Gordon comprobó la dirección y descubrió que tenía que cruzar otra manzana. Siempre se había sentido intrigado por los contrastes de Washington. Aquella concurrida calle resplandecía con su propia importancia, pero cruzándola había otras avenidas más pequeñas llenas de pequeñas tiendas, casas algo más deterioradas, y tiendas de comestibles en las esquinas. Viejos hombres de raza negra estaban reclinados en las puertas, contemplando la agitación con sus grandes ojos marrones. Gordon entró en una de ellas y, girando un ángulo, descubrió un enorme patio. Poseía el austero estilo francés del gobierno clásico de los años 1950, con cónicas corníferas irguiéndose como centinelas en las esquinas. Bien recortados arbustos arrastraban a los ojos a inflexibles perspectivas.
Bien, pensó, por pretencioso e imponente que fuera, allí era. Se balanceó ligeramente sobre sus talones para mirar. La fachada de granito se recortaba contra un suave cielo. Sacó las manos de los bolsillos y se echó el pelo hacia atrás. Sabía que estaba empezando a clarearle ya por la coronilla, signo seguro de que la calvicie de su padre tendría su eco en él pasados los cuarenta.
Abrió una serie de tres puertas de cristal. Los espacios entre ellas parecían servir como compuertas de aire, conservando el seco calor interno. Ante él había mesas cubiertas con lujosos manteles. En el centro del alfombrado salón había grupos de hombres bien trajeados. Gordon cruzó la última compuerta de aire y penetró en el apagado zumbido de las conversaciones. Enormes cortinas amortiguaban los sonidos, proporcionando ese aire de solemnidad que uno encuentra en los funerales. A la izquierda, un grupo de azafatas recepcionistas. Una de ellas se destacó y acudió hacia él. Llevaba una cosa sedosa color crema que Gordon hubiera tomado por un traje de noche de no haber sido mediodía. Le preguntó su nombre. Gordon se lo dijo con lentitud.
—Oh —dijo ella, los ojos muy abiertos, y se dirigió a una de las adornadas mesas. Regresó con una tarjeta con un nombre, no el plástico habitual, sino un robusto marco de madera alojando una rígida placa con su nombre cuidadosamente caligrafiado. Se la prendió en la solapa.
—Deseamos que nuestros invitados luzcan hoy mejor que nunca —dijo con una abstracta preocupación, y sacudió una imaginaria mota de la manga de su chaqueta. Gordon, halagado por la intención, perdonó su profesional frialdad. Otros hombres, todos vestidos con negros trajes burocráticos, iban llenando el salón. Las azafatas acudían a su encuentro con puñados de tarjetas con nombres de plástico, observó—, y tarjetas de admisión y números de situación. En un rincón, una mujer con aspecto de secretaria ejecutiva ayudaba a un frágil hombre de pelo blanco a librarse de su pesado abrigo. El hombre se movía con unos gestos delicados y vacilantes, y Gordon lo reconoció como Jules Chardaman, el físico nuclear que había descubierto alguna partícula, no recordaba cuál, y había recibido el premio Nobel por sus esfuerzos. Creía que había muerto, pensó Gordon.
—¡Gordon! Intenté llamarle ayer por la noche —dijo una voz seca tras él. Se volvió, dudó, y estrechó la mano de Saul Shriffer.
—Llegué tarde y salí a dar una vuelta.
—¿En esta ciudad?
—Parecía seguro.
Saul agitó la cabeza.
—Puede que no ataquen a los soñadores.
—Probablemente no tengo un aspecto lo suficientemente próspero.
Saul exhibió su sonrisa conocida en toda la nación.
—No, tiene usted muy buen aspecto. Hey, ¿cómo va su esposa? ¿Está con usted?
—Oh, está bien. Ha ido a visitar a sus padres… ya sabe, a mostrarles los niños. Llegará por avión esta mañana, tengo entendido. —Miró su reloj—. Debería estar aquí de un momento a otro.
—Oh, estupendo, me encantará volver a verla. ¿Qué le parece si cenamos juntos esta noche?
—Lo siento, ya hemos hecho otros planes. —Gordon se dio cuenta de que había dicho aquello demasiado rápidamente y añadió—: Quizá mañana. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en la ciudad?
—Tengo que volver a Nueva York mañana al mediodía. Le llamaré la próxima vez que vaya a la costa.
—Estupendo.
Inconscientemente, Saul frunció los labios, como si considerara cómo plantear la siguiente frase.
—Ya sabe, esas partes de los antiguos mensajes que se guardó usted para sí mismo…
Gordon mantuvo su rostro inexpresivo.
—Sólo los nombres, eso es todo. En público dije que se habían perdido en medio del ruido. Lo cual es parcialmente cierto.
—Aja. —Saul estudió su rostro—. Miré, después de todo este tiempo, me parece que… mire, le daría un nuevo e interesante toque complementario a todo el asunto.
—No. Vamos, Saul, ya hemos discutido sobre esto antes.
—Pero fue hace años. No consigo comprender por qué…
—No estoy seguro de haber captado correctamente los nombres. Una letra aquí y otra allí, y obtienes un nombre equivocado y la persona equivocada.
—Pero mire…
—Olvídelo. Nunca voy a dar publicidad a las partes de las que no estoy seguro. —Gordon sonrió para quitarle mordiente a sus palabras. Había otras razones también, pero no tenía intención de plantearlas.
Saul se alzó filosóficamente de hombros y se alisó su reciente bigote con un dedo.
—De acuerdo, de acuerdo. Sólo pensé que debía intentarlo una vez más, pillarle a usted de mejor humor. ¿Cómo están yendo los experimentos?
—Seguimos luchando con la sensibilidad. Ya sabe cuál es el problema.
—¿Obtienen alguna señal?
—Quién sabe. Es un galimatías increíble.
Saul frunció el ceño.
—Debería haber algo ahí.
—Oh, lo hay.
—No, quiero decir aparte de todo aquello que recibió usted en el 67. Reconozco que fue un mensaje clarísimo. Pero no estaba en ningún código ni lenguaje que nosotros conozcamos.
—El universo es un lugar muy grande.
—¿Cree usted que procedía de muy lejos?
—Escuche, cualquier cosa que yo diga es pura suposición. Pero se trataba de una señal fuerte, muy bien dirigida. Fuimos capaces de demostrar el hecho de que duró tres días y luego desapareció debido al paso de la Tierra a través de un haz de taquiones. Me atrevería a decir que simplemente nos cruzamos en el camino de la red de comunicaciones de alguien.
—Hummm. —Saul se quedó pensando aquello—. ¿Sabe?, si tan sólo pudiéramos estar seguros de que esos mensajes que no podemos decodificar no procedían de un transmisor humano, muy lejos en el futuro…
Gordon sonrió. Saul era uno de los hombres más importantes en el mundo científico por aquel entonces, al menos a los ojos del público. Sus libros de divulgación encabezaban las listas de los best-sellers, sus series de televisión ocupaban las horas de máxima audiencia. Gordon terminó por él:
—Quiere decir, tendríamos una prueba de la existencia de una tecnología alienígena.
—Aja. Valdría la pena intentarlo, ¿no?
—Quizá.
Las enormes puertas de bronce del extremo del salón se abrieron de par en par. La multitud avanzó hacia la sala de recepciones al otro lado. Gordon había observado que la gente que formaba grupos se movía a través de un lento proceso de difusión, y aquella multitud no era distinta. Conocía a muchos… Chet Manahan, un metódico físico de estados sólidos que siempre llevaba una chaqueta con corbata a juego, hablaba cinco idiomas, y se aseguraba de que tú te enteraras de ello a los pocos minutos de haber sido presentados; Sidney Román, un hombre delgado, muy moreno, delicado, cuyas precisas ecuaciones conducían a conclusiones extravagantes, algunas de las cuales habían demostrado ser ciertas; Louise Schwartz que, contrariamente a su nombre, poseía una piel luminosamente blanca y una mente que lo catalogaba todo en astrofísica, incluyendo la mayor parte de los chismorreos impublicables; George Maklin, de rostro enrojecido y enormes hombros llenos de músculos, que realizaba experimentos sobre filamentos suspendidos en helio líquido, midiendo los impulsos de torsión; Douglas Karp, un zar para un grupo de estudiantes graduados que emitían dos artículos al mes sobre la estructura de banda de diversos sólidos surtidos, lo cual le permitía ir a dar conferencias en verano a las soleadas universidades del Mediterráneo; Brian Nantes, cuya enorme y desbordante energía se comprimía en sus artículos en precisas y lacónicas ecuaciones, desnudas de comentario o discusión para uso de sus contemporáneos, un resumen abstracto completamente desprovisto de las perlas-para-los-cerdos que suelen acompañar al texto… y muchos más, algunos conocidos casualmente en conferencias, otros enfrentados a él en acaloradas sesiones en las reuniones de la Asociación de Ciencias Físicas, la mayor parte rostros imprecisos asociados con el conjunto de iniciales debajo de algún artículo interesante, o conocidos en una comida de facultad a base de bocadillos y cerveza poco antes de un seminario, o vistos recibiendo educados aplausos en una reunión después de haber leído el texto de un artículo ante un micrófono. Saul avanzó con él en medio de toda aquella gente, mientras le describía a medias un plan para localizar a extraterrestres a través de las oscilaciones y señales electrónicas en el espectro de los taquiones. Gordon podía efectuar las observaciones, naturalmente, y Saul revisaría los datos y vería lo que significaban.
Gordon derivó diagonalmente, dejando que un grupo de físicos de partículas que hablaban rápidamente se interpusiera entre él y Saul. El buffet-lunch estaba directamente frente a él. De forma característica, los científicos no pasaban el tiempo aguardando educadamente antes de dirigirse a la mesa del self-service. Gordon tomó un poco de ternera y la aplicó sobre pan, y escapó con un presentable bocadillo. Dio un mordisco. El aroma del rábano picante limpió los senos de su nariz, haciendo que sus ojos lloriquearan. El ponche era champaña de alta graduación rebajado con oloroso zumo de naranja.
Shriffer estaba rodeado ahora por un semicírculo de rostros aprobadores. Era extraño cómo la celebridad invadía la ciencia en esos días, de tal modo que aparecer en el espectáculo de Johnny Carson era más efectivo con la FNC que publicar una brillante serie de artículos en la Physical Review.
Pero en último término, reflexionó Gordon, era la fijación de los media lo que había conseguido todo eso. Al término de la conferencia de prensa de Ramsey y Hussinger, Gordon había sentido una asfixiante ola de calor pasar a su través como si hubiera acudido a su encuentro a través de toda la habitación. Luego, contemplando a Cronkite hablar sobriamente a la cámara el 22 de noviembre, la había sentido de nuevo. ¿Era ésa la firma de una auténtica e inevitable paradoja? ¿Era entonces cuando el futuro se había visto radicalmente alterado? No había forma de decirlo, al menos todavía no.
Había escrutado los informes de fenómenos atmosféricos, de índices de rayos cósmicos, de parásitos de radio y variaciones de luz estelar… y no había encontrado nada. No había todavía instrumentos diseñados que pudieran medir el efecto. Sin embargo, Gordon tenía la sensación de experimentar una percepción subjetiva de cuándo había ocurrido. ¿Quizá debido a que él se hallaba cerca del lugar donde llegaban las paradojas? ¿O quizá porque, como Penny había dicho, él ya estaba en línea, es decir sintonizado? Quizá nunca lo supiera.
Un rostro que pasaba por su lado hizo una inclinación.
—Vaya día —dijo formalmente Issac Lakin, y siguió su camino.
Gordon le devolvió el saludo. La observación era convenientemente ambigua. Lakin se había convertido en uno de los directores de la FNC, dirigiendo los trabajos sobre resonancia magnética. La controvertida área de Gordon, la detección de taquiones, estaba en otras manos. Lakin era ahora más conocido por su coautoría del artículo sobre la «resonancia espontánea» en el PRL. La fama refractada lo había elevado, agradablemente ingrávido, a su actual posición.
El otro coautor, Cooper, se las había arreglado bastante bien también. Su tesis pasó por el comité con una fácil velocidad, una vez librada de los efectos de la resonancia espontánea. Se había ido al estado de Pensilvania con un evidente alivio. Allí, se abrió camino hasta su posdoctorado con algunos respetables trabajos acerca del spin del electrón, y consiguió una buena posición en la facultad. Actualmente estaba torturando tenazmente a varios compuestos III-V para que le confesaran sus coeficientes de transporte. Gordon lo había encontrado en alguna reunión y habían tomado ocasionalmente unas copas juntos, compartiendo una circunspecta charla.
Escuchó accidentalmente una conversación acerca del relanzamiento de la idea de la nave espacial Orión, y de los nuevos trabajos de Dyson. Luego, mientras Gordon estaba agenciándose un nuevo bocadillo y hablando con un periodista, un físico de partículas se le acercó. Deseaba hablarle de los planes de un nuevo acelerador que tenía la posibilidad de producir una cascada de taquiones. La energía requerida era enorme. Gordon escuchó educadamente. Cuando una reveladora sonrisa escéptica empezó a asomarse a su rostro, obligó a sus labios a adoptar una expresión de profesional atención. Los tipos de altas energías estaban luchando por producir taquiones, pero la mayor parte de los observadores imparciales consideraban que el esfuerzo era prematuro. Se necesitaba profundizar antes en la teoría. Gordon había presidido varios paneles sobre el tema y había ido adquiriendo una reserva cada vez mayor ante las nuevas proposiciones que necesitaban grandes cantidades de dinero. Los físicos de partículas eran unos adictos a sus inmensos aceleradores. El hombre que solamente dispone de un martillo para trabajar descubre que cada nuevo problema necesita un clavo.
Gordon asintió con aire juicioso, bebió champaña, habló poco. Aunque las pruebas de la existencia de los taquiones eran ahora abrumadoras, no encajaban con el programa estándar de física. Eran mucho más que simplemente una nueva especie de partícula. No podían ser puestos en la estantería al lado de los mesones y los hiperones y los kaones. Antes de ellos los físicos, con el instinto de unos contables, habían descompuesto el mundo en una confortable zoología. Las otras partículas más simples presentaban únicamente diferencias menores. Encajaban en el universo como canicas en un saco, llenando pero no alternando el tejido. Los taquiones no hacían eso. Hacían posibles nuevas teorías, pateando el polvo de las cuestiones cosmológicas con su sola existencia. Las implicaciones tenían que ser puestas a la luz.
Más allá de ello, sin embargo, estaban los propios mensajes. Habían cesado en 1963, antes de que Zinnes pudiera proporcionar una confirmación más extensa. Algunos físicos creían que eran reales. Otros, siempre desconfiados ante los problemas esporádicos, pensaban que debía tratarse de algún error fortuito. La situación tenía mucho en común con la detección de las ondas gravitatorias por Joe Weber en 1969. Experimentos posteriores de otros no habían encontrado ondas. ¿Significaba eso que Weber estaba equivocado, o que las ondas llegaban en ráfagas ocasionales? Podían transcurrir décadas antes de que otra ráfaga pudiera dilucidar la cuestión. Gordon había hablado con Weber, y el nervioso experimentador de pelo plateado pareció tomarse todo el asunto como algún tipo de comedia inevitable. En ciencia, normalmente no puedes convertir a tus oponentes, dijo; tienes que sobrevivir a ellos. Para Weber aún quedaban esperanzas; Gordon tuvo la impresión de que su caso jamás podría ser comprobado.