Read Cuando comer es un infierno Online
Authors: Espido Freire
Le resultó mucho más fácil aceptar mi trastorno que comprenderlo. Era capaz de asimilar mi anorexia, posiblemente porque había recibido mucha más información sobre ella. Él era mucho más racional que yo, menos afectivo. Si se encontraba en una situación difícil, se enfrentaba a ella. Si algo le dolía, buscaba una solución inmediata, e intentaba descubrir desde el principio por qué se sentía así. Le costó mucho comprender que yo era más impulsiva y menos lógica, y que me regían las sensaciones. Y no tenía mucha paciencia.
En un principio no pensamos en una relación afectiva. Yo había encontrado un amigo sincero, y él quería ayudarme, de modo que no hubo que ocultar nada, ni ningún intento de seducción. En muchas ocasiones se enfadaba conmigo porque yo me mostraba tremendamente reservada respecto a mis emociones, o porque le contestaba con evasivas en lugar de revelar qué me pasaba. Poco a poco aprendió a ser menos exigente, y yo me acostumbré a abrirme a él. Pronto me di cuenta de lo mucho que me ayudaba esa actitud, y de lo cercanos que nos sentíamos cuando expresábamos nuestras emociones.
Eso me dio fuerzas y confianza, y en un momento dado, un domingo por la mañana, cuando yo ya tenía claro que estaba enamorada, decidí arrojar a la basura todas las cuchillas. Necesitaba pensar que mis circunstancias podían cambiar, y que podría experimentar una relación amorosa. Busqué un psiquiatra. No me fue bien con él durante las primeras sesiones, y por fin me recomendó a una de sus colegas, especializada en shocks post traumáticos. Cuando abordamos el tema de mi anorexia, me dirigió por fin a la que hasta ahora es mi psiquiatra. Superé los impulsos de lesionarme a lo largo de varios meses, y por fin, fui también capaz de encontrar el placer en un cuerpo normal y con una alimentación normal.
La decisión fue mía, y míos han sido los pasos dados. Desde luego, está fuera de duda que mi novio se enamorara de mí por pena, por interés morboso o por sentirse superior a mí. Soy digna de despertar amor: pero en estos momentos, tengo algunos problemas. Me veo con fuerzas para enfrentarme a ellos, y eso ha hecho que la gente que me rodea, incluida mi familia, me valore de una manera distinta, y que mis relaciones hayan mejorado.
Sufrir este trastorno no significa que seas una mala persona, una pervertida, o que estés loca. No es culpa tuya. Has hecho lo que has podido para enfrentarte a una situación difícil. Y te aseguro que no eres la única. Como he dicho antes, una chica americana de cada doscientas se automutila. Entre ellas hay personas famosas, actrices y cantantes, como Shirley Manson, de Garbage, o Rosearme Barr, o Lady Di, o Christina Ricci. O Johnny Depp. Gente admirada, creativa, gente guapa y exitosa. Nadie se libra de sentir dolor, pero puedes elegir cómo demostrarlo.
Encontrarás muchas personas capaces de entender tu sufrimiento. Y, por supuesto, algunas que te mirarán con desprecio o con superioridad, pero eso no es ninguna novedad. Vivimos en una sociedad injusta, con unos valores ridículos y falsos. Una sociedad machista que desprecia a los seres más vulnerables. No puedo quitarme de la cabeza que si un hombre de cada doscientos se cortara habitualmente, la automutilación se hubiera considerado una plaga, y hubiéramos encontrado terapias efectivas y asequibles para quienes las padecieran. Tú eres una persona más sensible de lo habitual, y necesitas más ayuda que el resto. Pero eso te hace también más valiosa, más humana.
Y no puedo decirte nada más. Yo misma me encuentro en el camino, y me equivoco cada día y me recupero cada día. Merece la pena. Te lo aseguro. Ojalá encuentres la fuerza y la ayuda que necesitas. Yo te envío todo mi cariño.
En otras ocasiones, las enfermas para las que comer se transforma en un infierno proceden de otro martirio anterior: han sido anoréxicas, han encontrado placer en restringir la comida, en hacer ejercicio hasta caer inconscientes, han mentido y manipulado a sus padres para lograr su objetivo y aun así han seguido sufriendo, porque continuaban a disgusto con su cuerpo.
Algunas de ellas no logran curarse tan fácilmente, y caen en la bulimia. Son las llamadas anoréxico-bulímicas, y muchos autores estudian sus casos como parte de la anorexia. Mantienen intacta su preocupación por el aspecto físico, pero alguno de los resortes falla, y de pronto el control al que se someten fracasa. Como un muelle dado de sí, ya no responde a la falta de comida, y las lanza al otro extremo. No encuentran ninguna satisfacción comiendo, porque su anterior filosofía anoréxíca vincula la comida con el mal, e incluso con el pecado, pero no pueden evitarlo. Hagan lo que hagan, tomen la decisión que tomen, sienten que viven en una continua toma de decisiones dolorosas, que no pueden controlar nada en su vida, que su cuerpo es un objeto ajeno y rebelde que las martiriza. Aunque intentan disimularlo, y muchas veces lo consiguen, su sufrimiento es inmenso y su comportamiento totalmente imprevisible.
En ocasiones los padres no saben distinguir a tiempo la bulimia porque las enfermas ocultan cuidadosamente los vómitos, y se aprovechan del alivio que sienten los mayores al verlas comer. Las características que delatan a las bulímicas (desaparición de comida o dinero, glándulas inflamadas, callosidades en los dedos que emplean para provocar el vómito, costumbres extrañas de alimentación...) son aplicables en este caso. Sus cambios de humor oscilan tanto como su peso, y es muy posible que nieguen sufrir este nuevo problema.
Nuevamente, el tratamiento ha de pasar por manos de profesionales, y no puede limitarse a una terapia psicológica, o a la desaparición de los síntomas. Estas pacientes han demostrado una complejidad y unos problemas que han de ser tenidos en cuenta de una manera global. Han de recibir asistencia psicológica y nutricional, y han de aprender nuevos hábitos de alimentación para enfrentarse a los problemas.
María es una muchacha muy joven que ha pasado por esta dolencia, y que ha descrito, no sin cierto humor, cómo fue su pesadilla particular.
***
Cuando tenía 13 años empecé a hacer tonterías con la comida. ¿Por qué? Eso me gustaría a mí saber... bueno, ya se sabe que ésa es una edad tonta y...
Siempre he sido muy deportista; juego a hockey, he jugado a fútbol, a baloncesto, y hago patinaje artístico. En clase siempre destacaba a la hora de gimnasia, y los chicos me envidiaban porque en realidad yo era mejor que algunos en fútbol, en básquet... Al hacer tanto deporte empezaron a salírme músculos, no de una manera exagerada, sino lo normal, lo típico; pero los chicos son tan crueles que si ven que una no tiene el cuerpo como las chicas finitas, la desprecian.
A mí no me llamaban gorda, porque no lo estaba, sino
travestí, marimacho, macho sin picha,
y no me trataban como a cualquier otra de la clase. No le podía gustar a nadie porque era «la» marimacho.
En patinaje, cuando ya estaba dolida por todo lo que me decían, el entrenador me explicó que yo tenía una constitución muy robusta, no muy femenina para el patinaje, pero que me iba muy bien para los saltos que otras no podían realizar por falta de impulso. Empecé a sentirme mal a la hora de ponerme mallas y jerseys ajustados por la espalda exagerada que tenía.
Un día, harta de ser «el marimacho», no sé por qué, después de un entrenamiento no cené y no sentí hambre. Así comenzó todo. Primero dejé de merendar; tiraba los bocatas. Luego de comer pan, y con eso pasé de pesar 63 kilos a 56. ¡Olééé! Menudo logro. Con ese peso la gente me decía que estaba muy guapa, empezaban los piropos, algunos de clase me pidieron para salir... Yo me sentí orgullosa de mí misma... pero si adelgazaba tres kilillos más, mejor que mejor. Dejé de cenar. Me lo permitían, porque mis padres nunca pensaron que con lo obsesionada que estaba con el deporte me limitaría al comer, sino que lo hacía por cuestiones de salud.
Al cabo de un mes, llegué a los 52 kilos. Empezaba a marearme jugando, mi nivel había bajado, y no quería ducharme en hockey para que no vieran lo gorda que estaba; porque ahí ya estaba el mal, yo me veía peor que antes. ¿Por qué? No lo sé, supongo que ya habitaba dentro de mí la enfermedad. Los piropos aumentaban, cada vez me los decía más gente y eso me hacía sentirme mejor, me daba fuerzas para seguir con mi plan.
Un mes más tarde ya estaba en 48, alimentándome sólo con un zumo de 25 calorías que me compraba. ¿Cómo hacía para librarme de comer o para esconder la comida?
Empleaba todo lo que se me ocurría, como meter la comida en los bolsillos, en las servilletas, pero una vez me pillaron. Me preguntaron que por qué hacía eso, y yo les dije a mis padres que quería bajar de peso. Ellos me propusieron hacer una dieta si yo dejaba de hacer el tonto con la comida, y dijeron que me pagarían un médico.
Yo
se lo prometí, pero no era tan fácil: ahora tenía que comer. No sé por qué no me podía controlar, ni podía comer normalmente, ni podía seguir la dieta. En ese momento me di cuenta de que tenía que comer todo o nada. Si me comía una galleta me tenía que acabar todo el paquete, y chocolate y muchas cosas. De esta manera, en poco más de dos meses engordé más de 10 kilos.
Entonces me propuse comer sin que quedara nada en mi cuerpo. Vomitaba después de cada comida; al principio me costaba bastante y me enfadaba muchísimo, porque me pegaba atracones y luego no era capaz de vomitar. Harta de hacer siempre esto, y de correr el riesgo de que me pillaran, decidí nuevamente no comer nada de nada para no caer en la tentación de atracarme. Pero ¿cómo lo haría?
Pues la verdad
es
que cuando una está inmersa en estos trastornos llega a tener un ingenio exagerado, fuera de lo normal: te inventas y haces las mil y una para librarte de la comida, para tus trampillas. Tuve «la gran idea» para esconder la comida y que no me pillaran. Un día que me quedé sola en casa construí una especie de cajoncito debajo de la mesa de la cocina, como los de los pupitres del colé. Ahí iba metiendo mi parte poco a poco a cada comida, hasta que se quedaba el plato vacío. Y siempre que podía, intentaba comer sola.
Mi madre veía cómo mi plato se vaciaba rápidamente, y me advirtió que no comiera de esa manera, porque esa ansia se debía a todas las tonterías de antes. Según ella, como durante todo ese tiempo me había prohibido comer a mí misma, ahora tenía más apetito que lo normal y mucha angustia.
Yo
decía que sí a todo para que no me pillara. Lo cierto es que si no probaba bocado esa ansiedad de la que ella hablaba desaparecía.
Antes de la segunda fase anoréxica pesaba unos 60 kilos, pero en un mes me planté en 52. Me pilló en vacaciones.
Yo
estaba en el camping, obsesionada por el peso; quería pesarme a todas horas, pero allí en la caravana no había báscula, y en el camping tampoco. Tan grande era mi obsesión que me iba cada día corriendo a un pueblo que estaba a tres kilómetros para pesarme, y de paso quemaba calorías. Ese pueblo, además, estaba en la montaña; aquello se repetía cada día, me pesaba y me volvía corriendo otra vez hacia el camping, otros tres kilómetros de vuelta, esta vez de bajada. Me cansaba muchísimo pero sacaba fuerzas de donde no las tenía. Sólo pensaba en correr para quemar calorías, todo era una obsesión. No tenía ganas de ver a mis amigas, estaba siempre cansada y no quería salir con ellas.
Estuve en el camping dos semanas. Al llegar a casa lo primero que hice fue pesarme. ¡Oléééé! 46 kilos, qué crack. Tanto esfuerzo había servido para algo.
Tuve mi primer entrenamiento de hockey, pero antes de acabar me desmayé. Cuando me fui a la ducha, todas mis compañeras me miraban atónitas. Yo, muy acomplejada, cerré el grifo y me puse la toalla. Nadie decía nada, hubo un gran silencio, hasta que oí murmullos en las duchas mientras yo me cambiaba. Entonces se acercó a mí la capitana, luego la portera, y comenzaron a contar: uno, dos, tres...
Yo les pregunté que qué estaban contando y que qué miraban. Me dijeron que me contaban los huesos pero que era imposible porque se tirarían horas. Yo les contesté que eran muy graciosas, pero que no necesitaba ironías para saber cómo estaba de gorda. Todas empezaron a gritarme y dijeron que lo sabían, que últimamente me notaban rara, que estaba muy débil, muy irritable, que no era la misma, que habían estado hablando de mí, y que al ver mi aspecto habían confirmado lo que me pasaba.
No quise escuchar más, y en dos semanas no volví a hockey. Para mí era mejor, porque hacía el ejercicio que yo quería y no me desmayaba ante nadie, si veía que me mareaba paraba. Salía a correr cada día, hacía ejercicio a escondidas en casa; por la noche, a la una empezaba a subir y bajar las escaleras, a las cinco me levantaba para ir a correr sin que nadie lo supiera y a las seis y media ya estaba en casa y me acostaba para que mis padres pensa ran que había estado durmiendo toda la noche. A las ocho ya me levantaba y le decía a mi madre que me iba a la biblioteca, pero en realidad me iba a correr o a pasear durante horas, dependía de mis fuerzas.
La última vez que salí de casa para ir a correr pesaba 43, pero ya no pude hacerlo más porque mis padres me controlaban muchísimo. Ya sabían la verdad, las «chivatas» de mis amigas de hockey se lo habían contado. Así que bajo el control de mis padres gané 5 kilillos. No podía salir de casa ni hacer ejercicio, lo único que me quedaban eran los abdominales por la noche, pero nada más. A raíz de esto, de ver cómo me prohibían y cómo me controlaban, me deprimí y mi malhumor se multiplicó. Me odiaba a mí misma, odiaba a mis padres, a todos, me aislé y sentía el deseo de morirme después de haber tenido que comerme todo y no poder vomitarlo, y tener que quedármelo dentro.
Ese sentimiento era tan fuerte y estaba tan depresiva que hasta había pensado más de una vez en el suicidio (aunque ahora lo vea como una gran tontería). Al cabo de un mes me pillaron vomitando y me llevaron de cabeza al médico, pero esta vez a un especialista y al psiquiatra. Al oír «psiquiatra», empecé a inventar estrategias para que no me diagnosticaran anorexia. Pesaba 48 kilos, y sabía que con ese peso me la detectarían.
Tenía que subir dos o tres kilillos para engañar al psiquiatra, pero para mí era como ganar 20, así que se me ocurrió la idea de beber mucha agua. Cuando me pesaron la báscula marcaba casi 52; él me dijo que si bajaba de los 50 me ingresaría, aunque mi peso fuera 49,900. Sus palabras me asustaron muchísimo; nunca habría imaginado que dijeran la palabra «ingreso». Me dio hora para dos semanas después, para ver si seguía bajando.