Cuentos de Canterbury (53 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Ahora, escuchen, señores, y vean cómo la Fortuna repentinamente muda de parecer y hunde el orgullo de su enemigo. El gallo, desde los lomos del zorro, se las arregló para hablarle, a pesar del terror que sentía, y le dijo:

—Señor, yo de usted gritaría a los perseguidores: «¡Corred a casa, estúpidos! ¡Que la peste os atrape! ¡Ahora que he llegado al bosque, hagáis lo que hagáis no soltaré al gallo, y dad por seguro que me lo zamparé ahora mismo!»

El zorro repuso:

—En verdad que lo haré.

Y, al hablar, el gallo aprovechó la ocasión: se zafó de las fauces del zorro y se subió a lo alto de un árbol.

Cuando el zorro vio que el gallo se le había escapado, exclamó:

—¡Ah,
Chanteder
! Me parece que me porté muy mal contigo cuando te asusté al arrancarte del corral. Pero te aseguro que no pensaba hacerte daño. Baja y te diré lo que iba a hacer. ¡Por Dios que te diré la verdad!

—¡Oh, no! —replicó el gallo—. Que la maldición caiga sobre ambos, y más sobre mí si logras engañarme otra vez. No vas a convencerme con tus halagos que cierre mis ojos otra vez. Cualquiera que voluntariamente mantiene cerrados los ojos cuando debería tenerlos abiertos de par en par, merece que Dios le castigue.

—No —dijo el zorro—. Que Dios le envíe mala suerte al que tenga tan poco control de sí mismo que charle cuando debería tener la boca cerrada.

Esto es lo que ocurre por ser descuidado y atolondrado y creer en la adulación. Amigos míos, si creéis que esta historia no es más que una farsa que concierne a un gallo y a una gallina, recordad la moraleja. San Pablo
[489]
dice que todo lo que está escrito, lo está para nuestra instrucción y educación. Por tanto, tomad el grano y dejad la paja.

Ahora, Padre nuestro, que sea tu voluntad, como dice Nuestro Señor, y que nos haga a todos buenos y nos lleve consigo al Cielo.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CAPELLÁN DE MONJAS.

Epílogo al cuento del capellán de monjas

—Señor capellán de monjas —apostilló el anfitrión inmediatamente—. Benditas sean tus posaderas y tus testículos. ¡Qué cuento tan divertido este de
Chantecler
! Por mi vida que si fueses laico serías un perfecto jodedor de gallinas. Porque si tienes tanto deseo como poder sexual, necesitarías varias gallinas, seguramente más de siete veces diecisiete. Ved los músculos que tiene este garboso cura. ¡Qué pecho tan ancho y vaya cuello! Tiene la mirada de un gavilán. No precisa maquillarse los ojos ni de rojo abrasilado ni de carmín. ¡Bendito seas por este tu cuento!

Después de este comentario, con regocijado ademán, dijo a otro lo que veréis.

SECCIÓN OCTAVA
Prólogo de la segunda monja

Todos deberíamos hacer lo posible para evitar esta promotora y servidora de los vicios, esta portera del umbral de los placeres, cuyo nombre es ociosidad; deberíamos combatirla con su oponente, es decir, con la laboriosidad o diligencia, para que el diablo no se apodere de nosotros por nuestra indolencia. Pues una vez observa a un hombre ocioso, ese que nos está acechando de continuo esperando atraparnos con sus mil sutiles engaños, lo caza con su red, no dándose cuenta este hombre de que está agarrado por el enemigo hasta que lo tiene ya por la solapa.

Deberíamos trabajar en serio para oponer resistencia a la ociosidad, pues aunque solamente nos preocupamos de esta vida, resulta evidente que dicha ociosidad es una maldita torpeza de la que no se deriva nada bueno o beneficioso. La pereza tiene a la ociosidad al otro extremo de la correa, sirviendo solamente para dormir, comer, beber y devorar el producto del trabajo de los demás. Con el fin de alejar de nosotros el tipo de ociosidad que es causa de tantas calamidades, he tratado aquí de traducir fielmente de la
Legenda
Áurea su gloriosa vida y pasión, ¡oh tú, cuya guirnalda está entretejida de lirios y rosas!
[490]
. Me refiero a ti, Santa Cecilia, virgen y mártir.

INVOCACIÓN A LA VIRGEN MARÍA.

Tú que eres la flor de todas las vírgenes; tú, de quien San Bemardo
[491]
gozaba escribiendo; a ti te invocó la primera en este principio. Permíteme celebrar, oh tú, que consuelas al desgraciado pecador, la muerte de tu doncella que, por méritos propios, conquistó la vida eterna y obtuvo su victoria sobre el enemigo, como podréis leer en la historia que sigue. Tú, Doncella y Madre, hija de tu Hijo; tú, fuente de gracia, bálsamo de las almas pecadoras, en la que Dios en su bondad eligió residir: humilde y, sin embargo, exaltada por encima de todas las criaturas, tú ennobleciste nuestra pecaminosa naturaleza hasta tal punto que el Creador no desdeñó el vestir y arropar a su Hijo en carne y huesos y hacer de Él un ser humano. Dentro del bendito claustro de tus entrañas, el eterno amor y la eterna paz —del mundo trino, Señor y Guía, a quien la tierra, el mar y el cielo alaban eternamente sin cesar— tomó la forma humana. Y tú, Virgen Inmaculada, llevaste en tus entrañas al Creador de todas las criaturas y, sin embargo, retuviste tu pureza de doncella.

En ti la magnificencia está tan unida a la gracia, a la bondad y a la compasión, que tú, sol de excelencias, no solamente ayudas a los que te rezan, sino que incluso antes de que los hombres soliciten tu ayuda, a menudo, por tu gran benignidad, anticipas con largueza sus plegarias y te conviertes en el médico de sus vidas. ¡Oh, hermosa Virgen, dulce y bendita, ayuda ahora a una desterrada en este páramo de amargura! Recuerda a la mujer de Canaán que dijo: «Los perros comen las migajas que caen de la mesa del dueño»
[492]
; y aunque yo soy una indigna hija de Eva y, por tanto, pecadora, acepta, sin embargo, mi fe. Y como sea que la fe sin obras es estéril, dame el ingenio y la oportunidad de trabajar tanto que pueda escaparme de esta oscurísima región.

¡Oh, tú, que eres hermosa y te has visto tan favorecida, Madre de Cristo, amada hija de santa Ana, sé mi abogada en ese altísimo lugar en el que el
Hosanna
se canta eternamente! Ilumina con tu luz mi alma aprisionada, turbada por el contagio de mi cuerpo y por el peso de la lascivia terrenal y por los falsos afectos. ¡Oh, tú, mi puerto y refugio! ¡Oh, salvación de los que sufren penas y aflicciones, ayúdame ahora, pues estoy a punto de iniciar mi tarea!

Sin embargo, ruego al que lea lo que escribo que me perdone si no me preocupo de adornar el cuento, pues estoy presentando las palabras y el sentido de lo que uno escribió en reverencia por la santa. Yo simplemente sigo el curso de su vida y os ruego que mejoréis mi trabajo allí donde resulte necesario.

INTERPRETACIÓN DEL NOMBRE DE CECILIA
[493]

Primeramente me gustaría explicar la etimología del nombre de Santa Cecilia bajo la luz de su historia. En inglés significa «lirio del cielo» (
coeli lilia
), en representación de la pura castidad de la virginidad; o quizá se llamó «lirio» por tener la blancura de la honra, la lozanía de la conciencia y el dulce sabor de la buena fama. Alternativamente, Cecilia equivale a decir «sendero de los ciegos» (
via
), debido al ejemplo de su enseñanza. O también, según he leído, Cecilia está compuesto por cielo (
coelum
) y Lea. Aquí, figurativamente, cielo significa su santa contemplación, y Lea, su incesante actividad.

Cecilia puede también interpretarse de la siguiente forma: «carente de ceguera» (
caecitate carens
), por la gran luz de su sabiduría y sus resplandecientes virtudes. O también quizá el nombre de esta radiante virgen proviene del cielo (
coelum
) y
leos
, pues ella puede muy bien ser llamada con toda justicia «un cielo para la gente» (un ejemplo de todas las obras buenas y juiciosas). Pues leos significa «gente» en inglés, y de la misma forma que desde el cielo se ven el Sol, la Luna y las estrellas, también en el sentido espiritual uno puede ver en esta noble virgen la magnanimidad de fe, la perfecta claridad de su sabiduría y muchas obras brillantes y excelentes. Los cultos han escrito que las esferas celestes son veloces, redondas y ardientes; también era así la blanca y hermosa Cecilia, siempre veloz y diligente en las buenas obras, perfecta y entera en su perseverancia, siempre ardiente con la radiante llama de la caridad. Acabo de explicar su nombre.

El cuento de la segunda monja

Según consta en su Vida, la hermosa virgen Cecilia nació de una noble familia romana y fue educada desde la cuna en la fe de Cristo, cuyo Evangelio nunca estuvo ausente de sus pensamientos. Y he visto escrito que jamás cesó de amar y temer a Dios o rezarle para que le conservase su virginidad. Ahora bien, cuando ella iba a casarse con un joven llamado Valenano y llegó el día de la boda, era tal la humildad y la piedad de su espíritu, que llevaba sobre la piel una tela de saco, oculta bajo una túnica dorada que le sentaba muy bien. Y cuando el órgano sonó una pieza musical, ella, en lo recóndito de su corazón, entonó a Dios el siguiente cántico:

—Oh, Señor, guarda mi alma y mi cuerpo y manténlos sin mácula, para que no perezca. (Cada dos días ayunaba y se entregaba a rezos continuos y fervientes por el amor de Aquel que murió en el madero.) Llegó la noche, y cuando, según la costumbre, debía irse a la cama con su esposo, le habló en privado a éste y le dijo: —Dulce, querido y amantísimo esposo. Existe un secreto que puede ser que te guste oír. Te lo contaré si me prometes que no lo vas a revelar.

Valeriano se comprometió bajo juramento a que nunca le traicionaría en circunstancia alguna, pasase lo que pasase. Al fin le dijo ella:

—Tengo un ángel que me ama con un amor tan grande, que tanto si estoy despierta como dormida siempre está alerta vigilando mi cuerpo. Si él se da cuenta de que tú me tocas o me das amor carnal, te matará en el acto sin dudarlo ni un momento, por lo que morirías en la flor de la juventud. Pero si me proteges con un amor puro, gracias a tu pureza te amará tanto como a mí y te revelará su resplandor y su gozo.

Valeriano, inspirado de esta forma de acuerdo con la voluntad de Dios, repuso:

—Si tengo que confiar en ti, déjame ver a este ángel y darle un vistazo. Si resulta ser un verdadero ángel, actuaré como me has pedido; pero si amas a otro hombre, entonces, créeme os mataré a ambos, aquí mismo con esta espada.

A lo que Cecilia replicó inmediatamente:

—Verás el ángel si así lo quieres, pero ha de ser con la condición de que creas en Cristo y recibas el bautismo. Sal y dirígete a la Vía Apia
[494]
, que está solamente a tres millas de esta ciudad, y habla a la gente pobre que vive allí, según te instruiré. Diles que yo, Cecilia, te envío a ellos para que te lleven hasta el buen anciano Urbano por motivos secretos y una santa finalidad. Cuando tú veas a San Urbano, dile lo que te he contado; y cuando hayas sido bautizado y estés limpio de pecado, entonces, antes de irte, verás a ese ángel.

De acuerdo con estas instrucciones, Valeriano se fue hacia dicho lugar y allí encontró a este santo varón Urbano, tal como se lo había dicho, oculto entre las catacumbas de los santos.

No perdió tiempo en darle el mensaje. Después de recibirlo, Urbano alzó las manos de alegría y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

—Dios Todopoderoso, ¡oh Señor Jesucristo! —dijo él—. Tú, Sembrador del ideal casto y Pastor de todos nosotros, toma para ti el fruto de esta semilla de castidad que Tú has sembrado en Cecilia. Como una abeja, laboriosa e inocente, tu doncella Cecilia te sirve continuamente. El esposo que ha tomado, que estaba como un león rampante, lo ha enviado aquí hacia ti, suave como un corderito.

Y mientras el anciano estaba hablando, otro anciano vestido con ropajes de una blancura radiante, que llevaba en su mano un libro escrito con letras de oro, se apareció súbitamente y se quedó inmóvil de pie frente a Valeriano. Al verlo, Valeriano cayó al suelo aterrorizado y como muerto, a lo que el otro, asiéndole, empezó a leer el libro:

—Un Señor, una Fe, un Dios solamente; una Cristiandad, un Padre para todos vosotros, omnipresente y supremo. Todas estas palabras estaban escritas en oro. Cuando terminó de leerlas, el anciano exclamó:

—¿Crees o no crees en estas palabras? Responde sí o no.

—Todo esto creo —replicó Valeriano—. Pues me atrevo a sostener que ningún hombre puede concebir nada más cierto bajo el cielo.

Después de ello el anciano se desvaneció en el aire, sin que él supiera adónde había ido, y el Papa Urbano hizo un cristiano de él allí mismo.

Valeriano regresó a casa y encontró a Cecilia de pie en su habitación con un ángel. El ángel llevaba en sus manos dos guirnaldas, una de rosas y otra de lirios; tengo entendido que dio la primera a Cecilia y luego la segunda se la entregó a su marido Valeriano.

—Conserva siempre estas guirnaldas, con pureza de cuerpo y mente sin mácula —dijo él—. Las he traído a vosotros desde el Paraíso; os aseguro que no se marchitarán nunca, ni perderán su dulce aroma, ni la verá ninguna persona, a menos de que sea casta y odie la maldad. En cuanto a ti, Valeriano, por haber reaccionado tan rápidamente al buen consejo, puedes pedirme lo que desees y te será concedido.

A esto Valeriano replicó:

Tengo un hermano al que amo más que a ningún hombre. Te ruego que le dejes tener la gracia de conocer la verdad como yo la he conocido aquí.

—Tu petición —respondió el ángel— es agradable a Dios: ambos asistiréis a su fiesta celestial portando la palma del martirio.

Mientras hablaba llegó Tiburcio, el hermano de Valeriano. Percibiendo el aroma que se desprendía de las rosas y de los lirios, quedó profundamente asombrado en su fuero interno.

—¿De dónde proviene este dulce olor a rosa y lirio que se nota en este aposento y en esta época del año? —dijo—. Ei aroma difícilmente sería más penetrante si estuviese cogiéndolas con la mano. La dulce fragancia que percibo en mi corazón ha cambiado todo mi modo de ser.

—Tenemos —le contó Valeriano— dos brillantes y resplandecientes guirnaldas: una blanca como la nieve; la otra, roja rosada, que tus ojos no pueden ver. Pero como sea que recé para que tú pudieses olerlas, querido hermano, también las verás, si te apresuras a creer y a conocer la pura verdad.

Tiburcio repuso:

—¿Me estás diciendo esto a mí o lo estoy oyendo en un sueño?

—Estate seguro, hermano, que los dos hemos estado soñando hasta ahora —replicó Valeriano—; pero ahora, por primera vez, estamos en la verdad.

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