Cuentos de Canterbury (36 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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¿Por qué alargar la historia? Se acercó a la cabecera del enfermo y le apremió con tanto calor que fuese a Orleáns, que se levantó inmediatamente y pronto estaba ya en camino, esperando verse librado de su desgracia.

Cuando ambos casi habían llegado a la ciudad y estaban a unos dos o tres estadios de ella, encontraron a un joven estudioso caminando solo, que les saludó cortésmente en latín
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y entonces les dejó atónitos al decirles:

—Sé por qué habéis venido.

Antes de que hubiesen dado otro paso más les contó todo lo que ellos tenían intención de hacer.

El estudioso bretón les preguntó por amigos a los que había conocido en viejos tiempos, pero los otros replicaron que estaban muertos, lo que provocóle un gran llanto.

Entonces Aurelio descabalgó de su caballo y se fue con el mago a su casa, en donde se instalaron cómodamente. La buena comida no escaseaba. Aurelio jamás había visto una casa tan bien surtida en toda su vida.

Antes de ir a cenar el mago le mostró bosques y parques llenos de animales silvestres. Allí vio ciervos con enormes comamentas, las mayores que jamás ojos humanos contemplaron; divisó perros de jauría matando a un centenar de ellos y muchos otros heridos por crueles flechazos; y mientras se despachaban estos animales silvestres, divisó en la orilla de un río a unos halconeros, cuyos halcones acababan de matar a una garza real. Luego observó a unos caballeros celebrando unas justas en una llanura; después de lo cual el mago se dio el gusto de mostrarles a su dama en pleno baile, en el cual parecía que él mismo también tomaba parte.

Cuando el que les mostraba esta magia creyó que ya era suficiente, dio una palmada y, ¡oh!, todo aquel espectáculo se desvaneció. Sin embargo, ni por un solo momento se habían ausentado de la casa mientras contemplaban estas maravillas, sino que estuvieron tranquilamente sentados en donde él guardaba sus libros, no habiendo nadie más allí que ellos tres.

El astrólogo llamó a su escudero y le dijo:

—¿Está lista nuestra comida? Hace ya una hora que te dije que preparases nuestra cena cuando entré con estos caballeros en mi estudio donde guardo los libros.

—Señor, la comida está dispuesta para cuando gustéis —dijo el escudero—, incluso si queréis que la sirva en el acto.

—Entonces vayámonos a cenar —dijo él—. Creo que será lo mejor. La gente que está enamorada debe alimentarse de vez en cuando.

Después de cenar se pusieron a discutir el importe de los honorarios que el astrólogo debería percibir por eliminar todas las rocas de Bretaña desde la Gironda hasta la desembocadura del Sena
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.

Al principio se negó, jurando que no aceptaría menos de mil libras por el trabajo, vive Dios. Tampoco se sentía demasiado inclinado a hacerlo por dicha suma.

Pero Aurelio, cuyo corazón estaba rebosante de felicidad, pronto replicó:

—¡Ya está bien por mil libras! Si fuese el amo del mundo, que dicen que es redondo, te lo daría todo. El trato está hecho y todos estamos de acuerdo. Cobraréis hasta el último céntimo; os doy mi palabra de honor. Pero procurad que, por pereza o negligencia, no nos quedemos aquí más tarde de mañana.

—No —replicó el astrólogo—. Os doy mi palabra. Aurelio se fue a la cama cuando tuvo ganas y durmió casi toda la noche. Con todas las fatigas del día y la esperanza de felicidad, su triste corazón encontró alivio en su sufrimiento. Al clarear a la mañana siguiente, Aurelio y el mago tomaron la ruta más corta hacia Bretaña y al llegar a su destino descabalgaron. Esto era —así me lo dicen los libros— durante la fría y helada estación de diciembre.

Febo había envejecido y tenía el color del cobre, el mismo que antes, durante el caliente solsticio de verano, había brillado como oro bruñido con rayos resplandecientes; pero ahora, habiendo descendido hasta Capricornio, me atrevo a decir que brillaba con palidez mortecina. En todos los jardines, las fuertes heladas habían destruido las plantas verdes después de neviscar y llover. Ahora, Jano
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, el de la barba bífida, estaba sentado al calor de la lumbre bebiendo vino de su enorme cuerno; la carne de colmillosos jabalíes estaba enfrente de él, y todos los hombres exclaman: «¡Malos tiempos!»

Aurelio hizo que su astrólogo se sintiese como un huésped bien tratado y agasajado por todos los medios a su alcance, y luego le rogó que hiciese todo cuanto pudiese para librarle de aquel cruel tormento, pues, si no, se abriría el corazón con la espada. Aquel experto mago se compadeció tanto de aquel hombre, que se apresuró todo lo que pudo. Noche y día estuvo vigilante esperando la hora favorable para realizar su experimento astrológico, es decir, produciendo mediante algún conjuro (desconozco la adecuada terminología astrológica) una ilusión por la cual Dorígena y todos los demás pensasen, y dijesen, que las rocas de Bretaña habían desaparecido o hundido bajo la tierra.

Al fin encontró el momento correcto para la ejecución de su maldito y diabólico conjuro. Sacó sus recién corregidas tablas toledanas de astronomía
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y todo lo que necesitaba: tablas sobre el movimiento de los planetas durante periodos redondos, tablas para las subdivisiones de los periodos y longitudes para ciertas fechas que proporcionasen bases para el cálculo; y todo el resto de su parafemalia, tales como centros y ángulos de cálculo y sus tablas de proporcionales para computar los movimientos de los planetas, para poder hacer así todas sus ecuaciones. Por el movimiento de la octava esfera, supo exactamente cuánto se había movido Alnath
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desde el primer punto de Aries arriba, que se cree que está en la novena esfera; todo esto, la cantidad exacta de la precesión, de los equinoccios, lo había calculado expertamente.

Habiendo encontrado la primera mansión de la Luna, pudo hacer el cómputo del resto proporcionalmente y decir cuándo se elevaría la Luna y en qué relación con los planetas y sus lugares en el zodiaco, y todo lo demás. Supo exactamente qué mansión de la Luna era la apropiada para el experimento y también todas las demás ceremonias rituales que son necesarias para tales ilusiones, así como otras malas prácticas que utilizaban los paganos por aquellos tiempos. Por tanto, no se retrasó más, y durante una semana o dos pareció que todas las rocas habían desaparecido.

Aurelio, todavía en ascuas sobre si iba a conquistar su amor o bien perder su oportunidad, esperó aquel milagro noche y día. Pero cuando comprobó que todos los obstáculos se habían ido y todas las rocas habían desaparecido, cayó a los pies del astrólogo y le dijo:

—Yo, el triste y desgraciado Aurelio, te doy las gracias, maestro, así como a la diosa Venus, que me ha ayudado a salir de estos penosos tormentos míos.

Y se dirigió al templo donde sabía que vería a su dama. Luego, viendo que era su oportunidad, avanzó a saludar a su amada y soberana dama, y así empezó el desgraciado:

—Señora mía, reina mía —le dijo con actitud humilde y el corazón trémulo—, a quien con todo mi corazón más temo y amo que a nadie en todo el mundo, a quien más mal me sabría ofender; si no fuese que sufro tanto por vos que estoy a punto de caer muerto a vuestros pies aquí y ahora, nada me introduciría a revelaros cuánto me oprime la desgracia; pero la verdad es que hablo o muero. Sin que yo tenga culpa alguna, me estáis matando con el tormento más atroz. Pero incluso si no tuvieseis piedad y dejaseis que muriese, reflexionad un momento antes de romper la palabra que me disteis. Por ese Dios que reina en las alturas, pensadlo bien, antes de matarme porque os amo.

»Pues, señora, sabéis muy bien lo que me prometisteis (no es que reclame nada de vos como derecho, mi señora, sino vuestro consentimiento), que en aquel lugar de ese jardín, bien vos sabéis lo que me prometisteis; dándome vuestra mano, disteis vuestra palabra y promesa de amarme más que a nadie. Dios es testigo de lo que dijisteis, aunque yo sea indigno de vuestro amor. Señora, estoy hablando más por respeto a vuestro honor que para salvar la vida de mi corazón. He cumplido lo que me mandasteis, como podréis comprobar si vais a verlo. Haced lo que queráis; recordad vuestra promesa; pues, muerto o vivo, aquí me encontraréis. Queda totalmente en vuestras manos el que viva o muera, pero esto sí sé: las rocas ya no están.

Así se despidió él, mientras ella quedó muda de asombro sin una gota de sangre en las mejillas. Nunca creyó ella caer en una trampa así.

—¡Quién iba a pensar que sucediese algo semejante! —exclamó ella—. Pues nunca soñé que pudiera haber la posibilidad de que aconteciera un prodigio o maravilla tan fenomenal. Va en contra del curso de la Naturaleza.

Y regresó a su casa convertida en una infeliz mujer. Y tan esanimada estaba, que apenas si podía caminar. Durante todo el día siguiente y el otro lloró y lamentó, desmayándose frecuentemente. Era algo que daba pena verlo. Pero ella no dijo a nadie el motivo de su desazón, pues Averagus se había ausentado de la ciudad. Con el rostro cubierto de mortal palidez y el semblante descompuesto, ella habló consigo misma y expresó su lamento de esta forma:

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. Es contra ti, Fortuna, que elevo mi queja. Tú me has cogido desprevenida y me has rodeado con tus cadenas, de las que nada puede salvarme, salvo mediante la muerte o la deshonra. Me veo forzada a elegir entre una de las dos. Sin embargo, antes perdería mi vida que deshonrar mi cuerpo, saberme infiel o perder mi buena fama.

Seguro que con mi muerte quedo libre de este dilema. ¿No se han suicidado muchas esposas y vírgenes honradas antes que transgredir con su cuerpo?

»Ya lo creo que sí, y las siguientes historias así lo demuestran. Cuando los Treinta Tiranos
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, con sus corazones llenos de iniquidad, hubieron matado a Fidón en un banquete celebrado en Atenas ordenaron detener a sus hijas, a las cuales, para satisfacer sus torpes deseos, se les ordenó comparecer ante ellos totalmente desnudas y que bailasen así por encima de la sangre de su padre que cubría el suelo. ¡Que la maldición de Dios caiga sobre ellos! Y así, según cuentan los libros, estas pobres vírgenes, llenas de terror, se escaparon y saltaron al interior de un pozo, en donde se ahogaron. Todo antes que perder su virginidad.

»El pueblo de Mecenas también buscó y halló a cincuenta vírgenes de Lacedemonia, con el objeto de satisfacer su lascivia con ellas. Sin embargo, no hubo una sola que no se matase, prefiriendo morir antes de consentir que les robasen su virginidad. ¿Por qué yo, pues, debo temer la muerte?

»Considerad también el caso del tirano Aristóclides, que amaba a una virgen llamada Estímfalis. Cuando mataron a su padre una noche, ella corrió directamente al templo de Diana y se agarró a su imagen con ambas manos. De aquella estatua no quiso soltarse y, realmente, nadie pudo sacarla de allí hasta que la mataron. Ahora bien, si las vírgenes sienten tal horror en verse mancilladas por el placer de un hombre perverso, cuánto más, me parece a mí, debería una esposa preferir la muerte antes que verse profanada.

»¿Y qué decir de la esposa de Asdrúbal, que se quitó la vida en Cartago? Pues cuando vio que los romanos habían conquistado la ciudad, ella cogió a todos sus hijos y se echó al fuego, prefiriendo morir antes de que cualquier romano pudiese violarla. ¿Y no se mató la pobre Lucrecia en Roma después de haber sido forzada por Tarquinto, ya que le pareció vergonzoso seguir viviendo después de haber perdido su honra?

»¿Y las siete vírgenes de Mileto
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que se mataron a sí mismas de pena y desesperación, antes que tolerar que los galos las violaran? Supongo que podría relatar más de mil historias más referentes al tema. Por ejemplo, después de que Abradates fuese muerto, su amada esposa se acuchilló a sí misma y dejó que su sangre cayese en las aberturas de las heridas de su esposo gritando: "Por lo menos ningún hombre va a mancillar mi cuerpo si puedo impedirlo."

»¿Por qué tengo que contar tantos ejemplos, cuando tantas han preferido matarse antes que ser violadas? Considerando todas estas cosas, es mejor que me mate que verme asaltada. Seré fiel a Arveragus, o me mataré de algún modo, como hizo la amada hija de Democio, que no quería ser desflorada.

»¡Oh, Escedaso! ¡Qué conmovedor leer cómo murieron tus pobres hijas, que se suicidaron por una razón similar! Fue tan conmovedor, si no más, como cuando la virgen tebana, por culpa de Nicanor
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, se suicidó por el mismo motivo. Otra virgen tebana hizo lo mismo porque un macedonio la había forzado y con su muerte remedió su perdida virginidad. ¿Y qué diré de la esposa de Nicerato, que se suicidó en parecidas circunstancias? ¡Cuán fiel fue también el amor de Alcibíades, que prefirió morir antes que permitir que su cuerpo quedase sin enterrar! ¡Pensad qué clase de esposo fue Alcestes, que pidió ser sacrificado en lugar de su esposa, dando un hermoso ejemplo de fidelidad conyugal!

»¿Qué dice Homero de la buena Penélope? Toda Grecia sabe de su castidad. También se cuenta de Laodamia que cuando Protesilao fue muerto en Troya, no quiso sobrevivirle ni un solo día. Algo similar podría decir de la noble Porcia que no supo vivir sin Bruto, a quien había entregado todo su corazón. Y de la perfecta fidelidad de Artemisa que se venera por todos los países bárbaros, ¿qué puedo decir? En cuanto a ti, reina Tauta
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, tu castidad de esposa puede servir de espejo y ejemplo para todas las esposas. También puedo decir lo mismo de Biliea, de Rodaguna
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y de Valeria.

Así se lamentó Dorígena durante un par de días, y mientras tanto estaba decidida a morir. Sin embargo, a la tercera noche el digno caballero Arveragus regresó a su hogar y le preguntó por la causa de su llanto tan amargo. Lo que hizo que arreciase en su llanto todavía más.

—¡Ay de mí! —exclamó ella—. ¡Ojalá no hubiese nacido! He dicho… He prometido… y se lo contó todo tal como lo habéis oído. No es preciso que lo repita de nuevo.

Pero su esposo, con el semblante sereno y voz amable, le repuso, como contaré ahora mismo:

—¿Aparte de lo que me has contado, hay algo más, Dorígena?

—No, no —exclamó ella—. ¡Como que Dios es mi auxilio! Y ya es demasiado, aunque sea la voluntad de Dios.

—¡Ah, mujer! —dijo él—. Deja que las cosas sigan su curso. Quizá todo termine bien todavía. Tú cumplirás tu palabra, lo juro. Pues, como que espero merecer el Cielo, es tan grande el amor que te tengo, que antes prefiriría ser acuchillado hasta morir que tolerar que tú faltes a tu palabra. No hay nada más sagrado que mantener la palabra dada.

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