Cuando comer es un infierno (15 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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Conocí a Linda hace seis años, en Cheltenham, Inglaterra, cuando trabajaba en una tienda de discos y era una chica atractiva y muy delgada que se llevaba bien con sus compañeros e intentaba ahorrar para ir a la universidad. Decidimos cartearnos, porque ella deseaba aprender español, y hace tres años me habló de sus problemas con la comida y con la automutilación. No podía creer que aquella joven tímida y educada escondiera esos secretos, en apariencia tan difíciles de ocultar. Me mantuvo al tanto de sus progresos y de sus dudas, y me puso en contacto con otras personas que ejercían la violencia sobre sí mismas. Tuve que admitir que resultaba más frecuente de lo que yo pensaba.

En la actualidad Linda cursa el último año de Psicología. He elegido su testimonio porque presenta una evolución más o menos completa: el resto de las chicas que reconocieron infligirse heridas no eran capaces de explicarse claramente, o llevaban tan poco tiempo haciéndolo que aún intentaban comprender qué les ocurría.

La traducción es mía.

***

No conozco los datos en Inglaterra, y no creo que existan estadísticas oficiales actualizadas o fiables. Se considera que en los Estados Unidos un 0,5 por ciento de las mujeres menores de treinta años se hieren cortándose o quemándose. Eso supone que una de cada doscientas jóvenes utiliza la violencia sobre su propio cuerpo: los psiquiatras sospechan que muchas de las jóvenes que denuncian haber recibido malos tratos pero que son incapaces de dar el nombre de su maltratador, y que presentan cortes, moratones y quemaduras, sufren en realidad esta dolencia. Ese comportamiento no hace ningún bien a las auténticas mujeres maltratadas, porque levanta sospechas acerca de ellas, y tampoco a las enfermas: el silencio y el ocultamiento no han curado hasta ahora ninguna enfermedad.

No todas las anoréxicas o bulímicas se mutilan, pero casi todas las chicas que se cortan o queman a propósito y de manera continua sufren algún trastorno alimenticio. Yo, por ejemplo, fui anoréxica. Logré superar la enfermedad y la automutilación, pero no del todo, porque sufro desde hace tres años de bulimia. Aún no sé expresar mis sentimientos, especialmente los que más me duelen, de una manera que no me dañe. No puedo hablar de ellos, nunca he podido, y cortarme era un modo de expresarlos. Creo que de esa manera me liberaba de esos sentimientos e intentaba al mismo tiempo pedir ayuda.

Mis padres lo sabían: todo el mundo lo sabía. Me cortaba en la zona de las muñecas, con largos cortes siguiendo la línea de las venas. Tardaban mucho en cicatrizar, de modo que durante todo el verano era posible ver las marcas rojas recientes y las huellas blancas de las que ya habían curado. A todos les horrorizaba: «¿Cómo puedes hacerte esto, Linda?», preguntaban; pero entre el asco y el horror yo descubría otros sentimientos: me admiraban por mi resistencia al dolor. Ellos no serían capaces de hacerlo, y eso me daba cierto poder sobre mis padres y mis hermanos. Cuando descubrí que mis dos primas pequeñas querían imitarme no me sentí culpable, aunque todo el mundo creyó que yo era una mala influencia. Yo sabía que no lo harían: eran demasiado felices como para necesitar expresarse de esa manera. Por suerte, tuve razón.

He conocido a más de veinte personas que hacen, o hacían, lo mismo que yo. De alguna manera, parece que nos atraemos entre nosotros. El único chico era americano, aunque vivía en Londres desde hacía dos años. Llevaba el pelo largo, y le gustaba la estética de las bandas heavys, pero cuando se le trataba se revelaba inmediatamente como un hombre dulce e inseguro, mucho más tímido de lo que parecía. Solía cortarse en los antebrazos, cortes pequeños y muy profundos, e intentaba crear un dibujo, una especie de signo japonés. Me contó que había vivido con un padrastro muy violento, y que había comenzado a cortarse a los siete años de edad.

La automutilación, como la anorexia, tiene siempre que ver con el dolor y la manera de expresarlo. Cuando el dolor o la angustia resultan demasiado intensos, una persona hace cualquier cosa, cualquiera, con tal de que se vayan. Eso incluye matarse de hambre. Eso incluye un comportamiento sexual sin precauciones. Eso incluye vomitar. Eso incluye consumir drogas, o beber. Eso incluye cortarse o quemarse. El problema está en que esas soluciones sólo aportan remedios temporales. Y que resultan adictivas, porque todas ellas proporcionan un alivio rápido y momentáneo.

Sí, incluso el cortarse: el cuerpo segrega una serie de opiáceos para compensar el dolor, y esas sustancias funcionan básicamente como una droga, como un calmante intenso. Los romanos lo sabían muy bien cuando eligieron cortarse las venas como la forma más dulce de morir. A los esclavos los ahorcaban, pero los nobles preferían otras maneras menos rudas.

Y cuando la crisis regresa, el primer impulso es volver a acudir a esos remedios. Siempre. Una y otra vez. Pero insisto, no soluciona nada. Si quemarse o corlarse sirviera de algo, con cortarnos una vez, aunque mera hasta el hueso, estaríamos vacunadas. No son más que atajos que llevan al sitio equivocado.

Además, aunque no queramos verlo, ni siquiera pensarlo, el riesgo de muerte es muy real. Es frecuente desmayarse tras un corte (a mí me ha pasado en muchas ocasiones), y si no despiertas a tiempo, o te encuentras demasiado débil, lo más probable es que mueras desangrada. Incluso aunque no mueras, hay otro tipo de posibilidades: anemia, colapsos, y todo tipo de dolencias que aparecen cuando el cuerpo se queda sin sangre. Si en lugar de cortarte eres aficionada a quemarte, puedes desarrollar resistencia a la cicatrización, y encontrarte con quemaduras abiertas, y dolorosas durante años. Créeme, no es nada agradable. Duele. Y habíamos quedado en que lo que no queríamos es sufrir. Cualquier cosa antes que sufrir.

La mayor parte de nosotras hemos sentido tentaciones de suicidarnos en los momentos de intensa tensión. Esos momentos en los que las heridas arden, y no deseamos hacernos más, pero la vida resulta tan insoportable que lo único que ansiamos es que alguien pare ese sufrimiento.

Esos pensamientos no demuestran que estés loca, no indican que necesiten internarte, o que quieras herir a los demás. Sencillamente, el dolor es mucho mayor que tus medios para controlarlo. Y en determinado momento sientes que no puedes soportarlo. No sirve de nada que otras personas intenten animarte, o darte razones para vivir. Su intención es buena, pero a menudo están tan asustados, tienen tanto miedo a que realmente te mates o sienten tanto pánico ante la muerte que te amenazarán, o te dirán tonterías, o llorarán. Eso no tiene nada que ver contigo, sino con sus sentimientos. En esos casos recurre a alguien que pueda comprenderte, y pueda ayudarte, preferiblemente un psiquiatra, un médico, alguien que no te juzgue ni te haga sentir culpable. Intenta encontrar una asociación o un teléfono de ayuda, y recurre a ellos.

Tus padres o tus amigos te quieren mucho, sin duda, pero tal vez se encuentren demasiado cerca como para actuar con frialdad y eficacia, o tal vez no sepan cómo hacerlo. No les culpes. A mí me hablaban de lo mucho que me quedaba por delante, y lo único que yo podía pensar era que si la vida que me restaba era así, mejor acabar de una vez.

Pero ten en cuenta que en esos casos lo que se busca en la muerte es alivio. Si realmente mueres, no te sentirás mejor, ni más aliviada. Habrás dejado de existir, y de percibir esa mejora, esa relajación.

Cada persona posee un nivel de resistencia al sufrimiento distinto. Las razones por las que alguien se deprime, se siente angustiado o desea morir pueden parecer insignificantes a los demás. Hay hechos determinados que pueden llevar a esa decisión (angustia generalizada, una enfermedad terminal, un desequilibrio mental), pero aun así, cada persona se enfrentará a esas circunstancias de manera determinada.

El único modo de vencer las tendencias suicidas es hallar una manera de reducir tu sensación de dolor, o encontrar un modo de aumentar tu resistencia a ese dolor. Estás a tiempo de encontrar una solución, y de buscar ayuda profesional que te enseñe cómo enfrentarte al sufrimiento.

Sentir deseos de matarse no significa que vayas a hacerlo. Pero aun así, espera. Date veinticuatro horas, date una semana. Quién sabe cómo pueden cambiar las cosas, o tu ánimo. El que sientas deseos suicidas no te obliga a llevarlos a término. No son más que sentimientos, no acciones.

Y ten en cuenta que cuando han pasado, no significa que no regresen de nuevo. Necesitas ayuda, aún la necesitas. Puedes llegar a controlar esas tendencias, y eso, nuevamente, será un alivio en tu vida y tu tensión. Bastante tienes con luchar contra la automutilación.

No se sabe demasiado bien por qué surge el ansia de autornutilarse. A veces se ha asociado con la personalidad
borderline
{1}
. También se relaciona con la necesidad de control del individuo. Al fin y al cabo, cuando te cortas, eres tú quien te haces daño, y eres tú quien controla. Exactamente igual que en la anorexia.

La diferencia con la anorexia es esa necesidad de violencia. Se cree que tiene que ver con traumas relacionados con la fuerza física y el dolor. De modo que no resulta extraño ver que en el pasado de quienes se hieren han existido violaciones, abusos, palizas y todo tipo de agresiones; pero no siempre.
Yo,
por ejemplo, he tenido unos padres indiferentes, pero nunca agresivos.

Pero no todo es dolor y desesperación: la auto-mutilación puede curarse, y se cura. Hay que aprender cómo aceptar y cómo expresar esos sentimientos que nos torturan: puede ser ira, o pena, o decepción, puede ser odio, puede ser debilidad, cada cual debe descubrir qué le tortura por dentro. Y sí, es posible expresar eso de una manera sana, de una manera que no implique hacerte daño. Incluso si cortarte se asocia a la anorexia, a la bulimia, a la personalidad
borderline,
si además eres alcohólica, tu problema tiene un tratamiento.

La mayor parte de los psiquiatras especializados en trastornos alimenticios saben de cortes, y de quemaduras, y qué los ha causado. Muchas veces la necesidad de herirse desaparece cuando el trastorno alimenticio mejora. Hace cuatro años que no me corto, y no creo que vuelva a hacerlo, y eso coincidió con la mejora de mi anorexia. Como ya os he dicho, aún no me he recuperado del todo, y estoy luchando contra una fase bulímica, pero mi calidad de vida es increíblemente buena, si la comparamos con la miseria que tenía antes.

Emplea un poco de tiempo, el necesario, en encontrar un profesional en quien puedas confiar. Alguien que te inspire respeto. Ten en cuenta que será una herramienta muy importante para iniciar unos hábitos nuevos. No seas tímida, y cuéntale todo lo que has hecho, tus cortes, tus sentimientos, tus movimientos más vergonzosos. Necesita saberlo para ayudarte. Y tú necesitas contarlo para liberarte.

Cuando yo sentía que no podía soportarlo, pero me encontraba en la fase de recuperación, y no deseaba, por nada del mundo, herirme, encontré sustitutivos: me hacía las mismas marcas, pero con rotulador rojo. O metía las manos en agua muy fría. O rompía papel, periódicos viejos, por ejemplo. Gritaba y golpeaba contra mi almohada. Elegía mi música preferida y bailaba hasta agotarme.

Cuando me había tranquilizado, contaba desde veinte hasta cero, cambiaba la música por algo más relajante, me tumbaba en la cama por un rato, e imaginaba que me encontraba en un lugar precioso. A veces observaba fotos de mis seres más queridos, o me abrazaba a un osito de peluche, o a una chaqueta de mi novio. Me repetía una serie de frases en las que describía mis virtudes: tengo una gran fuerza de voluntad, soy inteligente, soy amable con los demás, e intentaba alejarme del sentimiento de dolor. Pensaba en qué lo había originado, respiraba profundamente, y poco a poco me tranquilizaba. Muchas veces lloraba, lo que me dejaba definitivamente calmada.

Después de liberar la tensión física y tras haberme relajado, necesitaba una recompensa, un modo de sentir que podía hacer algo hermoso. Esa recompensa nunca podía estar relacionada con la comida, de modo que solía tomar un baño y arreglarme las cejas. Después ocupaba el tiempo escribiendo mi diario, o algunas cartas. ¡Incluso poemas! También me gustaba dibujar, y regar dos tiestos con plantas que cuidaba en mi habitación.

Con el tiempo no necesité hacer todas esas cosas. Ahora me basta con escuchar algo de música, y quizás, ordenar la casa u ocuparme de mis plantas. Si me siento muy frustrada, grito en la almohada. Pero durante los meses que me llevó recuperarme, el proceso completo me fue de gran ayuda.

No tengo ni que decir que todo resulta más sencillo si cuentas con alguien que te ame y te apoye. En mi caso, mi relación con mis padres y con mis hermanos no era lo suficientemente sincera como para hablarles con total franqueza. Me querían, y me quieren, y yo sería capaz de hacer cualquier cosa por ellos, pero también tienen problemas para afrontar sus sentimientos, y deben hacer su propio trabajo personal.

Además, cuando me enfrenté a mi problema y a mi recuperación yo ya vivía por mi cuenta. De modo que la persona que ha estado a mi lado en este proceso ha sido mi novio. Sí, pese a lo que yo misma creía, es posible tener novio, y amigos, es posible que te quieran pese a cortarte con una cuchilla dos veces al mes.

Le conocía porque era amigo de mi compañera de piso, y en una ocasión en la que vino a dejar un regalo para ella me sorprendió a punto de cortarme. Mi amiga estaba fuera, de fin de semana, de modo que le abrí la puerta y quise despacharle, pero notó que estaba muy nerviosa y se las ingenió para pasar y hablar conmigo. Sin darme cuenta, le conté lo que hacía, y cómo estaba a punto de hacerlo.

Él dice que hasta ese momento no se había fijado en mí, pero que me vio desesperada. Cuando le hablé de la automutilación no podía creerlo. Nunca había oído nada sobre ello, y nunca se le había pasado por la cabeza que alguien quisiera hacerse daño de esa manera. De modo que me hizo pregunta tras pregunta, y yo intenté justificarme. Él me convencía del mal que causaba a mi salud, y yo procuraba hacerle entender que me castigaba, y que al mismo tiempo, sólo así me sentía viva.

Charlamos durante toda la tarde y parte de la noche. Ninguno convenció al otro, pero yo me sentí liberada de muchos pesos, y no me mutilé ese fin de semana, y él, dice, quiso saber más. Más de mis razones, y más de mis motivos.

Desde entonces nos vimos cada vez más a menudo. Él deseaba ayudarme, pero en un principio su modo de hacerlo era imponerme normas, y convencerme de un modo racional de que lo que hacía estaba mal. Le fascinaba mi problema, y al mismo tiempo le repugnaba, pero no deseaba entenderlo.

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