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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

Crimen En Directo (10 page)

BOOK: Crimen En Directo
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—Sí, bueno, al principio no lo entendía, pero ahora que soy mayor, ya lo comprendo.

—Ya, ahora que tienes nada menos que quince años, ¿no? —le preguntó Kerstin irónica—. Es a los quince cuando te dan el manual que contiene todas las respuestas sobre la vida, el infinito y la eternidad, ¿no? ¿Podrías prestármelo alguna vez?

—¡Anda ya! —respondió Sofie con una sonrisa—. No me refería a eso. Quiero decir que había empezado a ver a mis padres como personas, más que como «mamá y papá», vamos. Y tampoco veo ya a mi padre como un héroe —añadió Sofie apenada.

Por un instante, Kerstin sopesó la posibilidad de contarle a Sofie todo lo demás, todo aquello de lo que habían intentado protegerla. Pero la tentación pasó como había llegado.

De modo que siguieron tomando té y hablando de Marit. Riendo y llorando pero, sobre todo, recordando a aquella mujer a la que ambas habían amado, cada una a su manera.

—¡Hooola, chicas! ¿Qué os pongo? ¿Qué venís buscando? ¿La
baguette
de Uffe?

Las risitas entusiastas de las chicas que habían entrado en grupo en la panadería indicaron que el chistecito había surtido el efecto deseado, lo cual animó a Uffe a abundar en el tema; de modo que cogió una barra de la cesta e intentó sugerir lo que podía ofrecerles meneándola en el aire a la altura de las caderas. Las risas dieron paso a un coro de grititos, mezcla de pavor y alegría, con lo que Uffe empezó a dar vueltas haciendo malabares a su alrededor.

Mehmet lanzó un suspiro. Joder, con el pesado de Uffe. Desde luego que tuvo mala suerte cuando le tocó trabajar con él en la panadería. Por lo demás, no era mal sitio para estar. A él le encantaba cocinar y estaba entusiasmado con la idea de aprender más sobre repostería, pero era incapaz de imaginar siquiera cómo iba a aguantar el imbécil de Uffe durante cinco semanas enteras.

—Oye, Mehmet, ¿no vas a enseñarles tu
baguette
? Yo creo que a las chicas les encantaría ver una buena
baguette
de negro.

—Joder. Déjame en paz —respondió Mehmet, que siguió colocando los rollitos de mazapán al lado de una bandeja de galletas.

—¿Qué pasa? Si tú eres un ligón, hombre. Y seguro que aquí ni siquiera habían visto a un negro antes. ¿O sí, chicas? ¿Habíais visto alguna vez a un negro? —Uffe señalaba a Mehmet con gesto histriónico, como si lo estuviese presentando desde un escenario.

Mehmet empezaba a enojarse. Más que verlas, sintió que las cámaras que había en el techo giraban para enfocarlo. Aguardando, anhelando y ansiando su reacción. Cualquier matiz, por mínimo que fuera, llegaría en directo a la sala de estar de la gente, y cero reacciones y cero sentimientos era tanto como decir cero espectadores. Él lo sabía, conocía el juego, después de haber llegado a la final en
La granja
. Y, aun así, era como si lo hubiese olvidado, como si hubiese querido olvidarlo. Entonces, ¿por qué aceptó ir a Tanum? Aunque, al mismo tiempo, era consciente de que para él constituía una vía de escape. Durante cinco semanas podría vivir en una especie de taller protegido. Una burbuja en el tiempo. Sin responsabilidad, sin más exigencias que estar ahí, reaccionar. Nada de currar como un loco en cualquier trabajo de mierda para ganar lo suficiente para pagar el alquiler del apartamento cochambroso en el que vivía. Nada de esa cotidianidad que le robaba uno tras otro los días de su vida sin que ocurriese nada de particular. Y nada de decepciones cuando no cumplía las expectativas. De eso era de lo que huía principalmente. De la decepción que reflejaban los ojos de sus padres. Esperaban tanto de él. Estudiar, estudiar, estudiar, le habían repetido hasta la náusea desde que era pequeño. «Mehmet, tienes que estudiar y sacarte un título. Tienes que aprovechar la oportunidad que te brinda este magnífico país. En Suecia puede estudiar todo el mundo. Tienes que estudiar.» Su padre se lo había repetido hasta la saciedad, desde que Mehmet era pequeño. Y lo había intentado. Con todas sus fuerzas. Pero resultaba que no se le daban bien los estudios. Las letras y los números se resistían a permanecer en su cabeza. Aun así, él tenía que ser médico. O ingeniero. O, en el peor de los casos, licenciado en económicas. Eso era lo que sus padres esperaban sin abrigar la menor duda, porque en Suecia se le brindaba la oportunidad. En cierto modo, sus padres se salieron con la suya. Sus cuatro hermanas mayores abarcaban esas tres carreras: dos eran médicos, una era abogado y la tercera había estudiado Economía. Él era el menor y, de algún modo, había logrado convertirse en la oveja negra de la familia. Ni
La granja
ni
Fucking tanum
habían incrementado el valor de sus acciones en la familia lo más mínimo. Y no es que él lo esperase: sus padres nunca mencionaron que emborracharse ante las cámaras fuese una alternativa aceptable a la carrera de Medicina.

—¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe! —continuó Uffe, intentando que se le uniese el público adolescente. Mehmet sintió que estallaba de rabia. Dejó lo que estaba haciendo y se encaminó hacia Uffe.

—¡Déjalo ya, Uffe! —le dijo Simon, que apareció de la trastienda de la panadería con una gran bandeja de bollos recién horneados. Uffe lo miró desafiante y, por un instante, sopesó si obedecer o no. Simon le entregó la bandeja—. Toma, anda, mejor dales a las chicas un bollo recién hecho.

Uffe vaciló un minuto aún, pero terminó por coger la bandeja. La arruga que dibujaron sus labios indicaba que las manos de Uffe no estaban tan habituadas como las de Simon a manejar bandejas calientes, pero no le quedó más remedio que aguantarse y ofrecerles los bollos a las chicas.

—Bueno, ya lo habéis oído. Venga, que os invito a unos bollos. ¿No me vais a dar las gracias con un beso?

Simon hizo un gesto de resignación en dirección a Mehmet, que le sonrió con gratitud. Simon le gustaba. Era el propietario del horno y la panadería, y congeniaron desde el primer día. Simon tenía algo diferente, algo que hacía que se entendieran sólo con mirarse. Una pasada, la verdad.

Mehmet se quedó un buen rato mirando a Simon mientras éste regresaba a su masa y a sus dulces.

Las ramas en flor que veía por la ventana despertaron en Gösta un doloroso anhelo. Cada capullo llevaba consigo la promesa de los dieciocho hoyos y su Big Bertha. Pronto, nada podría separar a un hombre de sus palos de golf.

—¿Has logrado pasar del quinto hoyo? —preguntó la voz de una mujer desde la puerta. Lleno de remordimientos, Gösta se apresuró a apagar el juego del ordenador. Vaya mierda. Solía oír cuándo alguien se acercaba por el pasillo. Siempre estaba en alerta máxima cuando se ponía a jugar, lo que, por desgracia, a veces afectaba sensiblemente a su capacidad de concentración.

—Bueno... es que estaba tomándome un descanso —balbució Gösta algo turbado. Sabía que el resto de sus colegas no tenían una fe excesiva en su capacidad de trabajo, pero Hanna le gustaba y esperaba contar con su confianza, al menos durante un breve período.

—¡Bah, no pasa nada! —exclamó Hanna al tiempo que se sentaba a su lado. A mí me encanta jugar al golf en el ordenador. Y a Lars, mi marido, también. A veces nos disputamos la pantalla. Pero el quinto hoyo es complicado. ¿Tú lo has conseguido alguna vez? Si no, puedo enseñarte el truco. Me llevó muchas horas dar con la solución.

Sin esperar respuesta, Hanna acercó la silla. Gösta apenas creía lo que oía, pero abrió el juego otra vez y le dijo solemnemente:

—Llevo desde la semana pasada luchando con el número cinco, pero, haga lo que haga, la bola se desvía o hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡No entiendo qué es lo que hago mal!

—Verás, te lo voy a explicar —le dijo Hanna quitándole el ratón de las manos. Su compañera fue avanzando hasta el lugar adecuado, hizo unas maniobras en el ordenador y... la bola salió disparada y cayó en el
green
en una posición perfecta para que él pudiera meterla en el hoyo al siguiente golpe.

—¡Guau! ¿Eso era lo que había que hacer? ¡Gracias! —Gösta estaba impresionado. Hacía muchos años que sus ojos no tenían aquel brillo.

—Pues sí. Pero no vayas a creer que esto es un juego de niños —respondió Hanna entre risas mientras apartaba la silla y se alejaba un poco de la del colega.

—¿Tu marido y tú jugáis al golf? —preguntó Gösta con renovado entusiasmo—. Porque, en ese caso, quizá podríamos jugar alguna partida algo más adelante.

—No, por desgracia, no jugamos —admitió Hanna con una expresión de disculpa que le resultó simpática.

En opinión de Gösta, el hecho de que el golf no le gustase a todo el mundo en la misma medida que a él constituía uno de los grandes misterios de la vida.

—Hemos pensado en empezar a jugar, sólo que no encontramos el momento —añadió Hanna encogiéndose de hombros.

A Gösta le agradaba cada vez más su nueva colega. Y no podía por menos de admitir que, como Mellberg, también había visto con cierto escepticismo que la nueva colega fuese del sexo contrario. Había algo en la combinación de pechos y uniforme policial que le resultaba..., bueno, un tanto extraño, como mínimo. Pero Hanna Kruse desterró todos sus prejuicios. Parecía lista, y Gösta esperaba que Mellberg también lo advirtiese y no le hiciese la vida demasiado imposible.

—¿A qué se dedica tu marido? —preguntó Gösta con curiosidad—. ¿Ha conseguido encontrar trabajo aquí?

—Sí y no —respondió Hanna al tiempo que retiraba una pelusa invisible de la camisa del uniforme—. La verdad es que al menos ha tenido la suerte de encontrar un trabajo temporal. Luego ya veremos qué pasa.

Gösta enarcó una ceja con gesto inquisitivo. Hanna se echó a reír.

—Sí, bueno, es que es psicólogo. Y va a trabajar con los participantes del programa mientras se está grabando. O sea, en el programa
Fucking Tanum.

Gösta meneó la cabeza.

—Uno ya es demasiado viejo para comprender cuál podría ser la utilidad de semejante espectáculo. Cabalgar bajo la manta y andar haciendo eses y hacer el ridículo delante de toda Suecia. Y, además, de forma voluntaria. No, yo esas cosas no las entiendo. En mi época, uno encontraba un buen entretenimiento en el programa
Hylands hörna
y en las representaciones teatrales de Nils Poppe. Un poco más decente, por así decirlo.

—¿Nils qué? —preguntó Hanna.

Gösta dejó escapar un suspiro y, con cara de abatimiento, le explicó:

—Nils Poppe. Dirigía representaciones teatrales de verano que... —. Al ver que Hanna se reía, guardó silencio.

—Gösta... Sé quién es Nils Poppe. Y Lennart Hyland. No tienes que sentirte tan ofendido.

—Vaya, oye, qué graciosa —dijo Gösta—. De repente me he sentido como si tuviera cien años. Una pura reliquia.

—Gösta, tú estás tan lejos de ser una reliquia como pueda uno imaginarse —aseguró Hanna—. Sigue jugando ahora que sabes cómo pasar el quinto. Creo que puedes concederte un rato de tranquilidad.

Gösta le dedicó una sonrisa cálida y llena de gratitud. ¡Qué mujer! Acto seguido, pasó a intentar dominar el hoyo seis. Un par de hoyos o tres. Eso no era nada.

—Erica, ¿has hablado del menú con el hotel? ¿Cuándo iremos a probarlo?

Anna se balanceaba con Maja en el regazo y miró apremiante a Erica.

—¡Mierda! Se me ha olvidado —confesó Erica con una palmada en la frente.

—¿Y el vestido? ¿O es que has pensado casarte en chándal? Y Patrik, con el traje de la graduación del instituto, ¿no? En ese caso, habría que ponerle unos añadidos en los costados. Y una goma elástica entre los botones y los ojales de la chaqueta. —Anna soltó una carcajada.

—Ja, ja, muy graciosa—respondió Erica, incapaz, pese a todo, de no alegrarse al ver a su hermana bromeando. Anna parecía otra persona. Hablaba, reía, comía con apetito y, bueno, hasta se metía con su hermana mayor—. Sí, ya lo sé, lo que no sé es de dónde sacar tiempo para hacer todo eso.

—Oye, tienes delante a la canguro número uno de Fjällbacka. Quiero decir que Emma y Adrian pasan las mañanas en la guardería y yo puedo quedarme con esta señorita, así que aprovecha.

—Vaya... Tienes razón —admitió Erica sintiéndose un tanto ridícula—. La verdad, no había pensado que... —Erica guardó silencio.

—No tienes por qué sentirte ridícula. Lo entiendo. Durante un tiempo no has podido contar conmigo, pero ahora he vuelto al partido. El balón está en el campo. He dejado de martirizarme.

—Bueno, sé de una persona que, últimamente, ha pasado demasiado tiempo con Dan, tengo entendido —observó Erica entre risas, y se dio cuenta de que Anna esperaba que hiciera un comentario al respecto. También ella había andado algo crispada los últimos meses, estresada y nerviosa, y ahora pensó que podría empezar a relajarse... de no ser por el hecho de que, con creciente horror, veía acercarse la fecha de la boda. Ya sólo faltaban seis semanas. Y ella y Patrik llevaban un retraso tremendo con la planificación.

—Hagamos una cosa —propuso Anna dejando a Maja en el suelo—. Escribiremos una lista de lo que hay que hacer. Y luego nos repartimos las tareas entre tú, Patrik y yo. Quizá Kristina también pueda echar una mano, ¿no?

Anna miraba a Erica inquisitiva, pero, al ver la expresión de horror de su hermana, añadió:

—O no, mejor no.

—No, ¡por Dios! Dejemos a mi suegra al margen, en la medida de lo posible. Si ella pudiera intervenir, organizaría esta boda como si fuera su fiesta particular. Si supieras la de sugerencias con las que ya nos ha venido «con la mejor de las intenciones», como se empeña en añadir siempre. ¿Sabes lo que dijo cuando le contamos lo de la boda?

—No, cuenta —respondió Anna llena de curiosidad.

—Ni siquiera empezó diciendo «¡Qué bien! ¡Enhorabuena!», ni nada parecido, sino que nos soltó cinco razones por las que este matrimonio era un error.

—¡Maravilloso! —rió Anna—. Típico de Kristina. Y dime, ¿cuáles eran esas razones?

Erica se acercó a coger a Maja que, muy decidida, había empezado a trepar por la escalera. Aún no habían comprado una barrera.

—Pues verás. En primer lugar, era demasiado pronto celebrar la boda para Pentecostés. Según ella, necesitaríamos un año por lo menos para prepararla. Además, no le gusta que queramos tener una ceremonia discreta, con un máximo de sesenta invitados, porque entonces no podrían venir ni la tía Agda, ni la tía Berta, ni la tía Rut, o como se llamen todas ellas. Y ten en cuenta que no son tías de Patrik, sino tías de Kristina... a las que Patrik vio una vez cuando tenía cinco años, o algo así.

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