Cuentos de Canterbury (16 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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En todo el país no había cristiano que se atreviera a reunirse con otros para practicar el culto: todos los cristianos habían huido del país cuando los paganos conquistaron por tierra y por mar todas las regiones del norte del país. El cristianismo había huido con los bretones (los antiguos habitantes de las islas) a Gales, donde habían encontrado momentáneo refugio. No obstante, no habían desaparecido todos los cristianos bretones, y había unos pocos que engañaban al pagano y, secretamente, veneraban a Jesucristo. Tres de ellos residían cerca del castillo. Uno de ellos era ciego y no podía ver excepto con los ojos de la mente, con los que los ciegos pueden averiguar cosas.

El sol brillaba resplandecientemente aquel día de verano, cuando Constanza, junto con el guarda y su mujer, tomaron el sendero que lleva directamente al mar, pensando divertirse y pasear arriba y abajo una media milla. Pero en su paseo se toparon con este hombre viejo, ciego y encorvado, con sus ojos completamente cerrados.

—¡Doña Hermenegilda —exclamó el viejo bretón—, en nombre de Jesucristo, devuélveme la vista!

Al oír esto, la dama se asustó temiendo que su esposo la mataría por su amor a Jesucristo. Pero Constanza le infundió valor diciéndole que realizara la voluntad de Jesucristo como una hija de la Iglesia.

Desconcertado por lo que veía, el guarda exclamó: —¿Qué significa todo esto?

Constanza le replicó:

—Señor, es el poder de Jesucristo el que salva a la gente de las garras del diablo.

Y empezó a explicar su fe con tal vehemencia y elocuencia, que antes de la noche el guarda se había convertido y creía ya en Jesucristo. Ahora bien, el guarda no era, ni mucho menos, el que mandaba en aquel lugar en que encontró a Constanza. Él lo guardó durante muchos años bajo el poder de Alla
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, rey de toda Northumbria, quien, como sabéis, fue el astuto rey que frenó a los escoceses con mano de hierro.

Pero dejad que vuelva a mi historia.

Satanás, que está siempre agazapado esperando hacemos caer en su trampa, vio cuán perfecta era Constanza, por lo que maquinó el medio para vengarse de ella. Hizo que un joven escudero que vivía en la ciudad se enamorase perdidamente de ella, con tal pasión libidinosa, que llegó a creer que moriría si no conseguía poseerla tarde o temprano. Pero cuando la cortejó no consiguió absolutamente nada: ella no se dejó tentar. En su furor, él ideó el medio de hacerla morir de vergüenza. Esperó el momento en que el condestable se hallaba de viaje, y una noche penetró sigilosamente dentro del aposento de Hermenegilda mientras dormían.

Tanto Constanza como Hermenegilda estaban durmiendo, cansadas y fatigadas de tanto rezar y estar en vela. Tentado por Satanás, el escudero se deslizó hasta la cama y le cortó el cuello a Hermenegilda. Dejó el cuchillo manchado de sangre al lado de Constanza y se escabulló. ¡Que Dios le maldiga!

Poco después, el condestable regresó a su casa con Alla, el rey del país, y se encontró con que su esposa había sido cruelmente asesinada. Lloró de pena y se retorció las manos, cuando allí en la cama junto a doña Constanza descubrió el cuchillo tinto en sangre.

Ay! ¿Qué podía decir ella si la pena le embargaba y no le dejaba razonar? Al rey Alla se le informó de esta calamidad y también del momento y lugar y demás circunstancias en las que doña Constanza había sido hallada en el barco del que ya habéis oído hablar. El corazón del rey se conmovió de piedad al ver una criatura tan buena y gentil en tal tribulación y angustia. Como un cordero que se envía al matadero, esta pobre inocente estaba de pie ante el rey, mientras el infame escudero que había cometido el crimen aseguraba falsamente que era ella la que lo había perpetrado. Sin embargo, la gente prorrumpió en gran clamor, declarando que no podían imaginarla capaz de un acto tan monstruoso, pues habían visto que siempre se había portado bien y el cariño que profesaba a Hermenegilda. Todos los de la casa, con la única excepción del escudero que había matado a Hermenegilda con su cuchillo, dieron el mismo testimonio. Sin embargo, fue este testimonio el que facilitó al rey una pista y le hizo pensar que debía investigar más a fondo para descubrir la verdad.

Sin embargo, Constanza no tenía quien la defendiera, ni ella podía hacerlo; pero Él, que pereció por nuestra redención y venció a Satanás —que todavía sigue donde cayó—, sería este día su magnífico abogado. A menos que Jesucristo hiciera un milagro a la vista de todos, a pesar de su inocencia, la muchacha debía ser inmediatamente ejecutada. Ella se arrodilló y oró:

—Dios inmortal que salvaste a Susana
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de las falsas acusaciones, y tú, Virgen María, hija de Santa Ana, ante cuyo Hijo los ángeles cantan Hosanna, socórreme si soy inocente de este crimen; y si no lo soy, que muera.

¿Quién no ha visto alguna vez un pálido rostro entre la multitud, el rostro del que es conducido a la muerte después de habérsele rehusado el perdón? Tal es el color del que está en peligro, que podéis reconocer su rostro del resto de la multitud. Este aspecto tenía Constanza cuando miró a su alrededor.

Todas vosotras, reinas, duquesas y damas que nadáis en la prosperidad, ¡compadeceos de su adversidad! La hija de un emperador está sola sin nadie a quien acudir para que la socorra. Es su sangre real la que se halla comprometida, sus amigos se hallan lejos en este momento de necesidad.

Pero el rey Alla, pues los corazones nobles siempre son compasivos, se apiadó de ella hasta tal extremo que hasta lágrimas fluyeron de sus ojos.

—Rápidamente, id a buscar un libro —dijo él—, y si este escudero jura que ella mató a esa mujer, consideraremos nuestra sentencia.

Se trajo un libro británico en el que figuraban los Evangelios
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. El escudero juró inmediatamente sobre ese libro que ella era culpable: y, de repente, a la vista de todos los presentes, una mano le hirió en el cuello, desplomándose como una piedra, con sus ojos fuera de las órbitas. Todos oyeron una voz que dijo:

—Tú has acusado a una inocente hija de la Santa Iglesia en presencia del rey. Y habiendo hecho esto, ¿debo yo permanecer callado?

Ante este milagro la multitud quedó aterrorizada y todos, excepto Constanza, permanecieron como anonadados, temiendo la venganza de los cielos.

Todos los que, injustamente, habían sospechado de la santa e inocente Constanza estaban arrepentidos y temerosos. Debido al milagro y a la mediación de Constanza, al fin, el rey y muchos otros de los presentes se convirtieron, gracias a Jesucristo.

Alla sentenció al escudero mentiroso a ser ejecutado inmediatamente por su perjurio; sin embargo, Constanza lamentó profundamente su muerte. Entonces, en virtud de su gracia, Jesús hizo que Alla se casara con esta hermosa y santa doncella con solemne ceremonia. De este modo Jesucristo hizo de Constanza una reina.

Pero, para decir verdad, ¿quién se sintió ofendida por este matrimonio? Pues Doneguilda, la tiránica anciana madre del rey. Se opuso tanto a la decisión de su hijo, que le pareció que su maldito corazón iba a partírsele en dos. Le parecía un deshonor que su hijo, el rey, tomase por esposa a una mujer extranjera.

No quiero pasar más tiempo entretenido en lo superfluo de mi relato, sino que voy a ir al grano. ¿Por qué tendría que contaros la pompa con que se celebró la boda, el orden en que se sirvieron los platos del banquete, quién tocó la trompeta y quién la trompa? Todo puede resumirse en esto: comieron, bebieron, bailaron, cantaron y se divirtieron. Y se fueron a la cama como correspondía. Las esposas pueden ser santas criaturas, pero por la noche deben soportar pacientemente todos los actos que proporcionan placer a sus maridos, que se casan con anillos, y, de momento, deben dejar un poquito de lado su santidad. Son cosas inevitables.

Con el tiempo él tuvo de ella un hijo varón. Así cuando debió ir a perseguir a sus enemigos a Escocia, confió su esposa al cuidado de su condestable y de su obispo. La dulce y suave Constanza, que llevaba ya tiempo embarazada, se quedó tranquilamente en su aposento y esperó la voluntad de Jesucristo. A su debido tiempo parió un niño, al que bautizó con el nombre de Mauricio. El condestable mandó llamar a un mensajero y escribió al rey Alla para darle la buena noticia, junto con otras nuevas urgentes. El mensajero tomó la misiva y partió, pero esperando mejorar sus propios intereses, se dirigió rápidamente a visitar a la madre del rey. Saludándole cortésmente le dijo, por propia iniciativa:

—Señora, debéis regocijaros y estar satisfecha y dar mil veces gracias a Dios. Mi señora, la reina, ha parido un niño para alegría y satisfacción de todo el país. Ved, éstas son cartas selladas con la noticia que debo llevar a toda prisa. Soy siempre vuestro servidor, si es que deseáis decir algo al rey, vuestro hijo.

Ahora mismo, no —replicó Donegilda—, pero me gustaría que os quedaseis aquí a descansar durante la noche. Mañana os diré lo que deseo.

El mensajero bebió cerveza y vino en abundancia; mientras estaba durmiendo como un cerdo, le sustrajeron las cartas de su caja y le falsificaron otra misiva relativa al asunto, dirigida al rey como si se la mandase el condestable, que sigilosa e ingeniosamente fue puesta en su lugar con toda mala fe. Esta carta decía que la reina había dado a luz a una criatura diabólica, tan horrible, que nadie en el castillo se atrevía a seguir en él por más tiempo; que la madre era alguna bruja enviada por el Hado fatal o por encantados de hechicería y que todos odiaban su presencia.

Cuando el rey leyó esta carta, quedó muy apenado. Sin embargo, no contó a nadie su tremenda pena. En lugar de ello escribió de su puño y letra una respuesta que rezaba así: «Que todo lo que Jesucristo envíe sea bien venido para mí, ahora que me han enseñado su doctrina. Señor, hágase tu voluntad y que lo que Tú desees, sea aceptado. Coloco mis deseos totalmente a tu disposición. Guarda al niño —sea un monstruo o no— y a mi esposa hasta que regrese a mi hogar. Cuando Jesucristo quiera me enviará un heredero que sea más de mi gusto que éste.»

Ocultando sus lágrimas selló la carta, la cual fue inmediatamente entregada en manos del mensajero, que partió sin más.

¡Qué mensajero! Completamente borracho, con el aliento fétido, el andar tambaleante, sus sentidos embotados, la cara deformada, y charlando como una cotorra, no estaba en condiciones de callar cualquier confidencia que se le hiciera. En cualquier compañía en la que la embriaguez sea costumbre, es imposible que ningún secreto permanezca oculto. En cuanto a Donegilda, no domino suficientemente mi lengua como para describir con justicia su malicia y crueldad, por lo que la remito al diablo. ¡Que sea éste el que celebre su traición! Su espíritu era tan poco femenino —¿que digo, Dios mío?—, tan diabólico, que os juro que, aunque caminaba sobre la tierra, su alma estaba ya en los infiernos.

A su regreso de ver al rey, el mensajero llegó de nuevo a la corte de Donegilda, quien le agasajó espléndidamente. El mensajero bebió, llenó el buche de vino hasta que no pudo más, y, luego, durmió como siempre, roncando toda la noche hasta la salida del sol.

Nuevamente todas sus cartas fueron robadas y reemplazadas por falsificaciones que decían: «El rey ordena a su condestable, bajo pena de muerte, que de ningún modo permita a Constanza que permanezca en su reino más de tres días y la cuarta parte de una marea. Se le pondrá a ella y a su retoño y todo lo que le pertenezca en el mismo barco en que se le encontró y se le arrojará del país, conminándola a no regresar jamás.» ¡Ya podía el alma de Constanza sentir temor y soñar pesadillas, mientras Donegilda tramaba esta orden!

Cuando el mensajero se despertó a la mañana siguiente, tomó el camino más corto hacia el castillo y entregó la carta al condestable, que exclamó una y otra vez, con el corazón compungido, mientras leía la cruel carta:

—Señor Jesucristo —dijo—, ¿cómo puede el mundo sobrevivir si existe tanta maldad en sus criaturas? Dios Todopoderoso, si ésta es tu voluntad, ¿cómo, siendo Tú un juez justiciero, permites que perezcan los inocentes y que los malos reinen en la prosperidad? ¡Cuánto siento, buena Constanza, tener que ser tu ejecutor o bien morir de muerte infamante! No hay alternativa.

Todos los del lugar, jóvenes y viejos, lloraron por la maldita carta enviada por el rey. Al cuarto día, con el rostro cubierto de una palidez mortal, Constanza se dirigió al barco. Con gran sumisión aceptó la voluntad de Jesucristo. Se arrodilló en la playa y dijo:

—Señor, sea siempre bien venido todo lo que Tú me envíes. El que me salvó de las falsas acusaciones mientras estaba entre vosotros en tierra, me guardará de todo peligro y de toda vergüenza en el mar, aunque no sé muy bien cómo; pero Él sigue siendo tan poderoso como siempre para salvar, por lo que en Él confío y en su querida Madre, ambos vela y timón de mi alma.

Su bebé se hallaba llorando en sus brazos. Todavía de rodillas, le dijo al bebé con gran ternura:

—Cállate, hijito, que no voy a hacerte daño.

Y entonces, cogiendo el pañuelo de su cabeza, lo colocó sobre sus ojitos y le acunó en los brazos.

Alzando los ojos al cielo exclamó:

—María, dulce Virgen y Madre, si bien es cierto que, por causa de la incitación de una mujer, se perdió y condenó toda la Humanidad a la muerte eterna y luego tu Hijo fue crucificado, no lo es menos que tus ojos contemplaron su agonía y no puede haber comparación entre tu dolor y el que sufre cualquier ser humano. Tú viste con tus propios ojos cómo mataron a tu hijo. A mí todavía me vive el mío. Dulce Señora, a quien claman los que gimen, gloria de la feminidad, hermosa Virgen, refugio de pecadores, estrella matutina, que en tu dulzura te compadeces de todos los que merecen compasión dentro de su infortunio, ¡apiádate de mi hijo!

»¡Oh, hijito, que todavía no has pecado jamás! ¿Cuál es tu culpa? ¿Por qué querrá tu cruel padre que mueras? ¡Ten piedad, condestable! Deja sólo que mi bebé siga aquí contigo; o bien, si no te atreves a salvarlo por miedo a ser reprendido, dale un beso en consideración al padre.

Ella entonces miró de nuevo hacia tierra y dijo: —¡Adiós, despiadado esposo!

Y, levantándose, caminó por la playa hacia el barco, haciendo callar al niño todo el rato, mientras la gente la seguía. Luego se despidió. Se persignó devotamente y subió a bordo.

No temáis, que había víveres abundantes para que le durasen largo tiempo y, ¡loado sea Dios!, tenía de todas las demás cosas necesarias que pudiera echar en falta. ¡Que Dios Todopoderoso modere el viento y el tiempo y la devuelva a su hogar! Ella navegó por los mares… No digo más.

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