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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (60 page)

BOOK: Corazón de Tinta
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A los microbuses de Elinor subieron cuatro duendes, trece hombres y mujeres de cristal… y Darius, el desdichado lector tartamudo. A él ya nada lo retenía en el pueblo abandonado y vuelto a habitar. Atesoraba demasiados recuerdos dolorosos. Cuando ofreció a Elinor ayudarla a reconstruir su biblioteca, ella aceptó (Meggie abrigaba la ligera sospecha de que barajaba la secreta idea de conseguir que Darius volviera a leer en voz alta algún día ahora que la amenazadora presencia de Capricornio no le trababa la lengua).

Meggie continuó mirando un buen rato hacia atrás cuando dejaron el pueblo de Capricornio a sus espaldas. Sabía que nunca lo olvidaría, al igual que tampoco se olvidan algunas historias por mucho miedo que te hayan dado o quizá precisamente por eso.

Antes de partir, Mo había vuelto a preguntarle, preocupado, si también le apetecía dirigirse primero a casa de Elinor. A Meggie le encantó la idea. Curiosamente sentía más nostalgia de la casa de Elinor que de la vieja granja donde su padre y ella habían pasado los últimos años.

En la pradera trasera de la casa, aún se percibía la mancha provocada por el fuego en el lugar donde los hombres de Capricornio habían apilado los libros, pero Elinor había mandado retirar las cenizas… después de llenar un bote de mermelada con el fino polvo gris. Reposaba sobre su mesilla de noche, junto a su cama.

Muchos de los libros que los hombres de Capricornio habían arrancado de los estantes volvían a ocupar su lugar; otros esperaban sobre la mesa de trabajo de Mo a ser encuadernados de nuevo, pero las estanterías de la biblioteca seguían vacías, y Meggie vio lágrimas en los ojos de Elinor cuando ambas se plantaron delante… aunque se las limpió a toda prisa.

Durante las semanas siguientes Elinor se dedicó a comprar libros. Para ello viajó por toda Europa, acompañada siempre por Darius. A veces también se sumaba Mo. Meggie se quedó con su madre en la enorme casa. Sentadas juntas ante una de las ventanas, contemplaban el jardín, donde las hadas fabricaban sus nidos, unas formaciones redondas que colgaban como pelotas de las ramas de los árboles. Las criaturas de cristal se instalaron en el desván de Elinor, y los duendes horadaron cuevas entre los corpulentos y añosos árboles que tanto abundaban en el jardín de Elinor. Ella les recomendó encarecidamente a todos ellos que no abandonasen la finca en la medida de lo posible. Les previno con insistencia sobre los peligros del mundo que se extendía más allá de los setos, pero los enjambres de hadas no tardaron en bajar volando de noche al lago, los duendes se deslizaron por los pueblos dormidos emplazados en sus orillas y la gente de cristal desapareció en la hierba alta que tapizaba las laderas de las montañas limítrofes.

—No te preocupes demasiado —aconsejó Mo a Elinor cuando ésta se lamentaba de semejante falta de juicio—. El mundo del que proceden tampoco estaba exento de peligros.

—Pero era diferente —se limitó a contestar Elinor—. No había automóviles —¿qué pasaría si las hadas chocasen volando con un parabrisas?—, ni tampoco cazadores con escopetas que disparan a todo bicho viviente sólo por divertirse.

Para entonces, Elinor conocía todos los detalles sobre el mundo de
Corazón de tinta.
La madre de Meggie había necesitado abundante papel para escribir sus recuerdos. Todas las noches Meggie le pedía que le contara algo, y, sentadas juntas, Teresa escribía y Meggie leía, y en ocasiones intentaba pintar lo que le había descrito su madre.

Los días pasaban y las estanterías de Elinor se iban llenando de libros nuevos y maravillosos. Algunos estaban en un estado lamentable, y Darius, que había comenzado a redactar un inventario de los tesoros impresos de Elinor, interrumpía su trabajo una y otra vez para observar a Mo mientras realizaba el suyo. Se sentaba a su lado con los ojos abiertos como platos mientras Mo liberaba a los libros de sus tapas gastadas, volvía a unir las páginas sueltas, pegaba los lomos y hacía todo lo necesario para prolongar la vida de los libros durante muchos años más.

Más tarde, Meggie no acertaba a recordar en qué momento decidieron quedarse para siempre con Elinor. Quizá fue muchas semanas después de su llegada, o puede que lo supieran desde el primer día. A Meggie le asignaron la habitación con la enorme cama bajo la que aún seguía su caja de libros. Le habría encantado leerle en voz alta a su madre sus libros favoritos, pero para entonces comprendía por qué Mo también se negaba a hacerlo salvo en muy raras ocasiones. Y una noche en que no podía conciliar el sueño porque había creído ver surgir la cara de Basta en la noche, se sentó a la mesa ante su ventana y comenzó a escribir, mientras las hadas brillaban en el jardín de Elinor y los duendes se deslizaban, raudos, entre los arbustos.

Meggie se había trazado un plan: quería aprender a urdir historias como Fenoglio. Deseaba aprender a reunir palabras que leer a su madre sin preocuparse de quién podía salir y mirarla con ojos enfermos de nostalgia. Sólo las palabras podían devolver a su mundo a todos aquellos que estaban hechos de letras, y por eso Meggie decidió que las palabras se convertirían en su oficio. Y ¿dónde podía aprenderlo mejor que en una casa en cuyo jardín anidaban las hadas y los libros susurraban de noche en las estanterías?

Como ya su padre le había dicho en cierta ocasión: escribir historias también guarda relación con la brujería.

Nota bibliográfica

Adams, Richard:
La colina de Watership,
traducción de Pilar Giralt Gorina y Encarna Quijada, Seix Barral, Barcelona

1998.

Alí Babá y los cuarenta ladrones,
traducción del francés (según la traducción del árabe de Antoine Galland) de Pilar Ruiz, Altea, Madrid

1986.

Barrie, James M.:
Peter Pan,
traducción de María Luz Morales, Juventud, Barcelona

1973.

Bradbury, Ray:
Fahrenheit 451,
traducción de Alfredo Crespo, Plaza y Janes, Barcelona

1986.

Bury, Richard de, ver: Manguel, Alberto. Dahl, Roald:
Las brujas,
traducción de Maribel de Juan, Santillana, Madrid

2001.

Ende, Michael:
Jim Botón y Lucas el maquinista,
traducción de Adriana Matons de Malagrida, Noguer, Barcelona

1998.

La historia interminable,
traducción de Miguel Sáenz, Alfaguara, Madrid

1989.

Goldman, William:
La princesa prometida,
traducción de Celia Filipetto, Martínez Roca, Barcelona

1990.

Grahame, Kenneth:
El viento en los sauces,
traducción de Salustiano Masó, Altea, Madrid,

1989.

Kastner, Erich:
Emilio y los detectives,
traducción de José Fernández, Juventud, Barcelona

1988.

Kipling, Rudyard:
El libro de la selva,
traducción de Emilio Ortega, SM, Madrid

1988.

Manguel, Alberto:
Una historia de la lectura,
traducción de José Luis López Muñoz, Alianza, Madrid

2001.

Sendak, Maurice:
Donde viven los monstruos,
traducción de Agustín Gervás, Altea, Madrid,

2001.

Shakespeare, William:
La tempestad,
traducción de Manuel Ángel Conejero y Jenaro Talens, Cátedra, Madrid

1997.

Singer, Isaac B.: «Neftalí, el narrador, y su caballo Sus», en
Cuentos judíos,
traducción de Andrea Morales, Anaya, Madrid

1989.

Stevenson, Robert Louis:
Secuestrado,
traducción de María Eugenia Santidrián, Anaya, Madrid

1987.

El Dr. Jekyll y Mr. Hyde,
traducción de Carmen Criado, Alianza Editorial, Madrid

1978.

La isla del tesoro,
traducción de María Durante, Anaya, Madrid

1998.

Tolkien, J. R. R.:
El Señor de los Anillos,
traducciones de Matilde Home, Luis Domènech y Rubén Masera, Minotauro, Barcelona

1993.

El hobbit,
traducción de Manuel Figueroa, Minotauro, Barcelona

1982.

Twain, Mark:
Las aventuras de Huckleberry Finn,
traducción de J. A. de Larrinaga, Círculo de Lectores, Barcelona

1999.

Las aventuras de Tom Sawyer,
traducción de J. Torroba, Espasa-Calpe, Madrid

1998.

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