Cuentos de Canterbury (8 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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El domingo por la noche, antes de romper el alba, Palamón oyó cantar la alondra, a falta de dos horas para el amanecer. Pero cantó la alondra, y también lo hizo Palamón. Se levantó muy animado para efectuar su peregrinaje con devoto corazón hacia la bendita y clemente Citerea —quiero decir Venus, la augusta y venerada. En la hora que ella impuso se dirigió andando lentamente a las lizas, al lugar donde se levantaba el templo, y, con humildad, se arrodilló diciendo más o menos:

—Bella entre las bellas, hija de Júpiter y novia de Vulcano, Dama Venus, que lleváis la alegría a la montaña de Citerea: por este amor que tuviste por Adonia, tened piedad de mis ardientes y amargas lágrimas y acoged en vuestro corazón mi humilde plegaria. ¡Ay de mí! No tengo palabras para daros una idea del infierno que me atormenta. Mi corazón no sabe explicar su sufrimiento. Estoy tan confuso, que sólo sé decir: «¡Gracias, radiante señora, por entender mis pensamientos y ver las heridas que siento!» Considerad todo este pesar y apiadaos de mi dolor; a partir de ahora, mientras esté en mi mano, seré vuestro fiel servidor y haré siempre guerra contra la castidad. Este es mi voto, si me ayudáis; no quiero alardear de hazañas guerreras, ni os pido la victoria mañana, ni ganar fama o cualquier tipo de vano renombre en este asunto, ni que mi proeza en la batalla sea proclamada por doquier a toque de trompeta, sino sólo poseer a Emilia morir en vuestro servicio; la forma la dejo en vuestras manos, decidirlo. Tanto si les venzo como si me vencen, no significa nada para mí, si puedo abrazar a mi dama entre mis brazos. Aunque Marte sea el dios de la guerra, vuestro poder en el cielo es tan absoluto, que yo puedo fácilmente poseer mi amor si así lo deseáis. A partir de ahora os veneraré siempre en vuestra capilla; encenderé velas y ofreceré sacrificios en vuestros altares por donde quiera que vaya. Pero si ésta no es vuestra voluntad, dulce señora, entonces rogaré para que mañana Arcite pueda atravesar con su lanza mi corazón. Si muero, no me importará que Arcite la consiga como esposa. Esta es toda mi oración: ¡oh querida y bendita señora, concededme mi amor!

Una vez Palamón hubo concluido su plegaria, hizo humildemente el sacrificio con el ceremonial prescrito, aunque no describiré sus devociones. Pero, al final, la estatua de Venus se movió e hizo una señal, por la que él entendió que su oración, aquel día, había sido aceptada. Aunque la señal sugería un retraso, entendió perfectamente que su petición le había sido otorgada. Por esto se dirigió rápidamente a su casa con el corazón alegre.

Tres horas después de que Palamón hubiera dirigido sus pasos al templo de Venus, salió el sol y con él se levantó Emilia para encaminarse presurosa al templo de Diana. Las doncellas que llevó consigo llevaban fuego debidamente preparado, incienso, vestimentas y todo lo necesario para un sacrificio: cuernos rebosantes de aguamiel, como era costumbres, y todo lo demás.

El humo del incienso llenó el templo, de cuyos muros colgaban espléndidos tapices. Con el corazón acelerado, Emilia lavó su cuerpo con agua del pozo, pero no me atrevo a describir detalladamente cómo efectuó los rituales, aunque pudiera resultar placentero oírlo. Si se es hombre de buena voluntad, no resulta perjudicial; no obstante, es mejor dejarlo a la imaginación de cada uno. Su cabello brillante estaba peinado y suelto, y una corona de hojas de roble siempre verdes adornaba bellamente su cabeza. Empezó por encender dos fuegos sobre el altar y efectuó las ceremonias que podéis leer en la
Tebiada
, de Estatio
[90]
, y otros libros antiguos. Una vez encendido el fuego, empezó a implorar a Diana con estas palabras:

—¡Oh casta diosa de los bosques verdes, que contemplas el cielo, la tierra y el mar
[91]
; señora del tenebroso reino de Plutón en las profundidades del mar; diosa de vírgenes, que durante tantos años habéis comprendido mi corazón y sabéis lo que desea! Libradme de vuestros enojos y del terrible castigo que infligisteis a Acteón. Casta diosa, conocéis mi deseo de vivir virgen y de no ser nunca ni esposa ni amante. Como sabéis, todavía pertenezco a vuestro cortejo; soy una virgen cazadora que antes vagaría por los bosques silvestres que casarme y quedar preñada. No deseo la compañía de los hombres. Ahora, señora, socorredme, pues tenéis el poder y el conocimiento en los tres aspectos de vuestra divinidad. En cuanto a Palamón, que siente tal atracción por mí, y a Arcite, que me ama con tan gran desespero, este único favor os pido: poned paz y amistad entre los dos, desviad sus corazones de mí, apagad o dirigid hacia otra parte su ardiente pasión y deseo, todo su incesante y doloroso tormento.

»Pero si no me concedéis este favor, y uno de los dos ha de ser mi destino, dejad que sea el que más me desee. Diosa de la castidad y de la pureza, contemplad las lágrimas amargas que resbalan por mis mejillas. Virgen, guardiana de todos nosotros, mantened y poned a salvo mi doncellez, que pueda vivir como virgen a vuestro servicio.

Mientras Emilia oraba, los fuegos ardían sobre el altar. Pero, súbitamente, vio un fenómeno muy curioso: de repente, uno de los fuegos se apagó y volvió a encenderse nuevamente; pero después se apagó el otro totalmente, y al apagarse hizo el ruido silbante que hace el fuego de ramas mojadas al arder; algo como gotas de sangre se condensó en el extremo de cada haz de leña. Ante aquel espectáculo, Emilia se asustó tanto, que casi se desmayó y se puso a gritar, no entendiendo lo que aquella misión significaba; temerosa empezó a llorar sin consuelo. En aquel momento se le apareció Diana con el arco en la mano y aspecto de cazadora, que dijo:

—Hija, seca tus lágrimas; los dioses han decidido en las alturas y han decretado que debéis desposaros con uno de esos dos que están pasando tantos pesares y sufriendo tanto por causa vuestra, pero no puedo decir con cuál de ellos. Adiós, pues no puedo permanecer aquí por más tiempo; pero los fuegos que arden en mi altar te aclararán, antes de que te vayas, cuál va a ser tu destino.

Después de hablar así, chocaron y resonaron las flechas en el carcaj de la diosa. Ella dio un paso hacia adelante y desapareció. Emilia inquirió asombrada:

—¿Qué significa todo esto? Me pongo bajo vuestra protección y acato vuestra voluntad, ¡oh Diana!

Y se encaminó a su casa por el sendero más corto; esto fue todo.

A la hora siguiente, que pertenecía a Marte, Arcite se dirigió a grandes zancadas al templo del fiero dios de la guerra para efectuar su sacrificio con todos los ritos de su fe pagana. Con el corazón suplicante y devoto oró así a Marte:

—Oh tú, Dios fuerte, venerado en la fría región de Tracia, en donde eres señor; tú que en todos los reinos y todos los países manejas las riendas de la guerra y alternas a tu capricho las victorias, acepta este mi humilde sacrificio. Si por mi juventud merezco tus favores, si mi fuerza es adecuada para servirte como uno de tus fieles, te ruego que te apiades de mis sufrimientos, por los tormentos y llamas abrasadoras en los que tú una vez ardiste en deseo, cuando la belleza de Venus, hermosa, joven, lozana y libre, era tuya para gozarla y la tenías en tus brazos a tu antojo, aunque, desgraciadamente, las cosas no salieron como tú querías y Vulcano te apresó en su trampa y te encontró yaciendo con su esposa. Por el dolor y la pasión que entonces tuviste, apiádate de mis sufrimientos. Como sabes, soy joven e ignorante, y, supongo, más atormentado por el amor que ninguna otra criatura viviente, pues a la que me hace sufrir este tormento no le importa si nado o me hundo. Me doy perfecta cuenta de que, antes de que ella me conceda su amor, debo vencer por fuerza en la liza. Yo bien sé que toda mi fortaleza no me servirá de nada sin tu ayuda y favor. Así pues, ayúdame, señor, en la batalla de mañana, no sólo por las llamas que te abrasaron una vez, sino también por el fuego que me consume ahora, y haz que mañana consiga la victoria. Deja que el trabajo sea mío y tuya la gloria. Veneraré siempre tu templo soberano más que a todos los demás lugares e incluso me dedicaré a lo que más te deleita y a tus artes marciales; en tu templo colgaré mi estandarte y las armas de mis compañeros; mantendré fuego ardiendo eternamente en tus altares hasta el día en que muera. Además me ligo con este voto: a ti te dedicaré mi barba y estos largos rizos que me cuelgan y que no han tocado jamás ni navaja ni tijeras y seré tu servidor por el resto de mi vida. Ten piedad, señor, de mis pesadas aflicciones y otórgame la victoria; no pido más.

Cuando el poderoso Arcite hubo terminado su plegaria, los arcos que cuelgan de la puerta del templo y hasta las propias puertas empezaron a hacer un ruido estruendoso y violento; Arcite se acobardó. Los fuegos del altar crecieron hasta iluminar todo el templo, mientras un dulce olor se desprendía del suelo. Entonces Arcite levantó su mano y echó al fuego más incienso y realizó otras ceremonias, hasta que la cota de malla que cubría la estatua de Marte tintineó, y con aquel ruido oyó como un suave murmullo que decía: «¡Victoria!» Entonces rindió pleitesía y homenaje al dios. Lleno de alegría y con la esperanza de que todo saldría bien, Arcite regresó a su alojamiento, alegre como un pájaro a la luz del día.

Pero arriba, en los cielos, estalló una fuerte discusión entre Venus, la diosa del amor, y Marte, el fiero dios de la guerra, sobre la concesión de su favor. Júpiter hubo de ponerse serio tratando de poner paz, pero, al final, el pálido Saturno, muy versado en antiguas estratagemas, dada su larga experiencia, se las arregló para idear una solución que satisficiera a ambas partes. Como dice el refrán: «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», posee sabiduría y experiencia que pueden ser superadas, pero no burladas. Aunque no está en la naturaleza oponerse a las disensiones y al miedo, Saturno pronto encontró la forma de solventar la disputa.

—Mi querida hija Venus —dijo Sararno—, la mía es la trayectoria más amplia alrededor del Sol
[92]
, y mi poder es mayor que el que los hombres suponen; a mí me pertenece la muerte por ahogo en el triste mar, el encarcelamiento en oscuras bóvedas, el estrangulamiento y el morir ahorcado, el amotinamiento y la rebelión de las turbas
[93]
, las quejas, los envenenamientos clandestinos; cuando estoy en Leo, la venganza y el desquite son míos; y míos son la ruina de los altos palacios y el derrumbamiento de torres y muros sobre mineros y carpinteros
[94]
; yo maté a Sansón derribando la columna; y mías son las enfermedades mortales, las negras traiciones y conspiraciones. Mi aspecto engendra pestilencia. Vamos, deja de llorar: haré lo que pueda para que vuestro caballero Palamón tenga la dama como prometiste, aunque Marte ayudará a su propio caballero. Sin embargo, tarde o temprano deberá haber paz entre vosotros, a pesar de vuestro temperamento tan distinto, causa de estas riñas diarias. Soy vuestro abuelo, dispuesto a cumplir vuestros deseos. Vamos, seca tus lágrimas, que haré lo que deseas.

Valga lo dicho sobre Marte, sobre Venus, la diosa del amor, y los dioses de allí arriba; y voy a llegar ya, y detallarlo con sencillez, al punto culminante de mi historia.

ACABA LA PARTE TERCERA Y COMIENZA LA CUARTA.

Aquel día se celebró un gran festival en Atenas. Además, la alegre época de mayo elevó el ánimo de todos, de modo que aquel lunes bailaron durante todo el día y celebraron justas o pasaron el tiempo en el distinguido servicio de Venus. Pero como debían levantarse temprano para presenciar el gran torneo, por la noche se retiraron a descansar.

A la mañana siguiente, al romper el alba, resonó el eco de armaduras y repiqueteo de cascos de caballo por las inmediaciones de todas las posadas y hostales: grupos de nobles cabalgaban sobre briosos corceles y palafrenes hacia el palacio. Allí podían verse extrañas armaduras de ricos diseños, ejemplos magníficos de orfebrería, forja y bordado; escudos, viseras y jaeces relucientes; yelmos, cotas de malla y sobrecubiertas de oro forjado; príncipes espléndidamente equipados sobre sus corceles; los caballeros del séquito y los escuderos fijando puntas de lanza a varas de madera, abrochando yelmos y sujetando escudos con correas de cuero entrelazadas.

Nadie holgaba, pues el trabajo era mucho. Podían verse caballos espumajeando por la boca luciendo bridas doradas, y maestros armeros que iban febrilmente de acá para allá con limas y martillos, campesinos a pie y enormes multitudes de gente ordinaria armada con palos cortos; cornamusas, trompetas, timbales y clarines aullaban pidiendo sangre; el palacio estaba lleno de gente por todas partes; aquí un grupito de tres, allí un grupo de diez, comentando, debatiendo y especulando sobre las probabilidades de los dos caballeros tebanos. Uno decía una cosa, otro algo diferente; algunos apoyaban a Barba Negra, otros a Cabeza Pelada, o bien a Cabellos de Estopa. «¡Este de aquí parece fuerte!» «¡Aquél, un luchador!» «¡El hacha de batalla de éste pesa veinte libras!» Cuando ya el sol estaba en todo lo alto, el gran sol bullía en conjeturas.

El gran Teseo, arrancado del sueño por la música y el murmullo de la gente, permaneció en sus habitaciones hasta que los caballeros tebanos (que recibieron idéntico honor) fueron conducidos a palacio. Sentado en un trono como un dios, el duque Teseo se hallaba junto a una ventana. Rápidamente la gente se acercó para verle, rendirle homenaje y oír sus órdenes.

Desde un catafalco, un heraldo impuso silencio hasta que el ruido de la muchedumbre cesó. Cuando se hubieron callado anunció el deseo del gran duque:

—En su elevada discreción, el príncipe considera que la destrucción de sangre noble en este torneo sería demasiado grave si la batalla se librara hasta la muerte. Por consiguiente, desea modificar sus condiciones originales con el fin de salvar vidas.

»Por ello, y bajo pena de muerte, ningun hombre podrá llevar a la liza ninguna clase de arma arrojadiza, hacha o daga; nadie sacará o llevará espadas cortas, afiladas, de las que pueden matar; nadie efectuará con su lanza de punta afilada más de un embate contra su oponente; se permitirá clavar armas punzantes sólo cuando se esté pie al suelo, y, aun así, únicamente en defensa propia. Cualquiera que sea derribado será apresado, no muerto, y llevado a una estaca que habrá a cada uno de los dos lados; deberá ser llevado allí a viva fuerza y permanecer en la estaca. Si el jefe de uno u otro bando es apresado o muerto por su oponente, el torneo finalizará en aquel mismo instante. Ahora, id con Dios. Adelante y luchad con ardor. Satisfaced vuestras ansias de lucha con espadas y mazas. Vamos, id; es la voluntad del duque.

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