevaba del puerto a la ciudad y estaban en lo más alto, bajo una fuerte lluvia que parecía arreciar con cada minuto.
Leslie dudó un momento.
—No sé cómo estás tú —prosiguió Dave—, pero creo que aquí fuera cada vez se está peor. Y tampoco tengo ganas de meterme en una cafetería atestada de gente, en la que huela a abrigo húmedo y donde uno no pueda ni oír lo que él mismo dice a causa del griterío.
Ella lo miró a los ojos. Tenía unos ojos bonitos, inteligentes, con una vivacidad que siempre había echado en falta en los de Stephen. Un hombre que no tenía la vida bajo control pero que tampoco parecía un eterno perdedor. Ahí radicaba mucha de esa energía con la que era evidente que afrontaba la vida. Dave Tanner era un hombre por el que sentía atracción, se dio cuenta de ello tan súbitamente que casi se asustó.
Y acto seguido el miedo se disolvió y solo quedó aquella especie de conciencia, tan inesperada como extraña, de que Dave era la respuesta a la pregunta que llevaba dos años planteándose sin cesar, la pregunta acerca del después. La vida después de Stephen. ¿Qué le deparaba la vida a una mujer que se encontraba en el umbral de los cuarenta, divorciada, con éxito profesional, pero que en el ámbito privado tan solo tenía miedo a enfrentarse a un futuro lleno de soledad? A llegar cada noche a un piso a oscuras, a desayunar sola cada domingo, a sentarse sola frente al televisor cada sábado por la noche, a consumir cada vez más alcohol como si a la larga fuera algo sano, durante los siguientes treinta, cuarenta años.