Crimen En Directo (14 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—¿Dónde estuvo la noche del pasado domingo?

Patrik aguardaba una respuesta con expresión grave.

Ola le sostenía la mirada incrédulo.

—¿Me está preguntando si tengo una coartada? ¿Es eso? ¿Quiere que le dé mi puñetera coartada del domingo, es eso?

—Sí, eso es —respondió Patrik con absoluta serenidad.

Ola pareció estar a punto de perder la compostura, pero se controló.

—Estuve en casa toda la tarde. Yo solo. Sofie pasaba la noche en casa de una amiga, de modo que no hay nadie que pueda atestiguarlo. Pero así fue. —Los miró retador.

—¿Nadie con quien hablara por teléfono siquiera? ¿Ni un vecino que llamase a su puerta para pedirle un favor? —preguntó Martin.

—Nadie —repitió Ola.

—Vaya, pues eso no es nada bueno —comentó Patrik lacónico—. Significa que, si se confirma que la muerte de Marit no fue un accidente, usted sigue siendo sospechoso.

Ola rió con amargura.

—O sea, que ni siquiera están seguros. Y aun así vienen aquí y me exigen que presente una coartada —constató meneando la cabeza con displicencia—. Que me ahorquen si están en sus cabales. —Ola se puso de pie—. Creo que deberían marcharse.

Patrik y Martin se levantaron también.

—Sí, en realidad ya habíamos terminado. Pero es posible que volvamos.

Ola rió de nuevo.

—Sí, seguro que sí. —Dicho esto, se encaminó a la cocina y no se molestó en despedirse siquiera.

Patrik y Martin salieron sin que los acompañase a la puerta. Ya en la calle, se detuvieron de pronto.

—Bueno, ¿tú qué crees? —preguntó Martin subiéndose un poco más la cremallera para protegerse la garganta. Aún no había llegado el verdadero calor primaveral y el viento seguía soplando frío.

—No lo sé —admitió Patrik lanzando un suspiro—. Si tuviéramos la certeza de que lo que tenemos entre manos es una investigación de asesinato, habría sido más fácil, pero así... —Volvió a suspirar—. Si cayera en la cuenta de qué es lo que me resulta tan familiar de todo esto. Hay algo que... —Guardó silencio meneando la cabeza con amargura—. Nada, que no caigo. Tendré que repasarlo todo con Pedersen una vez más, por si da con alguna que otra pista. Y quizá los técnicos hayan conseguido sacar algo en limpio del coche.

—Sí, esperemos que sí —asintió Martin dirigiendo sus pasos hacia el coche.

—Oye, creo que me voy a ir a casa dando un paseo —le dijo Patrik.

—Pero ¿cómo vas a ir al trabajo mañana?

—Ya veré cómo lo hago. Quizá Erica pueda llevarme con el coche de Anna.

—Bueno, vale —respondió Martin—. Entonces me voy a casa yo también. Pia no se encontraba muy bien, así que hoy tendré que mimarla un poco más que de costumbre.

—Espero que no sea nada grave —se preocupó Patrik.

—¡Qué va! Pero lleva unas semanas algo mustia y con náuseas.

—¿No estará...? —comenzó Patrik, pero una mirada de Martin lo hizo detenerse. De acuerdo, lo había captado: no era el momento ideal para hacerle esa pregunta. Sonrió y se despidió de Martin, que ya estaba en el coche. ¡Qué ganas tenía de llegar a casa!

Lars le masajeaba los hombros a Hanna, que estaba sentada ante la mesa de la cocina, con los ojos cerrados y los brazos colgando inertes a ambos lados. Pero tenía la zona de los hombros dura como una piedra y Lars intentaba aliviar la tensión allí concentrada masajeando con mucho cuidado.

—¡Qué barbaridad! Deberías ir a un fisioterapeuta, tienes esta zona llena de contracturas.

—Sí, ya lo sé —respondió Hanna con una mueca de dolor mientras Lars presionaba una zona particularmente cargada—. ¡Ay! —se lamentó.

Lars paró enseguida.

—¿Te duele? ¿Quieres que lo deje?

—No, no, sigue —le rogó, aún con el dolor reflejado en la cara. Sin embargo, era un dolor agradable, la sensación de un músculo que se relaja y vuelve a colocarse en su lugar era maravillosa.

—¿Qué tal en el trabajo? —preguntó Lars sin dejar de masajearle los hombros.

—Pues mira, bastante bien —respondió Hanna—. Aunque un poco muermo. Ninguno de los colegas destaca por su perspicacia. Bueno, salvo Patrik Hedström, quizá. Y el otro, que es un poco más joven, Martin. El también puede llegar a ser bueno. Pero Gösta y Mellberg... —Hanna rompió a reír—. Gösta se pasa los días jugando a videojuegos y a Mellberg apenas lo he visto. Se encierra en su despacho y de ahí no sale. En fin, que esto va a ser un reto.

Por un instante, la atmósfera se tornó ligera en la habitación. Sin embargo, los viejos fantasmas de siempre no tardaron en infiltrarse, emponzoñándolo todo. Tenían tanto que decirse. Era tanto lo que debían hacer. Pero nunca se decidían a abordarlo. El pasado se interponía entre los dos como un obstáculo descomunal que se les presentaba como insalvable. Se habían resignado. La cuestión era si querían superarlo siquiera.

Lars pasó del masaje a las caricias y de los hombros al cuello. Hanna emitió un leve gemido, aún con los ojos cerrados.

—Lars, ¿se acabará alguna vez? —le susurró mientras sus manos seguían acariciándole los hombros, la espalda, bajo la camiseta. Lars tenía la boca pegada a su oreja y Hanna sentía el calor de su aliento.

—No lo sé, Hanna. No lo sé.

—Pero... tenemos que hablar de ello. Algún día tendremos que hablar de ello. —Hanna oía el tono suplicante y desesperado que siempre acompañaba a su voz cuando salía a relucir ese tema.

—No, no tenemos por qué —respondió Lars, que ya empezaba a mordisquearle la oreja. Hanna intentó resistirse, pero, como de costumbre, el deseo empezaba a prender en su interior.

—Pero, y entonces, ¿qué vamos a hacer? —La desesperación se mezclaba con el deseo y, de repente, se volvió hacia él.

Con la cara muy pegada a la de ella, le dijo:

—Vivir nuestra vida juntos. Día tras día, hora tras hora. Hacer nuestro trabajo. Sonreír, y todo lo que se espera que hagamos. Y amarnos.

—Pero... —Lars interrumpió sus protestas con un beso. La rendición subsiguiente le resultaba tan familiar... Sus intentos de abordar el tema tenían siempre el mismo final. Hanna sentía las manos de Lars por todo el cuerpo. Dejaban un rastro ardiente tras de sí y, poco a poco, sintió que las lágrimas empezaban a brotar. Todos los años de frustración, de vergüenza, de pasión, tenían cabida en aquellas lágrimas. Lars las lamía con avidez y dejaba con su lengua un rastro húmedo en sus mejillas. Hanna intentó zafarse, pero su amor, su hambre, lo inundaba todo y no le permitía huir. Finalmente, Hanna cedió. Barrió de su cerebro cualquier idea, todo el pasado. Le devolvió sus besos y se aferró a él apretándose contra su cuerpo. Se quitaron la ropa con apremio, con urgencia, y se tumbaron en el suelo de la cocina. Lejos, muy lejos, Hanna se oía gritar a sí misma.

Después, como de costumbre, se sintió vacía. Y perdida.

—¡Pues sí que parecía mustio Patrik ayer cuando llegó a casa! —observó Anna estudiando la reacción de Erica, que intentaba concentrarse en el volante. Erica exhaló un suspiro.

—Sí, puede decirse que no está en buena forma. Esta mañana, cuando lo llevé a la comisaría, intenté hablar con él, pero no estaba muy parlanchín. Ya he visto antes esa expresión. Le está dando vueltas a algún asunto relacionado con el trabajo, una idea que no le da tregua. Y lo único que se puede hacer es darle tiempo. Tarde o temprano hablará.

—¡Hombres! —exclamó Anna, y una sombra apagó su semblante. Erica la intuyó con el rabillo del ojo y sintió que se le encogía el estómago. Vivía con el temor constante de que Anna volviese a caer en la apatía, de que perdiese la chispa vital que había prendido en ella. Pero, en esta ocasión, su hermana logró desechar el recuerdo del infierno que había vivido, un recuerdo que se obstinaba en abrirse camino en su pensamiento.

—¿Es algo relacionado con el accidente de tráfico? —le preguntó.

—Eso creo —respondió Erica mirando bien a su alrededor antes de tomar la rotonda de Torp—. O, al menos, a mí me comentó que estaban investigando una serie de anomalías. Y también me dijo que el accidente le recordaba a algo.

—¿A qué? —preguntó Anna curiosa—. ¿A qué podría recordarle un accidente de tráfico?

—No lo sé, pero eso fue lo que dijo. Y que hoy investigaría el asunto más a conciencia, que intentaría llegar hasta el fondo.

—Me figuro que no has tenido ocasión de darle la lista, ¿verdad?

Erica rompió a reír.

—No, no he tenido el valor de enseñársela al verlo tan abatido. Intentaré dejárselo caer de la mejor forma posible durante el fin de semana.

—Bien —convino Anna, quien, sin que nadie se lo hubiese pedido, se había erigido en organizadora general y jefa del «proyecto boda»—. Lo más importante es que le hagas entender lo de su atuendo. Nosotras podemos ver algo hoy e incluso puedes elegir varias de las opciones, pero es él quien debe probarse la ropa.

—Sí, pero lo de su ropa no será problema. A mí me preocupa más la mía —confesó Erica en tono sombrío—. ¿Tú crees que en la tienda de vestidos de novia habrá una sección de tallas extra grandes?

Giró para acceder al aparcamiento de Kampenhof y se quitó el cinturón de seguridad. Anna hizo lo propio y se volvió hacia Erica.

—No te preocupes, estarás preciosa. ¡Ya verás! Y en seis semanas puedes perder un montón de peso. ¡Saldrá perfecto!

—Lo creeré cuando lo vea —se empecinaba Erica—. Prepárate para la realidad, ésta no será una empresa agradable.

Cerró el coche y se encaminó a la calle comercial, con Maja en el carrito. La tienda de vestidos de novia estaba en una de las estrechas callejuelas perpendiculares a la principal. Erica había llamado antes de salir para cerciorarse de que estaría abierta.

Anna no pronunció una sola palabra más hasta que no llegaron a la tienda. Justo cuando cruzaban el umbral le dio un apretón a Erica en el brazo, para infundirle ánimo. Después de todo, ¡iban buscando un vestido de novia!

Erica respiró hondo cuando se cerró la puerta y se vio dentro del comercio. Blanco, blanco y más blanco. Tul y encajes y perlas y lentejuelas. Una mujer menuda, muy maquillada y de unos sesenta años se les acercó solícita:

—¡Hola, adelante! —saludó en tono cantarín con una palmadita de entusiasmo. Teniendo en cuenta lo contenta que se había puesto al verlas, Erica pensó con cinismo que, seguramente, no acudirían allí muchas clientas.

Anna dio un paso al frente y tomó el mando.

—Estamos buscando un vestido de novia para mi hermana —explicó señalando a Erica, a lo que la señora dio otra palmadita.

—¡Oh, qué bien! ¿Va a casarse?

No, ¡qué va!, es que me apetecía mucho tener un vestido de novia, pensó Erica irritada. Sin embargo, se guardó el comentario y no dijo ni una palabra.

Parecía como si Anna le hubiese leído el pensamiento, pues se apresuró a explicar:

—Sí, van a casarse el sábado de Pentecostés.

—¡Vaya! —exclamó la mujer horrorizada—. Entonces es urgente, muy urgente. Apenas queda poco más de un mes, ¡qué horror! No puede decirse que lo haya planeado con tiempo.

Una vez más, Erica se tragó un comentario airado al sentir en su brazo la mano de Anna, que intentaba calmarla. La señora les indicó que se acercasen y Erica la siguió vacilante. Aquella situación le resultaba tan... extraña... Claro que jamás había puesto un pie antes en una tienda de vestidos de novia, y eso bien podía explicar la sensación de extrañeza. Miró a su alrededor y sintió que la cabeza le daba vueltas, literalmente. ¿Cómo podría ella encontrar un vestido de novia allí, en medio de aquel mar de volantes y gasas?

Una vez más, allí estaba Anna, consciente de cómo se sentía. Le indicó a Erica que se sentara en el sillón, dejó a Maja en el suelo y, con voz firme y segura, le dijo a la mujer: —¿Podría sacarnos varios modelos para que los vea mi hermana? Sin demasiados adornos, algo sencillo y clásico, aunque con algún detalle que destaque, ¿verdad? —preguntó mirando a Erica, que no pudo por menos de echarse a reír: Anna la conocía casi mejor que ella misma.

La propietaria de la tienda empezó a sacar un vestido tras otro. Erica negaba unas veces, afirmaba otras. Finalmente, seleccionaron cinco vestidos y Erica entró en el probador con el corazón en un puño. Aquélla no era su distracción favorita. Poder contemplar su cuerpo desde tres ángulos distintos al mismo tiempo mientras la luz implacable evidenciaba todo lo que quedaba oculto bajo la ropa invernal era una experiencia espeluznante. En todos los sentidos, observó Erica al comprobar que debería haberse pasado la cuchilla aquí y allá. En fin, ya era tarde para remediarlo. Muy despacio y con cuidado, se puso el primero de los vestidos. Era un modelo tipo funda, con un escote palabra de honor y, cuando fue a subir la cremallera, ya sabía que aquello no sería nada agradable.

—¿Qué tal va eso? —le gritó la mujer desde el otro lado de la cortina, con su tono de voz más entusiasta—. ¿Necesita ayuda con la cremallera?

—Sí, creo que sí —respondió Erica saliendo del probador muy a su pesar. Les dio la espalda para que la señora pudiera subirle la cremallera, tomó aire y se contempló en el espejo de cuerpo entero. Aquello no tenía remedio. No, no lo tenía. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. No era así como se había imaginado de novia. En sus sueños, siempre había estado deliciosamente delgada, con el pecho firme y la piel tersa. La figura que la miraba desde el espejo, en cambio, parecía una variante femenina del muñeco de Michelin. Los pliegues se ondulaban claramente en la cintura, tenía la piel ajada y apagada por el frío invernal. El cuerpo del vestido había embutido sus carnes de modo que, por debajo de los brazos, sobresalían unos pliegues extraños en forma de molletes de piel y grasa. Tenía un aspecto horrible. Se aguantó las ganas de llorar y volvió a entrar en el probador. Sin saber cómo, logró bajarse la cremallera sin ayuda y se quitó el vestido. Tocaba probarse el siguiente. Aquél pudo ponérselo sin asistencia, de modo que salió a que la vieran Anna y la propietaria. En esta ocasión, no logró ocultar cómo se sentía y vio en el espejo que le temblaba el labio inferior, pues estaba al borde del llanto. Unas cuantas lágrimas rodaron por sus mejillas y se las enjugó con el reverso de la mano. No quería ponerse a llorar allí y hacer el ridículo, pero no podía evitarlo. Tampoco aquel vestido le quedaba bien. Como el anterior, era de corte sencillo, pero iba abrochado al cuello y con la espalda descubierta, lo que, al menos, eliminaba los pliegues de los brazos. En este caso, el mayor problema era la barriga. No conseguía imaginarse cómo podría ponerse lo bastante en forma como para sentirse guapa el día de su boda. Se suponía que tenía que ser divertido. Y llevaba toda la vida esperándolo, soñando con verse allí eligiendo y descartando y probándose un montón de hermosos vestidos de novia, uno tras otro. Imaginando cómo los ojos de todos se volvían para admirarla cuando se dirigiese al altar con su novio del brazo. En sus sueños, siempre parecía una princesa el día de su boda. Al ver que las lágrimas empañaban de nuevo sus ojos, Anna se levantó y posó una mano sobre su brazo desnudo:

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