Corazón de Tinta (40 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Corazón de Tinta
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—¿Qué se creía? Capricornio sabe dónde vive. Después de que usted se escapara, era de prever que enviaría a sus secuaces. Él siempre ha sido muy rencoroso.

—¿Ah, sí? ¿Y quién le ha contado dónde vivo? ¡Tú! —Elinor alzó la mano con el puño cerrado, pero Farid le sujetó el brazo.

—¡Él no ha revelado nada! —vociferó—. ¡Nada de nada! Sólo está aquí para robar algo.

Elinor dejó caer el brazo.

—¡De modo que es cierto! —Lengua de Brujo se situó junto a ella—. Estás aquí para llevarte el libro. ¡Es una locura!

—Bueno, y tú ¿qué te propones? —Dedo Polvoriento le miró con desprecio—. ¿Pretendes llegar tan tranquilo a la iglesia de Capricornio y pedirle que te devuelva a tu hija?

Lengua de Brujo calló.

—¡Sabes que no te la entregará! —prosiguió Dedo Polvoriento—. Ella sólo es el cebo, y en cuanto hayas picado el anzuelo, vosotros dos os convertiréis en prisioneros de Capricornio, seguramente hasta el fin de vuestros días.

—¡
Yo
quería traer a la policía! —Elinor, irritada, liberó su brazo de las manos morenas de Farid—. Pero Mortimer se ha negado.

—Muy inteligente por su parte. Capricornio habría mandado conducir a Meggie a las montañas y jamás habríais vuelto a verla.

Lengua de Brujo miró más allá de las colinas, a la zona donde destacaban, oscuras, las cercanas montañas.

—Espera a que haya robado el libro —le aconsejó Dedo Polvoriento—. Esta misma noche regresaré furtivamente al pueblo. No podré liberar a tu hija como la última vez, porque Capricornio ha triplicado la vigilancia y de noche el pueblo está más iluminado que el escaparate de una joyería. No obstante, a lo mejor me entero de dónde la han encerrado. Con esa información puedes hacer luego lo que te plazca. Y en agradecimiento a mis esfuerzos intentarás devolverme de nuevo a mi mundo leyendo en voz alta. ¿Qué me dices?

Su propuesta le pareció muy razonable, pero Lengua de Brujo, tras reflexionar unos instantes, negó con la cabeza.

—No —contestó—. Lo siento, no puedo esperar más. Meggie se estará preguntando dónde estoy. Me necesita. —Y dicho esto, dio media vuelta y se dirigió hacia su coche.

Dedo Polvoriento le cerró el paso antes de que pudiera subir a él.

—Yo también lo siento —dijo mientras abría de golpe la navaja de Basta—. Ya sabes que no me gustan estos chismes, pero a veces es preciso proteger a la gente de su propia estupidez. No permitiré que entres en ese pueblo como un conejo en el lazo, sólo para que Capricornio te encierre a ti y a tu maravillosa voz. Eso de nada le servirá a tu hija, y a mí, menos.

A una señal de Dedo Polvoriento, Farid también desenfundó la navaja que aquél había comprado a un chico en un pueblo costero. Era un objeto ridículo y diminuto pero Farid lo situó con tal decisión junto al costado de Elinor, que ésta torció el gesto.

—Santo cielo, ¿quieres rajarme acaso, pequeño bastardo? —le espetó colérica.

El chico retrocedió sobresaltado, aunque no apartó el cuchillo.

—Retira el coche de la carretera, Lengua de Brujo —ordenó Dedo Polvoriento—, y no se te ocurra hacer ninguna tontería: el chico mantendrá la navaja en el pecho de esa amiga tuya enamorada de los libros hasta que vuelvas a reunirte con nosotros.

Lengua de Brujo obedeció. ¿Qué otra cosa podía hacer? Los ataron bien fuerte a ambos a los árboles que crecían justo detrás de la casa quemada, a pocos metros de su campamento provisional. Elinor despotricó todavía más fuerte que
Gwin
cuando la sacaban de la mochila agarrándola por el rabo.

—¡Cállese de una vez! —le increpó Dedo Polvoriento—. A ninguno de nosotros le servirá de nada que los hombres de Capricornio nos descubran.

La amenaza surtió efecto y Elinor enmudeció en el acto. Lengua de Brujo había apoyado la cabeza en el tronco del árbol y cerró los ojos.

Farid revisó con cuidado todos los nudos hasta que Dedo Polvoriento le hizo una seña para que se acercara.

—Tú vigilarás a esos dos cuando me encamine al pueblo esta noche —le dijo en voz muy baja—. Y no me vengas otra vez con la cantinela de los espíritus. A fin de cuentas, ya no estás solo.

El chico lo miró tan herido como si acabara de exponer su mano al fuego.

—¡Pero si están atados! —protestó—. ¿Qué es lo que hay que vigilar? Nadie ha conseguido todavía desatar mis nudos, palabra de honor. Por favor, quiero ir contigo. Puedo encargarme de montar guardia o de distraer a los centinelas. Puedo incluso entrar a hurtadillas en casa de Capricornio. ¡Soy más sigiloso que
Gwin!

Dedo Polvoriento, sin embargo, sacudió la cabeza.

—¡No! —replicó con aspereza—. Hoy iré solo. Y cuando necesite a alguien que vaya pisándome los talones, buscaré un perro.

Y dejó plantado al chico.

Era un día caluroso. Sobre las colinas, el cielo azul no mostraba una sola nube. Faltaban horas para que anocheciera.

EN CASA DE CAPRICORNIO

He caminado a veces en sueños por casas oscuras desconocidas. Casas ignotas, oscuras, atroces. Habitaciones negras que me envolvían hasta impedirme respirar…

Astrid Lindgren
,
Mío, mi pequeño mío

Una litera con dos estrechas camas de metal, arrimada a una pared pintada de blanco, un armario, una mesa delante de la ventana, una silla, un anaquel vacío sobre el que reposaba una mísera vela. Meggie confiaba en que desde la ventana se divisara la calle o al menos el aparcamiento, pero sólo se veía el patio. Algunas criadas de Capricornio se inclinaban sobre los bancales para eliminar malas hierbas, y en un rincón del corral cercado con alambre picoteaban unas gallinas. El muro que rodeaba el patio era alto, como el de una cárcel.

Fenoglio, sentado en la cama de abajo, contemplaba el suelo polvoriento con expresión sombría. El entarimado crujía al pisarlo. Fuera, Nariz Chata despotricaba junto a la puerta.

—¿Que haga qué? ¡No, búscate a otro, maldita sea! Prefiero entrar sin ser visto en el pueblo más próximo, colocar a alguien trapos con gasolina delante de la puerta o colgar un gallo muerto en una ventana. Por mí, como si tengo que ponerme a dar saltos con una máscara de demonio delante de las ventanas, igual que Cockerell el mes pasado. Pero no pienso pasarme la vida vigilando a un viejo y a una cría. Llama a alguno de los chicos, ésos se alegran de hacer algo distinto que lavar coches.

Pero Basta no admitió réplica.

—Te relevarán después de la cena —le comunicó antes de marcharse.

Meggie oyó alejarse sus pasos por el largo pasillo. Había cinco puertas hasta la escalera, y al pie de ésta, a la izquierda, estaba la puerta de entrada… Había retenido el camino en la memoria. Pero ¿cómo iba a sortear a Nariz Chata? Al asomarse de nuevo a la ventana, sintió vértigo. No, no podía descolgarse hasta ahí abajo. Se rompería la crisma.

—Deja la ventana abierta —le aconsejó Fenoglio detrás de ella—. Aquí dentro hace tanto calor que acabaremos derritiéndonos.

Meggie se sentó a su lado en la cama.

—Voy a escaparme —le dijo en un susurro—. En cuanto oscurezca.

El anciano la miró con incredulidad; luego, meneó con energía la cabeza.

—¿Te has vuelto loca? ¡Es demasiado peligroso!

Fuera, en el pasillo, Nariz Chata seguía mascullando entre dientes.

—Le diré que necesito ir al cuarto de baño. —Meggie estrechó su mochila contra ella—. Y luego echaré a correr.

Fenoglio la agarró por los hombros.

—¡No! —volvió a susurrar con firmeza—. ¡De eso nada! Ya se nos ocurrirá algo. Mi profesión consiste en inventar, ¿acaso lo has olvidado?

Meggie apretó los labios.

—¡Bien, vale, de acuerdo! —murmuró; luego se levantó y se acercó lentamente a la ventana.

Fuera estaba oscureciendo.

«A pesar de todo lo intentaré —pensó mientras detrás de ella Fenoglio se tendía en su cama suspirando—. ¡No pienso servir de señuelo! Me escaparé antes de que atrapen a Mo.»

Y mientras esperaba la llegada de la oscuridad ahuyentó por enésima vez la pregunta que la asediaba:

«¿Dónde se habrá metido Mo?»

¿Por qué no había venido todavía?

IMPRUDENCIA

—¿Creéis entonces que se trata de una trampa? —preguntó el conde.

—Siempre creo que todo es una trampa hasta que se prueba lo contrario —replicó el príncipe—. Razón por la que sigo con vida.

William Goldman
,
La princesa prometida

Después de ponerse el sol, el calor persistía. En la oscuridad no se movía ni una brizna de aire y las luciérnagas bailaban sobre la hierba agostada cuando Dedo Polvoriento volvió a dirigirse hacia el pueblo de Capricornio con absoluto sigilo.

Aquella noche dos centinelas deambulaban por la plaza del aparcamiento, y ninguno de ellos llevaba auriculares, así que Dedo Polvoriento decidió aproximarse a la vivienda de Capricornio por otra ruta. Al otro lado del pueblo había callejuelas que el terremoto, además de ahuyentar a sus últimos moradores, había demolido hasta los cimientos hacía más de cien años. Capricornio no las había reconstruido. Esas callejas estaban bloqueadas por los escombros de muros derrumbados, era peligroso trepar por allí. Los derrumbes se sucedían incluso después de tantos años, y los hombres de Capricornio rehuían esa parte del pueblo, donde, tras las puertas podridas, la vajilla sucia de los moradores desaparecidos tiempo atrás seguía aún sobre alguna que otra mesa. Allí no había proyectores y los guardianes visitaban poco esa zona.

En la calleja por la que se metió Dedo Polvoriento se apilaban las ripias, las tejas y las piedras hasta más arriba de la rodilla y resbalaron bajo sus pies cuando acechaba en la oscuridad de la noche. Preocupado porque el ruido hubiera atraído a alguien hasta allí, vio aparecer a un centinela entre las casas derrumbadas. Mientras se acurrucaba tras el muro más cercano, notó su boca reseca por el miedo. Había nidos de golondrina pegados uno junto a otro. El centinela tarareaba algo mientras se aproximaba. Dedo Polvoriento lo conocía, llevaba ya muchos años con Capricornio. Lo había reclutado Basta en otro pueblo del extranjero. Capricornio no siempre había morado entre esas colinas. Había sentado sus reales en otros lugares, en pueblos apartados como éste, en casas, en granjas abandonadas; en una ocasión, incluso en un castillo. Pero, tarde o temprano, siempre llegaba el día en el que la red de temor que Capricornio sabía tejer con tanta habilidad se rompía, despertando el interés de la policía. Allí también sucedería lo mismo.

El centinela se detuvo y encendió un cigarrillo. El humo llegó a la nariz de Dedo Polvoriento. Apartó la cabeza… y divisó un gato, un animalito blanco y delgado, sentado entre las piedras. Permaneció quieto, mirándole con sus ojos verdes. «Chissst —le hubiera gustado susurrar—. ¿Acaso parezco peligroso? No, pero ése de ahí fuera primero te descerrajará un tiro a ti y luego me tocará el turno a mí.» Los ojos verdes le miraban fijamente. La cola blanca empezó a moverse de un lado a otro. Dedo Polvoriento contempló sus botas llenas de polvo, un trozo torcido de hierro entre las piedras, cualquier cosa menos el gato. A los animales no les gusta que los miren a los ojos.
Gwin
siempre enseñaba sus dientes, sutiles como alfileres, cuando lo hacía.

El centinela comenzó a tararear de nuevo sin quitarse el cigarrillo de los labios. Luego, por fin, cuando Dedo Polvoriento pensaba ya que iba a tener que acurrucarse para el resto de su vida entre los muros derrumbados, el centinela dio media vuelta y se alejó despacio de allí. Dedo Polvoriento no se atrevió a moverse hasta que se extinguió el eco de sus pasos. Cuando se incorporó con las piernas rígidas, el gato, con un bufido, se alejó de un salto, y él permaneció un buen rato entre las casas muertas, esperando a que se serenasen los latidos de su corazón.

No encontró a ningún otro centinela hasta que saltó la tapia de Capricornio. Un aroma a tomillo salió a su encuentro, denso como el que se cernía en el aire durante el día. En esa noche tórrida todo exhalaba su perfume, incluso las tomateras y las lechugas. Las plantas venenosas crecían en el bancal situado justo delante de la casa. Las cuidaba la Urraca en persona. Ya alguna que otra muerte en el pueblo había desprendido cierto tufillo a adelfa o a beleño.

La ventana del cuarto donde dormía Resa estaba abierta, como de costumbre. Dedo Polvoriento imitó el chillido furioso de
Gwin
y una mano le hizo una seña por la ventana abierta antes de desaparecer nuevamente. Esperó, apoyado en la puerta enrejada. El cielo, tachonado de estrellas, daba la impresión de que apenas dejaba espacio a la noche. «Seguro que sabe algo —pensó—, pero ¿qué ocurrirá si ella me cuenta que Capricornio ha guardado el libro en una de sus cajas fuertes?»

La puerta tras la verja se abrió. Siempre crujía como si se quejase de los molestos visitantes nocturnos. Dedo Polvoriento se volvió y contempló el rostro de una desconocida. Era una chica joven, quizá de quince o dieciséis años de edad. Sus mejillas aún eran mofletudas como las de una niña.

—¿Dónde está Resa? —Dedo Polvoriento aferró la reja—. ¿Qué le ha sucedido?

La chica parecía petrificada de espanto. Clavaba la vista en sus cicatrices como si nunca hubiera visto una cara igual.

—¿Te ha enviado ella? —A Dedo Polvoriento le habría encantado introducir las manos entre las rejas para sacudir a esa pequeña pavisosa—. Suéltalo de una vez. No dispongo de toda la noche. — No habría debido pedir ayuda a Resa. Debería habérselas arreglado solo. ¿Cómo había sido capaz de ponerla en peligro?—. ¿La han encerrado? ¡Habla de una vez!

La chica miró aterrada por encima de su hombro y retrocedió. Dedo Polvoriento se volvió sobresaltado para seguir la dirección de su mirada… y se topó cara a cara con Basta.

¿Cómo no lo había oído llegar? Basta era tristemente célebre por su andar sigiloso, pero Nariz Chata, que lo acompañaba, no era precisamente un maestro de la discreción. Con Basta venía una tercera persona: Mortola. Así que la última noche no había asomado la cabeza por la ventana únicamente para respirar aire fresco. «¿Me habrá denunciado Resa?» Ese pensamiento le resultaba muy doloroso.

—¡En serio, jamás habría osado imaginar que te atreverías a volver! —ronroneó Basta mientras lo empujaba con la mano abierta contra la reja.

Dedo Polvoriento sintió la presión de los barrotes en su espalda.

Nariz Chata exhibía una sonrisa de oreja a oreja, como un niño en Navidad. Así sonreía siempre que podía asustar a alguien.

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