Putoin se había sentado a horcajadas en una silla, siguiendo así, también en las casas, su manía de la equitación.
Renardet se cubrió la barbilla de blanca espuma mientras se miraba en el espejo; luego afiló la navaja en el suavizador y prosiguió:
—El principal vecino de Carvelin se llama Joseph Renardet, alcalde, rico terrateniente, persona de malas pulgas que apaliza a los guardas y a los cocheros…
El juez de instrucción se echó a reír:
—Es suficiente, pasemos al siguiente…
—El segundo en importancia es el señor Pelledent, vicealcalde, criador de bueyes, también él rico terrateniente, campesino astuto, muy socarrón, muy marrullero en todo lo que se refiere al dinero, pero incapaz, en mi opinión, de haber cometido esta fechoría…
El señor Putoin dijo:
—Pasemos a otro.
Entonces, mientras se afeitaba y se lavaba, Renardet continuó el examen moral de todos los vecinos de Carvelin. Al cabo de dos horas de pasar revista a los sospechosos, se centraron en tres individuos bastante equívocos: un cazador furtivo llamado Cavalle, un pescador de truchas y de cangrejos de río de nombre Paquet, y un boyero llamado Clovis.
II
Las investigaciones duraron todo el verano; no se descubrió al criminal. Los sospechosos, tras ser detenidos, demostraron fácilmente su inocencia, y el tribunal tuvo que renunciar a perseguir al culpable.
Pero aquel asesinato parecía haber conmovido a toda la región de modo muy especial. Había quedado, en el ánimo de los lugareños, una inquietud, un vago temor, una sensación de pavor misterioso, originado no sólo por la imposibilidad de descubrir ninguna huella, sino también y sobre todo por ese extraño hallazgo de los zuecos, al día siguiente, ante la puerta de la Roque. La certeza de que el asesino había asistido a las pesquisas, de que seguía viviendo en el pueblo, estaba, sin duda, en la mente de todos, obsesionaba a todo el mundo, parecía cernirse sobre el lugar como una continua amenaza.
El oquedal se había convertido, por otra parte, en un lugar temido, evitado, que se creía encantado. En otro tiempo, los vecinos iban allí a pasear todos los domingos por la tarde. Se sentaban en el musgo al pie de los altos y enormes árboles, o bien iban por la orilla del agua mirando las truchas que se movían bajo las hierbas. Los chicos jugaban a las bochas, a los bolos, a las chapas, a la pelota, en determinados lugares en los que habían limpiado, aplanado y batido el suelo; y las chicas, en filas de cuatro o de cinco, paseaban cogidas del brazo, cantando con sus voces agudas unas romanzas desapacibles, cuyas notas en falsete agitaban el aire calmo y daban dentera como las gotas de vinagre. Ahora, en cambio, nadie iba ya bajo la tupida y alta bóveda, como si temieran encontrar cada vez algún cadáver tendido.
Llegó el otoño, cayeron las hojas. Caían día y noche, descendían revoloteando, abarquilladas y livianas, a lo largo de los grandes troncos; y comenzaba a verse el cielo a través de las ramas. A veces, cuando una racha de viento rozaba las copas, aquella lluvia lenta y continua se volvía de repente más recia, se transformaba en un aguacero vagamente ruidoso que cubría el musgo de una espesa alfombra amarilla, un poco crujiente bajo los pies. Y el susurro casi inaudible, el susurro flotante, incesante, suave y triste de esta caída, semejaba un lamento, y las hojas que seguían cayendo parecían lágrimas, lagrimones derramados por los altos árboles tristes que lloraban día y noche por el final del año, por el final de las auroras tibias y de los dulces crepúsculos, por el final de las brisas cálidas y de los soles luminosos, y quizá también por el crimen que habían visto cometer a su sombra, por la niña violada y asesinada a su pie. Lloraban en el silencio del bosque desierto y vacío, del bosque abandonado y temido, por donde debía de andar errante, sola, el alma, la almita de la pequeña muerta.
El Brindille, engrosado por las tormentas, fluía raudo, amarillo y colérico, entre sus secas riberas, entre dos setos de delgados y desnudos sauces.
Y he aquí que Renardet volvió, de repente, a pasearse por el oquedal. Todos los días, al caer la noche, salía de su casa, bajaba a paso lento la escalinata y se iba bajo los árboles con aire pensativo, las manos en los bolsillos. Caminaba un buen rato por el musgo húmedo y mullido, mientras una bandada de cuervos, que habían acudido de todo el vecindario para pasar la noche en las grandes copas, se desplegaban en el espacio como un inmenso velo de luto ondeante al viento, lanzando agudos y siniestros graznidos.
Algunas veces se posaban, punteando de negras manchas las ramas entrelazadas que se recortaban contra el cielo rojo, contra el cielo color sangre de los crepúsculos otoñales. Luego, de repente, volvían a irse graznando espantosamente y desplegando de nuevo por encima del bosque el largo festón oscuro de su vuelo.
Finalmente, se abatían sobre las copas más altas y poco a poco cesaban sus ruidos, mientras la noche creciente mezclaba sus plumas negras con la negrura del espacio.
Renardet seguía vagando al pie de los árboles, lentamente; luego, cuando las opacas tinieblas no le permitían ya caminar, regresaba a casa, se desplomaba como una mole en su sillón, delante de la chimenea luminosa, alargando hacia el hogar sus pies húmedos que humeaban largamente contra las llamas.
Ahora bien, una mañana, corrió una gran noticia por el pueblo: el alcalde hacía talar el oquedal.
Veinte leñadores estaban trabajando ya en ello. Habían comenzado por el ángulo más próximo a la casa y avanzaban rápido en presencia del amo.
En primer lugar, los podadores trepaban por el tronco.
Sujetos mediante un lazo de cuerda a él, se agarran primero al tronco con los brazos y acto seguido, levantando una pierna, le dan un fuerte golpe con la espiga acerada fija en las suelas. La punta penetra en la madera y queda clavada, y el hombre se alza como sobre un escalón, golpea con la punta que lleva en el otro pie, sosteniéndose sobre ella para golpear de nuevo y así sucesivamente.
Y, a cada ascensión, levanta también el lazo de cuerda que le sujeta al árbol; pende y brilla, en un costado, el hacha de acero. Sigue trepando despacio como un parásito atacando a un gigante, sube pesadamente a lo largo de la inmensa columna, abrazándola y aguijoneándola con el propósito de decapitarla.
Llegado a las ramas más bajas, se detiene, desprende de su costado la afilada podadera y golpea. Golpea despacio, metódicamente, cortando el miembro muy cerca del tronco; y, de repente, la rama cruje, se doblega, se separa, se desprende y cae rozando en su caída los árboles vecinos. Tras caer al suelo con un gran estrépito de madera rota, todas sus ramitas siguen palpitando un buen rato.
El suelo se cubría de ramiza que otros hombres cortaban a su vez, ataban en haces y apilaban en montones, mientras los árboles que quedaban todavía en pie parecían postes desmesurados, gigantescas estacas amputadas y escamondadas por el acero cortante de las podaderas.
Y, una vez que el podador había terminado su tarea, dejaba en lo alto del enhiesto y fino tronco el lazo de cuerda que había traído, volvía a bajar a golpes de espuela por el tronco desmochado que entonces los leñadores atacaban por su base con grandes hachazos que resonaban en todo el resto del oquedal.
Cuando la herida del pie se juzgaba lo bastante profunda, algunos hombres tiraban de la cuerda atada en lo alto, soltando un grito cadencioso, y de repente el inmenso tronco se quebraba y abatía con el sordo ruido y el retumbo de un cañonazo lejano.
Y el bosque disminuía cada día, perdiendo sus árboles talados como un ejército pierde a sus soldados.
Renardet ya no se iba de allí; se estaba de la mañana a la noche, contemplando, inmóvil, con las manos tras la espalda, la lenta muerte de su bosque. Una vez caído un árbol, posaba su pie sobre él, como sobre un cadáver. Luego levantaba la vista hacia el siguiente con una especie de impaciencia secreta y serena, como si hubiera esperado, ilusionado, algo al final de aquella masacre.
Mientras tanto se estaban acercando al lugar donde había sido encontrada la pequeña Roque. Llegaron a él, por fin, una tarde, a la puesta del sol.
Como ya oscurecía, y el cielo estaba cubierto, los leñadores quisieron parar su trabajo, dejando para el día siguiente la tala de un haya enorme, pero el amo se opuso a ello y exigió que se cortaran en el acto las ramas y se talara aquel coloso que había dado sombra al crimen.
Una vez desnudada por el podador, terminado su aseo de condenado y socavada su base por los leñadores, cinco hombres comenzaron a tirar de la cuerda atada a su extremidad.
El árbol resistía; su grueso tronco, aunque cortado hasta la mitad, era rígido como el hierro. Todos los trabajadores a la vez, con una especie de salto acompasado, tiraban de la cuerda hasta acostarse en el suelo, al tiempo que lanzaban un grito acompañado de un resoplido que revelaba y regulaba su esfuerzo.
Dos leñadores, de pie junto al gigante, permanecían con el hacha empuñada, semejantes a dos verdugos prestos a seguir golpeando, y Renardet, inmóvil, con la mano apoyada en la corteza, esperaba la caída con inquieta y nerviosa emoción.
Uno de los hombres le dijo:
—Está usted demasiado cerca, señor alcalde; cuando caiga, podría hacerle daño.
Él no respondió y no retrocedió; parecía dispuesto a coger él mismo de una brazada el haya para derribarla al suelo como un luchador.
Pero, de pronto, en la base del alto fuste de madera, se produjo una desgarradura que pareció recorrerlo, como una sacudida dolorosa, hasta lo alto; y se dobló ligeramente, como para caer, pero resistiendo aún. Los hombres, excitados, tensaron los brazos, aumentaron su esfuerzo y, mientras el árbol cortado, se desplomaba, Renardet dio de improviso un paso adelante y se detuvo, con los hombros alzados para recibir el golpe irresistible, el golpe mortal que le aplastaría contra el suelo.
Pero el haya, desviándose un poco, apenas si le rozó la espalda, desplazándole cinco metros más allá, de bruces contra el suelo.
Los leñadores se precipitaron para levantarle; pero ya él mismo se había puesto de rodillas, aturdido, con la mirada perdida y pasándose la mano por la frente, como si despertara de un ataque de locura.
Una vez que se hubo puesto en pie, los hombres, sorprendidos, le preguntaron, sin comprender lo que había hecho. Él respondió, balbuceando, que había tenido un momento de extravío, o, más bien, unos segundos de retorno a la infancia, que se había imaginado que le daba tiempo a pasar por debajo del árbol, como los chiquillos que pasan corriendo por delante de los coches que van al trote, que había jugado con el peligro, que, desde hacía ocho días, sentía crecer dentro de sí esas fuertes ganas, preguntándose, cada vez que un árbol crujía para caer, si se podía pasar por debajo sin que le tocara. Era una tontería, lo confesaba; pero todo el mundo tiene en algún momento esos minutos de insania y esas tentaciones de una estupidez pueril.
Se explicaba lentamente, buscando las palabras, con sorda voz; luego se fue de allí diciendo:
—Hasta mañana, amigos, hasta mañana.
Tan pronto como hubo entrado en su habitación, se sentó delante de su mesa, que su lámpara con pantalla iluminaba vivamente, y, cogiéndose la cabeza entre las manos, rompió a llorar.
Lloró largo rato, y luego, secándose los ojos, levantó la cabeza y miró al reloj de pared. No eran aún las seis. Pensó: «Todavía tengo tiempo antes de cenar», y fue a cerrar la puerta con llave. Entonces volvió a sentarse delante de la mesa; abrió el cajón central, sacó un revólver y lo dejó sobre sus papeles, bien a la vista. El acero del arma relucía, desprendía reflejos de fuego.
Renardet lo contempló un rato con los ojos turbios de un hombre ebrio; luego se levantó y se puso a andar.
Iba de un extremo al otro del cuarto, y de vez en cuando se detenía para volver a echar a andar de nuevo enseguida. De repente, abrió la puerta de su cuarto de aseo, empapó una toalla en el cántaro de agua y se mojó la frente, como había hecho la mañana del crimen. A continuación se puso a andar de nuevo. Cada vez que pasaba por delante de su mesa, el arma reluciente atraía su mirada, solicitaba su mano; pero él echaba una mirada al reloj y pensaba: «Todavía tengo tiempo».
Dieron las seis y media. Entonces cogió el revólver, abrió la boca de par en par con una espantosa mueca y hundió el cañón dentro como si hubiera querido tragárselo. Permaneció así unos segundos, inmóvil, con el dedo en el gatillo, pero luego, bruscamente sacudido por un escalofrío de horror, tiró la pistola sobre la alfombra.
Y volvió a derrumbarse sobre su sillón sollozando:
—No puedo. ¡No me atrevo! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer para tener el valor de matarme?
Llamaron a la puerta; se enderezó, enloquecido. Un criado decía:
—El señor ya tiene lista la cena.
Él respondió:
—Está bien. Ahora bajo.
Entonces recogió el arma, la guardó bajo llave de nuevo en el cajón y se miró seguidamente en el espejo de la chimenea para ver si su rostro no le parecía demasiado convulso. Estaba colorado, como siempre, quizá un poco más. Eso era todo. Bajó y se sentó a la mesa.
Comió despacio, como quien quiere hacer durar la comida para no encontrarse a solas consigo mismo. Luego se fumó varias pipas en la sala mientras retiraban la mesa. A continuación volvió a subir a su habitación.
Apenas se hubo encerrado, miró debajo de la cama, abrió todos los armarios, exploró todos los rincones, rebuscó dentro de todos los muebles. A continuación encendió las velas de la chimenea y, girando varias veces sobre sí mismo, recorrió con la mirada toda la habitación con una angustia espantosa que crispaba su rostro, pues sabía que iba a ver, como todas las noches, a la pequeña Roque, a la chiquilla que había violado y luego estrangulado.
Todas las noches, se reiniciaba la odiosa visión. Era primero en sus oídos una especie de ronquido como el ruido de un batán o el paso lejano de un tren por un puente. Entonces comenzaba a jadear, a sentir ahogos, y se veía obligado a desabrocharse el cuello de la camisa y el cinturón. Caminaba para que le circulara la sangre, trataba de leer, intentaba cantar; pero todo era en vano: su pensamiento, a pesar suyo, volvía al día del asesinato, y le hacía revivir la escena con sus detalles más secretos, con todas sus emociones más intensas desde el primer minuto hasta el último.