Cuentos de Canterbury (38 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—Ordeno que a este hombre se le devuelva la esclava inmediatamente. No debéis tenerla en casa ni un momento más. Id a buscarla y colocadla bajo mi custodia. Este hombre debe tener a su esclava. Este es mi veredicto.

El buen Virginio, forzado por el veredicto del juez a entregar a su amada hija a Apio para que satisficiese su lascivia, emprendió el camino hacia su casa. Al llegar se sentó en el salón y mandó que le trajesen a su hija. Con la cara lívida contempló su dulce semblante. Su corazón de padre sintió una lástima infinita, pero no se desvió de su resolución.

—¡Hija mía! —dijo él—, mi Virginia. Hay dos alternativas que tú debes sufrir: o la muerte o la vergüenza y el deshonor. ¡Ojalá no hubiese nacido! Pues tú no has hecho nada para merecer la muerte por cuchillo o espada. ¡Oh, hija mía querida, fin de mi vida a quien tanto me ha gustado criar y educar; nunca te has alejado de mi pensamiento! ¡Oh, hija mía, la última pena y la última alegría de mi vida! ¡Oh, gema de castidad, acepta tu muerte con resignación, puesto que así lo he resuelto decidido! Tu muerte está decidida por amor, no por odio: será mi propia mano amante la que cortará tu cabeza. ¡Ay! ¿Por qué puso jamás Apio sus ojos en ti? Este es el infame veredicto que ha dado sobre ti en el día de hoy. Y aquí le explicó toda la situación. Como vosotros ya habéis oído, no es preciso que recapitule.

—¡Oh, padre mío, tened piedad de mí! —exclamó la muchacha— y con estas palabras le echó los brazos al cuello, como era su costumbre. Lágrimas amargas brotaron de sus ojos.

Querido padre, ¿es preciso que muera? —dijo ella—. ¿No hay perdón, no hay remedio?

—Ninguno en absoluto, queridísima hija —repuso él.

—Entonces dame tiempo, padre mío —replicó ella—, para lamentarme de mi propia muerte durante unos momentos, pues incluso Jefté dio a su hija tiempo para lamentarse antes de matarla, y Dios sabe que ella no tenía más culpa que la de haberse adelantado a ser la primera en dar a su padre la adecuada bienvenida.

Al decir esto, cayó desmayada al suelo.

Cuando le pasó el desmayo se levantó y dijo a su padre: —Loado sea Dios de que muera virgen. Dame la muerte antes de que el deshonor me manche. Cumple tu voluntad sobre tu hija en nombre de Dios.

Acabado que hubo de decir esto, le rogó una y otra vez que la golpease dulcemente con la espada y, al decirlo, cayó desmayada de nuevo.

Con el corazón lleno de pena su padre le cortó la cabeza y cogiéndola por los cabellos se la llevó al juez, que todavía se hallaba juzgando.

Según dice el relato, cuando el juez la vio ordenó que Vrginio fuese arrestado y colgado allí mismo. Pero, en aquel momento, miles de personas, llenas de piedad y compasión, penetraron en la sala para salvar al caballero, pues se había difundido el horrible crimen.

La gente pronto penetró en sospechas sobre aquel asunto; por la forma en que aquel tipo había presentado y forjado su acusación adivinaron que lo había hecho con el consentimiento y anuencia de Apio, pues su lascivia era muy conocida, por lo que se dirigieron hacia Apio y le arrojaron a la cárcel, donde él se suicidó. En cuanto al criado de Apio, el tal Claudio, fue sentenciado a morir colgado de un árbol, y si no hubiese sido por Virginio, que pidió que le desterrasen en vez de ejecutarle, ciertamente hubiera muerto. El resto de los que intervinieron en este infame asunto sufrieron la muerte por la horca.

Aquí podéis ver qué clase de recompensa recibe el pecado. Pero, ¡cuidado!, nadie sabe a quién Dios piensa castigar, ni cómo el gusano de la conciencia puede conmoverse por un comportamiento perverso, aunque sea tan secreto que solamente Dios y el pecador lo sepan. Sea lerdo o sabio, nadie puede adivinar cuándo sobrevendrá el castigo, por lo que os doy este consejo: evitad el pecado antes que el pecado os abandone a vosotros.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MÉDICO
.

Palabras del anfitrión al médico y al bulero

Nuestro anfitrión comenzó a blasfemar como un loco. —¡Ay! —dijo—. ¡Por los clavos y la sangre de Cristo! ¡Qué juez tan sinvergüenza! ¡Vaya tipo embustero! ¡Que la muerte más infame e inimaginable sobrevenga a estos jueces y secuaces! Por desgracia, esta infeliz murió. Pagó un elevado precio por su belleza. Siempre lo digo: resulta evidente que los dones de la fortuna y la naturaleza son fatales para muchos. De ambos surge con mucha frecuencia más daño que provecho.

»Pero, mi querido señor, fue el suyo un cuento conmovedor. Pero no importa, prosigamos. Le pido a Dios que le salve a usted al igual que sus frascos, medicamentos, jarabes y cajas de remedios; que el Señor y Santa María les bendigan. Debo admitirlo: sois un varón perfecto. Por San Ronón
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que podríais ser obispo. ¿No es cierto? No puedo emplear palabras eruditas, pero me has conmovido tan profundamente que casi me da un ataque de corazón. ¡Rediez! Dadme un calmante, o un trago de cerveza nueva y fuerte, o apresuraos a contar una historia alegre no sea que mi corazón se me pare a causa de esa chiquilla… Venga, bulero, proseguid. Contadnos algunos chistes, o algo divertido, rápido.

—Se hará como decís —replicó el bulero—. Por San Ronón. Pero antes —dijo— quiero echar un trago y tomar un bocado en esta posada.

Pero la compañía empezó a comentar:

—No nos cuentes nada inmoral. Cuéntanos algo que contenga enseñanza moral y que nos guste escuchar.

—Concedido —replicó el bulero—. Pero tomaré una bebida mientras pienso en algo decente.

Prólogo del bulero

Caballeros —empezó—. Cuando predico en las iglesias me esfuerzo en aparentar un porte majestuoso y ahuecar la voz como si fuese una campana. Me sé los sermones de memoria. Mi tema favorito ha sido —y es— siempre el mismo: La avaricia es la causa de todos los vicios
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.

En primer lugar indico de dónde vengo y a continuación enseño todas mis credenciales. Para empezar, muestro las licencias del obispo para que ningún clérigo ose interrumpirme en mi cristiano trabajo. Las historias vienen después. Enseño bulas papales, y de cardenales, patriarcas y obispos. Acto seguido digo unas palabras en latín para razonar mi sermón y avivar la devoción. Expongo a continuación los relicarios rebosantes de huesos y trozos de tela —son reliquias, o al menos así se lo creen. También tengo una paletilla de un patriarca judío, montada en latón, y comienzo:

—Buena gente —digo—, escuchad con atención. Si sumergís este hueso en un pozo, todas las vacas, terneras, ovejas o bueyes enfermos por haber ingerido gusanos o picados por serpientes que beban de sus aguas, quedarán curados al instante. Incluso más: todas las ovejas que beban de él quedarán indemnes de la viruela, escabro y de cualquier llaga. Pensad también esto: todo dueño de ganado que una vez por semana, antes de que cante el gallo, beba un trago del pozo en ayunas como el santo judío enseñó a nuestros antepasados, verá multiplicado y acrecentado sus bienes y ganado.

»También es un buen remedio contra los celos. Si aconteciese que alguien tuviera celos de su mujer, que utilice agua de ésta para el caldo. Nunca más desconfiará de su mujer, aunque sepa que los deslices son verdaderos, incluso si hubiese caído con dos o tres curas.

»Aquí tenéis un guante. Vedlo. Cualquiera que se lo ponga encontrará que sus cosechas de trigo o avena serán superabundantes. Con una condición: que dé una limosna de chelines o peniques. Pero, buena gente, debo advertiros de una cosa: cualquier persona aquí presente en esta iglesia que haya cometido algún pecado inconfesable; si alguna mujer, joven o vieja, ha puesto cuernos a su marido, entonces no tiene ni la facultad ni el favor de presentar ofrendas a mis reliquias. Pero todos los que estén libres de estas faltas pueden presentarse y efectuar las ofrendas en nombre de Dios. Los absolveré según la autoridad que me otorgan las bulas papales.

Esta treta me ha hecho ganar cien marcos anuales desde que empecé en este oficio de bulero. Me yergo en el púlpito como un cura. Los ignorantes toman asiento y entonces les predico lo que acabáis de escuchar y otras cien patrañas. Me esfuerzo en estirar el cuello y gesticular con la cabeza de un lado a otro al igual que paloma en el granero. Mis manos y lengua trabajan con tanta rapidez que da gusto verlas. Toda mi prédica versa sobre la avaricia y sus perniciosas consecuencias para que así me den limosnas abundantes. Mi único objetivo es el provecho económico. No me importa corregir el pecado. Me importa un bledo que, cuando se mueran, se condenen.

No hay duda, la mayoría de las predicaciones están fundadas en malas intenciones. Unas veces para agradar a la gente, adularla u obtener una promoción hipócrita; otras, a causa de la vanidad o malicia. Si no me atrevo a atacar a alguien por otros medios, entonces le zahiero con mi lengua viperina en un sermón. De este modo no podrá eludir la calumnia o la difamación por haberme ofendido a mí o a alguno de mis compañeros. Aunque no le mencione directamente, todos saben perfectamente quién es por mis indirectas y detalles. Así pago yo a la gente que nos molesta y escupo veneno con la apariencia de santidad, piedad y verdad.

Os contaré brevemente mi intención: sólo predico por dinero. Por este motivo mi lema ha sido y es: La raíz de todos los males esta en la avaricia. Así sé cómo predicar contra la avaricia, el vicio que mejor practico. Aunque caigo en este pecado, conozco el modo de convertir a los demás y hacer que se arrepientan de ella. Aunque no sea éste mi principal objetivo. Predico sólo por dinero. Creo que con esto ya basta.

Luego les cuento unas narraciones con moraleja, viejas y antiquísimas historias. A los necios les gustan; así es la clase de cuentos que pueden recordar y repetir. ¿Os creéis que si gano plata y oro con mis sermones voy a vivir en pobreza? ¡Mil veces, no! Nunca me pasó por el caletre tal cosa. Predicaré y mendigaré por los más distantes lugares. No me dedicaré al trabajo normal o fabricaré cestos para mantenerme. El mendigar da para vivir. No voy a imitar a los apóstoles. Tendré dinero, lana, queso y trigo, aunque me lo proporcione el muchachito o viuda más indigente del lugar, o aunque sus hijos se estén muriendo de hambre. No; beberé vino y tendré una amante en todas las ciudades.

Pero, señoras y caballeros, escuchad la conclusión: deseáis que os cuente un cuento. Ahora que he bebido un trago de cerveza fuerte, estoy preparado. Espero contaros algo que a la fuerza os va a gustar. Puedo ser todo lo vicioso que queráis. Sin embargo, soy también muy capaz de relataros algo moral y al estilo de lo que predico para sacar dinero.

¡Silencio! Ahí va mi cuento.

Cuento del bulero

Habia en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes entregados a toda clase de disipación tales como el juego, orgías, frecuentación de prostíbulos y tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido.

De este modo, con los excesos más abominables, dedicaron al diablo los más viles sacrificios en aquel templo del demonio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si escuchaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que destrozaban el sagrado cuerpo de Nuestro Señor, como si los judíos no lo hubiesen ya desfigurado bastante.

Se divertían con la perversidad de los demás, y entonces entraban las bonitas bailarinas, los cantores con sus arpas, y mujeres jóvenes vendiendo fruta y caramelos, siendo éstas las auténticas representantes del diablo en atizar y avivar el fuego de la lascivia, que sigue a la gula: las Sagradas Escrituras son testigo de que la lascivia surge del vino y de las borracheras.

Fijaros cómo, sin saberlo, Lot
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, completamente borracho, se acostó con sus dos hijas, contra naturaleza; tan bebido estaba, que no sabía lo que hacía. Cuando Herodes (como comprobaréis si consultáis las historias) estaba saturado de vino celebrando un banquete en su propia casa, ordenó la muerte del inocente Juan, el Bautista
[290]
. Y Séneca
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tiene, indudablemente, mucha razón cuando afirma que no sabe distinguir entre un borracho y un loco (ahora bien, la locura, cuando ataca a un pecador dura mucho tiempo más que una borrachera). ¡Ah, infame gula, causa primera de nuestra perdición, origen de nuestra condenación, hasta que Jesucristo nos redimió con su sangre! En pocas palabras, ¡cuán caro hemos pagado este maldito vicio! Todo el mundo está corrompido debido a la gula.

No hay duda: por este vicio nuestro padre Adán y su esposa, Eva, fueron arrojados del Paraíso a sufrir trabajos y penalidades. Según yo lo veo, mientras Adán ayunó, permaneció en el Paraíso, pero a partir del momento en que comió el fruto prohibido, fue arrojado a sufrir miseria y dolor. Tenemos todos los motivos para lamentarnos de la intemperancia. ¡Ah! Si un hombre supiera solamente cuántas enfermedades son consecuencia de la gula y las borracheras, cuánto moderaría su dieta al sentarse a la mesa. ¡Oh! Cuánto hacen trabajar a los hombres el breve placer de tragar y el delicado paladar —en Oriente y Occidente, al Norte y al Sur, por tierra y por mar y en el aire— para que les traigan los manjares y las bebidas más exquisitas a los glotones.

Con qué acierto trata el apóstol este asunto. Así dice San Pablo: «El alimento para el vientre, y éste para los alimentos: Dios los destruirá»
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. Por la salvación de mi alma, qué desagradable resulta pronunciar esta palabra; sin embargo, el acto todavía lo es más; debido a su falta de discernimiento un hombre bebe vino blanco y vino tinto hasta que convierte su garganta en su dios mediante esta maldita debilidad.

También con lágrimas en los ojos dijo el apóstol: «Muchos de los que yo os he dicho caminan —os lo digo llorando y con piadoso lamento— siendo enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la muerte y su dios es el vientre»
[293]

¡Panza! ¡Vientre! Bolsa hedionda llena de excremento y corrupción que produce ruidos inmundos por ambos extremos. ¡Qué terrible trabajo y gasto cuesta mantenerte satisfecha! ¡Cómo se esfuerzan esos cocineros machacando, triturando y filtrando para que un plato no sepa igual que otro, todo para satisfacer vuestro libidinoso apetito! Extraen el tuétano de los huesos más duros, pues no desperdician nada que pueda deslizarse y engullirse dulcemente; para hacerlo todo más sabroso preparan salsas deliciosas mezclando especias de hoja, raíz y corteza. Sin embargo, puede asegurarse que el que se sumerge en tales placeres está muerto mientras vive en esos vicios: el vino excita la lascivia y las borracheras comportan peleas y desdichas.

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