Cuentos de Canterbury (20 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Él poseía un volumen
[187]
que le gustaba muchísimo leer. Siempre estaba leyéndolo desde la mañana a la noche; se llamaba
Valerioy Teofrasto
y se pasaba todo el rato carcajeándose con el libro. Había también un texto
Contra jovinniano
escrito por un hombre culto que vivía en Roma, un cardenal llamado San Jerónimo; y libros de Tertuliano, Crísipo, Trótula y Eloísa
[188]
(esta última era una abadesa que vivía no muy lejos de París). También poseía las
Parábolas de Salomón y El arte de amar
, de Ovidio. Estos y muchos otros estaban todos encuadernados en un solo volumen. Y tanto por la noche como por el día, siempre que tenía tiempo libre de su trabajo, se dedicaba a leer sobre las mujeres perversas que figuran en dicho libro, hasta que un día supo más leyendas y biogafias de mujeres malas que de mujeres buenas habla la Biblia
[189]
.

No caigáis en el error de creer otra cosa; es imposible que un estudioso hable bien de las mujeres, excepto cuando se trate de santas del santoral; no hay ciertamente otra clase de mujeres. Es como aquel león que preguntó al individuo que le mostraba un grabado de un hombre matando a un león
[190]
: «¿Quién fue el pintor?» ¡Decidme quién! Por Dios, si las mujeres hubiesen escrito tantas historias que estos estudiosos enclaustrados, habrían relatado más perversión por parte de los hombres que buenos hechos realizados por los hijos de Adán.

Los estudiosos son hijos de Mercurio, las mujeres lo somos de Venus
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, y ambos tienden a oponerse en todo lo que hacen. Pues Mercurio ama la sabiduría y el saber, pero Venus, el jolgorio y el despilfarro. En astrología la exaltación de uno representa el hundimiento del otro, debido a sus distintas naturalezas. Por eso, cuando en el signo de Piscis, Mercurio —Dios lo sabe muy bien— está hundido, Venus está en lo alto, pero cuando Venus cae, Mercurio se levanta. Por consiguiente, una mujer nunca es elogiada por un erudito estudioso, pues cuando éste es senil y sirve tanto para hacer el amor como una bota vieja, entonces el estudioso se sienta a despotricar sobre las mujeres que no saben mantener su palabra en el matrimonio.

Pero para volver a la cuestión, os estaba contando que me dio una paliza debido a un libro. Una noche, Jankin, mi marido, estaba sentado leyéndolo junto al fuego. Primeramente leyó sobre Eva, cuya perfidia atrajo la desgracia para toda la Humanidad, de modo que el propio Jesucristo, que nos redimió con la sangre de su corazón, fue muerto por su causa. He aquí un texto que dice en forma explícita que la mujer fue la perdición de todos los hombres.

A continuación me leyó cómo Sansón perdió su cabellera: su enamorada se la cortó con unas grandes tijeras cuando dormía, y, debido a su traición, perdió también sus ojos.

Y luego —¡qué pesado!— me leyó la historia de Hércules y Dejanira, que fue la culpable de que él se prendiera fuego. No se olvidó de ninguna de las penas y molestias que tuvo Sócrates con sus dos mujeres; de cómo Jantipa echó orina sobre su cabeza y el pobre hombre, sentado e inmóvil como un cadáver, secó su cabeza sin atreverse a comentar más que esto:

«
Antes de que cese el trueno, cae la lluvia
».

Después saboreó la maldad en la historia de Pasifae
[192]
, la reina de Creta; pero desgraciadamente es demasiado truculenta, por lo que no hablaré de sus horribles deleites y malos deseos. Luego leyó con la mayor complacencia acerca de Clitemnestra
[193]
, la que traicioneramente hizo que muriese su esposo para poder satisfacer su lujuria.

Me relató también cómo Anfiaro
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llegó a perder su vida en Tebas. Mi marido sabía un cuento de cómo la esposa de aquél, Erifila, debido a una hebilla de oro, reveló a los griegos el lugar donde su esposo se había escondido; por lo que poco vivió en Tebas.

Me habló también de Livia
[195]
y Lucilia
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, porque las dos habían llevado a sus maridos a la muerte: una de ellas por amor, la otra por odio. Livia envenenó a su esposo una noche porque le odiaba; mientras que la concupiscente Lucilla amaba tanto a su esposo que, para que él solamente pensase en ella, le dio un afrodisiaco tan fuerte que falleció antes del siguiente amanecer. Por lo que los maridos, debido a un motivo u otro, siempre se le cargan.

A continuación me contó cómo un tal Latimio
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se quejó a su amigo Arrio de un árbol que creía en su jardín y en el cual sus tres esposas se habían ahorcado presas de desesperación. «Mi querido amigo —repuso Arrio—, dame un esqueje de ese maravilloso árbol y lo plantaré en mi propio jardín.»

De las esposas de tiempos más recientes, me leyó de qué forma algunas habían asesinado a sus propios maridos en sus camas y de cómo sus amantes las habían poseído mientras el cadáver yacía inerte toda la noche en el suelo; luego de cómo algunas habían hincado clavos en los cerebros de sus esposos mientras éstos dormían, matándoles de esta forma; asimismo, otras vertían veneno en sus bebidas. El corazón no puede concebir las maldades que contó. Además sabía más proverbios que briznas de hierba y césped hay en el mundo. «Mejor es vivir con un león o con un feo dragón que con una mujer dada a reñir», decía él. «Mejor es vivir en un rincón de una buhardilla que con una mujer bravía en una casa; son tan perversas y dadas a llevar la contraria, que siempre odian lo que sus maridos aman», afirmaba. «Una mujer arroja su vergüenza, cuando ella arroja su falda», decía él, y añadía: «Una mujer hermosa, a menos que sea también casta, es como una anilla de oro en la nariz de una marrana»
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. ¿Alguien puede concebir o imaginarse el dolor o tormento que presentó para mi corazón?

Pero cuando vi que él nunca terminaría de leer aquel maldito libro y que se pasaría toda la noche dale que dale, de repente fui y le arranqué tres páginas mientras lo estaba leyendo y, al mismo tiempo, le pegué tal puñetazo en la mejilla que lo tumbé hacia atrás, cayendo en el fuego. Entonces pegó él un brinco como si fuese una bestia salvaje y me propinó tal manotazo en la cabeza que me desplomé como muerta en el suelo. Cuando él vio lo inmóvil que estaba se llenó de temor, y se hubiese escapado de no haber yo vuelto en mí al fin.

—¡Me has matado, asqueroso bandido! —dije—. ¡Me has matado por mis tierras! Pues bien, antes de morir te daré un beso.

Entonces él se acercó y se arrodilló suavemente junto a mí y me dijo:

—Alicia, amor mío, por Dios te juro que no volveré a pegarte en mi vida. Pero tú tienes la culpa de que te hiciera lo que hice. ¡Perdóname, por amor de Dios!

Pero yo le aticé una vez más en la mejilla y le dije:

—¡Tú, ladrón, ahora ya estoy vengada! No puedo decirte nada más. ¡Me muero!

Pero, al fin, después de riñas y peleas interminables, se hizo la paz entre nosotros. El me entregó las riendas del hogar y yo tuve el gobierno de nuestra casa y de nuestras tierras, así como también de su lengua y su puño. Allí mismo le hice quemar el libro. Desde aquel momento, por tener yo el dominio del vencedor, le tuve a mi merced y logré que dijese:

—Mi única y verdadera esposa, haz lo que quieras mientras vivas, cuídate de tu honor y de mis bienes.

Desde aquel día jamás tuvimos otra pelea.

Que Dios me perdone, pero no hay mujer desde Dinamarca hasta las Indias que hubiese podido ser más amable hacia él que yo, o más fiel (como él lo fue para mí). Ruego a Dios que reina en la Gloria que, en su infinita bondad, bendiga su alma. Y ahora, escuchad, que os voy a contar mi relato.

La disputa entre el fraile y el alguacil

En cuanto hubo oído esto, el fraile rompió a reír. —Vamos, señora. Por mi salvación, que éste fue un largo preámbulo para el relato —dijo él.

Pero el alguacil intervino en cuanto oyó al fraile que empezaba a sermonear.

—¡Ved, amigos! —exclamó el alguacil—. He aquí los brazos de Dios. Un fraile siempre tiene que meter sus narices. Mirad, amigos, estos frailes son como las moscas: siempre caen en el plato donde come la gente y se entrometen en todos sus asuntos. ¿Qué es lo que quieres decir, a modo de preámbulo? ¡Pues camina, trota, o siéntate y calla! Con tus cosas estás estropeando la diversión.

—¿Así que es esto lo que piensas, mi señor alguacil? —replicó el fraile—. Bueno, antes de irme, os doy palabra de que os contaré una o dos historias acerca de un alguacil que hará reventar de risa a todos los que están aquí.

—Lo veremos, fraile. ¡Malditos sean tus ojos! —dijo el alguacil—. Pero que me condene si, antes de que llegue a Sittmgboume
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, no os cuento dos o tres historias sobre frailes, que te dejarán lamentando (haber abierto la boca), pues veo que estás perdiendo la compostura.

—¡Silencio! ¡Callad enseguida! —bramó nuestro anfitrión. Entonces prosiguió:

—Dejad que la señora cuente su relato. Os comportáis como si hubieseis bebido demasiada cerveza. Siga, señora; cuente el cuento. Será lo mejor.

—Estoy dispuesta, señor —respondió ella—. Cuando queráis; esto es, si tengo permiso de este buen fraile.

—Desde luego, señora —replicó éste—. Contad, que escucharé.

El cuento de la comadre de Bath
[200]

En los viejos tiempos del rey Arturo, cuya fama todavía pervive entre los naturales de Gran Bretaña, todo el reino andaba lleno de grupos de hadas. La reina de los Elfos y su alegre cortejo danzaba frecuentemente por los prados verdes. Según he leído, ésta es la vieja creencia; hablo de hace muchos centenares de años; pero ahora ya no se ven hadas, pues actualmente las oraciones y la rebosante caridad cristiana de los buenos frailes llenan todos los rincones y recovecos del país como las motas de polvo centellean en un rayo de sol, bendiciendo salones, aposentos, cocinas y dormitorios; ciudades, burgos, castillos, torres y pueblos; graneros, alquerías y establos; esto ha ocasionado la desapancion de las hadas. En los lugares que frecuentaban los elfos, ahora andan los frailes mañana y tarde, musitando sus maitines y santos oficios mientras rondan por el distrito. Por lo que, actualmente, las mujeres pueden pasear tranquilamente junto a arbustos y árboles; un fraile es al único sátiro que encuentran, y todo lo que éste hace es quitarles la honra. Pues bien, sucedió que en la corte del rey Arturo había un caballero joven y alegre. Un día que, montado en su caballo, se dirigía a su casa después de haber estado dedicándose a la cetrería junto al río, se topó casualmente con una doncella que iba sin compañía y, a pesar de que ella se defendió como pudo, le arrebató la doncellez a viva fuerza.

Esta violación causó un gran revuelo. Hubo muchas peticiones de justicia al rey Arturo, hasta que, por el curso de la ley, el caballero en cuestión fue condenado a muerte. Y hubiese sido decapitado (tal era, al parecer, la ley en aquellos tiempos) si la reina y muchas otras damas no hubieran estado importunando al rey solicitando su gracia, hasta que al fin él le perdonó la vida y lo puso a merced de la reina para que fuese ella a su libre albedrío la que decidiese si debía ser ejecutado o perdonado.

La reina expresó al rey su profundo agradecimiento y, al cabo de uno o dos días, encontró la oportunidad de hablar con el caballero, al que dijo:

—Os encontráis todavía en una situación muy dificil, pues vuestra vida no está aún a salvo; pero os concederé la vida si me decís qué es lo que las mujeres desean con mayor vehemencia. Pero, ¡ojo! Tened mucho cuidado. Procurad salvar vuestra cerviz del acero del hacha. No obstante, si no podéis dar la respuesta inmediatamente, os concederé el permiso de ausentaros durante un año y un día para encontrar una solución satisfactoria a este problema. Antes de que os pongáis en marcha, debo tener la certeza de que os presentaréis voluntariamente a este tribunal.

El caballero estaba triste y suspiró con mucha pena; sin embargo, no tenía otra alternativa. Al fin decidió partir y regresar al cabo de un año con cualquier respuesta que Dios quisiese proporcionarle. Por lo que se despidió y púsose en marcha.

Visitó todas las casas y lugares en los que pensaba que tendría la suerte de averiguar qué cosa es la que las mujeres ansían más, pero en ningun país encontró a dos personas que se pusiesen de acuerdo sobre el asunto.

Algunos decían que lo que más quieren las mujeres es la riqueza; otros, la honra; otros, el pasarlo bien; otros, los ricos atavíos; otros, que lo que preferirían eran los placeres de la cama y enviudar y volver a casarse con frecuencia. Algunos decían que nuestros corazones se sienten más felices cuando se nos consiente y lisonjea, lo que tengo que admitir está muy cerca de la verdad. La lisonja es el mejor método con que un hombre puede conquistarnos; mediante atenciones y piropos, todas nosotras caemos en la trampa.

Pero algunos afirmaban que lo que nos gusta más es ser libres y hacer nuestro antojo y no tener a nadie que critique nuestros defectos, sino que nos recreen los oídos diciendo que somos sensatas y nada tontas; pues, a decir verdad, no hay ninguna de nosotras que no diese coces si alguien le hiriese en un sitio doloroso. Si no, probad y lo veréis; por malas que seamos por dentro, siempre queremos que se piense de nosotras que somos virtuosas y juiciosas.

No obstante, otros opinan que nos gusta muchísimo ser consideradas discretas, fiables y firmes de propósitos, incapaces de traicionar nada de lo que se nos diga. Pero yo encuentro que esta idea no vale un comino. ¡Por el amor de Dios! Nosotras las mujeres somos incapaces de guardar nada en secreto. Ved, por ejemplo, el caso de Midas
[201]
¿Os gustaría oír la historia? Ovidio, entre otras minucias, dice que Midas tenía ocultas bajo su largo pelo dos orejas de asno que le crecían de la cabeza. Un defecto que él ocultaba cuidadosamente lo mejor que podía; solamente su esposa lo conocía. Él la idolatraba y también le tenía gran confianza. Le rogó que no contase a ningún ser vivo que tenía dicho defecto. Ella juró y perjuró que, por todo el oro del mundo, no le haría aquel flaco favor ni le causaría daño, para no empañar su buen nombre. Aunque fuese por propia vergüenza, no lo divulgaría. A pesar de ello creyó morir si guardaba este secreto tanto tiempo; le pareció que crecía y se hinchaba dentro de su corazón hasta tal punto que no pudo más de dolor y tuvo la sensación de que debía hablar o estallaría. Pero, sin embargo, como no se atrevía a decirlo a nadie, se aproximó a una marisma cercana —su corazón lleno de fuego hasta que llegó allí— y puso sus labios sobre la superficie del agua como un avetoro que se solazaba en el barro: «Agua, no me traiciones con tu rumor —dijo ella—. Te lo digo yo a ti y sólo a ti: mi marido tiene dos largas orejas de asno. Ahora que lo he soltado, no podía callármelo por más tiempo, ya lo creo.» Esto demuestra que nosotras no sabemos guardar nada en secreto; lo podemos callar por un tiempo, pero a la larga tiene que salir. Si queréis oír el resto del cuento, leed a Ovidio; todo lo hallaréis allí.

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