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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (37 page)

BOOK: Corazón de Tinta
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Los encerró a ella y a Fenoglio en el cobertizo número cinco, el mismo que había ocupado Farid.

—¡Adentro, esperaréis ahí el regreso de tu padre! —dijo antes de empujar a Meggie al interior.

La niña creía estar viviendo la misma pesadilla por segunda vez. Con una diferencia: ahora no había paja mohosa sobre la que sentarse y la bombilla del techo no funcionaba. En cambio, por un estrecho agujero del muro penetraba un rayo de luz del día.

—¡Espléndido! —dijo Fenoglio sentándose con un suspiro sobre el frío suelo—. Una cuadra. Qué falta de imaginación. La verdad es que esperaba que Capricornio dispusiera al menos de una mazmorra como es debido para sus prisioneros.

—¿Cuadra? —Meggie apoyó la espalda contra la pared. Oía el repiqueteo de la lluvia contra la puerta cerrada.

—Pues claro. ¿Qué te figurabas que era esto? Antes siempre construían las casas así: debajo iba el ganado, arriba las personas. En algunos pueblos de las montañas siguen cobijando de ese modo a sus cabras y asnos. Por la mañana, una vez han llevado el ganado a los pastos, las calles aparecen cubiertas de montones humeantes que pisoteas cuando vas a comprar panecillos. —Fenoglio se arrancó un pelo de la nariz, lo observó como si no diera crédito a que algo tan hirsuto creciera en su nariz, y lo arrojó chasqueando los dedos—. La verdad es que resulta un poco fantasmagórico —murmuró—. Justo así me imaginé a la madre de Capricornio… con esa nariz, esos ojos ceñudos, incluso esa forma de cruzar los brazos y proyectar la barbilla hacia delante.

Meggie lo miró, incrédula.

—¿La madre de Capricornio? ¿La Urraca?

—¡La Urraca! ¿Así la llamas? —Fenoglio rió en voz baja—. Es justo el apodo que le doy en mi historia. Es realmente asombroso. Guárdate de ella. Tiene muy mal carácter.

—Creía que era su ama de llaves.

—Hum, seguramente también lo es. En fin, por el momento procura guardar nuestro pequeño secreto, ¿de acuerdo?

Meggie asintió, aunque no entendía ni gota. De todos modos, la identidad de la vieja le importaba un bledo. Todo daba igual. Esta vez no contaban con Dedo Polvoriento para abrirles la puerta por la noche. Todo había sido en vano… Era como si nunca hubieran escapado. Dio una patada a la puerta cerrada y apretó las manos contra ella.

—¡Mo vendrá! —murmuró—. Y entonces nos encerrarán aquí para siempre.

—¡Bueno, bueno! —Fenoglio, tras incorporarse, se aproximó a ella. La estrechó contra su pecho y apretó la cara de Meggie contra su chaqueta. La tela era tosca y olía a tabaco de pipa—. Ya se me ocurrirá algo —le dijo a Meggie en susurros—. Al fin y al cabo estos canallas son invención mía. Sería para morirse de risa que no pudiera erradicarlos de nuevo de este mundo. A tu padre se le ocurrió una idea, pero…

Meggie alzó la cara, humedecida por las lágrimas, y lo miró esperanzada, pero el anciano meneó la cabeza.

—Más tarde. Ahora explícame primero a qué se debe el interés de Capricornio por tu padre. ¿Tiene que ver con su arte como lector?

Meggie asintió y se enjugó las lágrimas.

—Quiere que Mo lea en voz alta para traer a alguien, a un viejo amigo…

Fenoglio le ofreció un pañuelo. Cuando la niña se limpió la nariz, unas cuantas hebras de tabaco se desprendieron de él.

—¿Un amigo? Capricornio no tiene amigos —el anciano frunció el ceño.

Después Meggie oyó que soltaba una exclamación ahogada.

—¿De quién se trata? —preguntó ella, pero Fenoglio se limitó a limpiarle una lágrima de la mejilla.

—De alguien a quien ojalá sólo encuentres entre las páginas de un libro —respondió esquivo. Luego se volvió y comenzó a pasear arriba y abajo—. Capricornio retornará pronto —anunció—. Tengo que meditar cómo presentarme ante él.

Pero Capricornio no acudía. Fuera oscureció y nadie fue a sacarlos de su encierro. Ni siquiera les dieron de comer. Cuando el aire nocturno penetró por el agujero del muro, refrescó y se acurrucaron en el duro suelo pegaditos el uno al otro para darse calor mutuamente.

—¿Sigue siendo Basta tan supersticioso? —preguntó Fenoglio al cabo del rato.

—Sí, mucho —contestó Meggie—. A Dedo Polvoriento le encanta tomarle el pelo con eso.

—Bien —murmuró Fenoglio. Luego, enmudeció.

LA CRIADA DE CAPRICORNIO

Como no conocí ni a mi padre ni a mi madre, ni vi jamás un retrato de ninguno de ellos —ya que vivieron mucho antes del tiempo de las fotografías—, mis primeras sensaciones acerca de su parecido las obtuve, ilógicamente, de sus piedras sepulcrales. La forma de las letras de la de mi padre me hicieron forjarme una extraña idea de que fue un hombre ancho, grueso, moreno y de pelo rizado. Por el carácter y forma de la inscripción «También Georgina, esposa del arriba citado», llegué a la pueril conclusión de que mi madre era una muchacha endeble y llena de pecas.

Charles Dickens
,
Grandes esperanzas

Dedo Polvoriento partió siendo noche cerrada. El cielo seguía cubierto de nubes y no se divisaba ni una sola estrella. La luna aparecía de vez en cuando entre las nubes, tísica y depauperada, como una rodajita de limón en medio de un mar de tinta.

Dedo Polvoriento agradecía tanta oscuridad, pero el chico se sobresaltaba en cuanto una rama rozaba su rostro.

—¡Maldición, debería haberte dejado con la marta! —le increpó Dedo Polvoriento—. Tu castañeteo de dientes acabará delatándonos. Mira hacia delante. ¡Ahí hay algo que sí debería asustarte! No son espíritus, sino escopetas.

Ante sus ojos, a tan sólo unos pasos de distancia, apareció el pueblo de Capricornio. Los proyectores recién instalados vertían una luz clara como la del día sobre las casas grises.

—¡Y que encima haya gente que diga que la electricidad es una bendición! —musitó Dedo Polvoriento mientras se deslizaban por el borde de la plaza.

Un vigilante vagaba aburrido entre los vehículos estacionados. Bostezando, se apoyó en el camión con el que Cockerell había traído las cabras esa misma tarde, y se puso los auriculares sobre las orejas.

—¡Magnífico! Podría aproximarse todo un ejército y él no lo oiría —susurró Dedo Polvoriento—. Si Basta estuviera aquí, encerraría a ese tipo tres días sin un mendrugo de pan en las cuadras de Capricornio.

—¿Qué te parece si vamos por encima de los tejados?

El miedo había desaparecido del rostro de Farid. El centinela armado no inquietaba al muchacho ni la mitad que sus fantasmas imaginarios. Dedo Polvoriento se limitaba a menear la cabeza ante tamaña insensatez. Sin embargo, lo de los tejados no era una idea descabellada. Por una de las casas colindantes al aparcamiento trepaba una parra. Hacía años que no la podaban. En cuanto el vigilante se encaminó despacio al otro lado del aparcamiento, balanceándose al compás de la música que inundaba sus oídos, Dedo Polvoriento ascendió por las ramas leñosas. El chico trepaba aún mejor que él. Al llegar a lo alto del tejado le tendió la mano, henchido de orgullo. Continuaron sigilosos como gatos vagabundos, pasando junto a chimeneas, antenas y los proyectores de Capricornio que dirigían su luz hacia abajo, dejando tras de sí una oscuridad protectora. Una teja se desprendió bajo las botas de Dedo Polvoriento, pero él logró agarrarla a tiempo antes de que se estrellara contra el suelo del callejón.

Cuando llegaron a la plaza donde se ubicaban la iglesia y la casa de Capricornio, descendieron por un canalón. Dedo Polvoriento se agachó durante unos tensos instantes tras una pila de cajas de fruta vacías y buscó al centinela con la vista. La plaza y el estrecho callejón lateral junto al que se alzaba la casa de Capricornio estaban bañados en una luz diáfana como el día. Un gato negro se acurrucaba junto a la fuente situada delante de la iglesia. Su visión habría paralizado el corazón de Basta, pero a Dedo Polvoriento le inquietaban bastante más los centinelas apostados ante la vivienda de Capricornio. Nada menos que dos haraganeaban delante de la entrada. Uno de ellos, un individuo alto y fornido, había descubierto hacía cuatro años a Dedo Polvoriento, arriba, en el norte, en una ciudad en la que se disponía a ofrecer su última representación. Junto con otros dos se lo había llevado, y Capricornio había preguntado a Dedo Polvoriento, a su especialísimo modo, por el paradero de Lengua de Brujo y del libro.

Ambos hombres discutían. Estaban tan enfrascados en la conversación que Dedo Polvoriento, haciendo de tripas corazón y caminando con presteza, desapareció en la calleja que pasaba junto a la casa de Capricornio. Farid lo siguió, sigiloso como una sombra. La vivienda era un enorme edificio macizo. En el pasado quizá fuera el ayuntamiento del pueblo, un convento o una escuela. Por sus ventanas no se filtraba luz alguna, ni en la calleja se veían centinelas. Dedo Polvoriento, sin embargo, se mantuvo alerta. Sabía que a los guardias les gustaba apoyarse en los oscuros quicios de las puertas, invisibles con sus trajes negros cual cuervos en la noche. Sí, Dedo Polvoriento lo sabía casi todo sobre el pueblo de Capricornio. Había vagado por aquellas callejuelas desde que Capricornio lo había mandado traer hasta allí para buscar a Lengua de Brujo y el libro. Cada vez que enloquecía de nostalgia, se acercaba hasta allí, junto a sus viejos enemigos, movido por la única finalidad de desembarazarse de esa sensación de extrañeza. Ni siquiera el miedo a la navaja de Basta había conseguido mantenerlo lejos.

Dedo Polvoriento cogió una piedra plana, hizo una seña a Farid para que se acercase y arrojó la piedra callejón abajo. Nada se movió. El centinela hacía su ronda acostumbrada, y Dedo Polvoriento escaló rápidamente el alto muro tras el que se encontraba el huerto de Capricornio: tablas de hortalizas, árboles frutales, arbustos de plantas aromáticas protegidos por un muro del viento frío que a veces soplaba desde las montañas vecinas. Dedo Polvoriento había entretenido muchas veces a las criadas mientras cavaban los bancales. En el huerto no había focos, ni guardias (¿a quién se le ocurre robar verdura?). Una puerta enrejada, que permanecía cerrada por la noche, conducía desde el patio a la casa. La perrera, situada justo detrás del muro, estaba vacía, según comprobó Dedo Polvoriento elevándose por encima del muro. Los perros no habían regresado de las colinas. Habían sido más listos de lo que pensaba y por lo visto Basta aún no se había procurado otros. Había sido una torpeza por su parte. Basta era un estúpido.

Dedo Polvoriento hizo señas al chico para que lo siguiera y corrió por los bancales, cuidados con esmero, hasta llegar ante la puerta trasera enrejada. El chico lo miró interrogante al ver la pesada reja, pero Dedo Polvoriento se limitó a colocarse un dedo sobre los labios y a alzar la vista hacia una de las ventanas del segundo piso. Los postigos, negros en la oscuridad, estaban abiertos. Dedo Polvoriento soltó un maullido tan auténtico que al punto le respondieron varios gatos, pero tras la ventana nada se movió. Dedo Polvoriento, maldiciendo entre dientes, acechó un momento en la oscuridad… e imitó el grito estridente de un ave rapaz. Farid se sobresaltó y se apretó contra el muro de la casa. Esta vez algo se movió tras la ventana. Una mujer se asomó. Cuando Dedo Polvoriento la saludó con la mano, ella le devolvió el saludo antes de desaparecer nuevamente.

—¡No pongas esa cara! —susurró Dedo Polvoriento al reparar en la mirada de preocupación de Farid—. Podemos confiar en ella. Muchas de las mujeres aborrecen a Capricornio y a sus secuaces; algunas están aquí en contra de su voluntad. Pero todas ellas temen perder su trabajo, que prenda fuego al tejado que cobija a sus familias si hablan de él y de lo que sucede aquí, o que envíe a Basta con su navaja… A Resa esas preocupaciones le son ajenas, pues no tiene familia —«ya no», añadió en su mente.

La puerta situada detrás de la reja se abrió y Resa, la mujer de la ventana, apareció, inquieta, detrás de los barrotes. Sus cabellos rubio oscuro acentuaban su palidez.

—¿Qué tal? —Dedo Polvoriento se acercó a la reja y deslizó la mano entre los barrotes.

Resa estrechó sus dedos con una sonrisa y señaló al muchacho con un ademán.

—Es Farid. —Dedo Polvoriento bajó la voz—. Cabría decir que ha salido a mi encuentro. Puedes confiar en él. Capricornio le gusta tan poco como a mí.

Resa asintió dirigiéndole una mirada cargada de reproches, y meneó la cabeza.

—Sí, ya lo sé, no ha sido una medida inteligente haber regresado. ¿Te has enterado de lo sucedido? —Dedo Polvoriento no pudo evitar que en su voz resonase un timbre de orgullo—. Ellos se han creído que lo aguanto todo, pero se equivocan. Todavía queda un libro y pienso llevármelo. No me mires así. ¿Sabes dónde lo guarda Capricornio?

Resa sacudió la cabeza. Tras ellos se oyó un rumor. Dedo Polvoriento se volvió sobresaltado, pero era un simple ratón que correteaba, veloz, por el tranquilo patio. Resa sacó del bolsillo de su bata un lápiz y una hoja de papel. Escribió despacio y con esmero, sabedora de que a Dedo Polvoriento le resultaba más fácil leer las mayúsculas. Fue Resa la que le había enseñado a leer y a escribir para que ambos pudieran entenderse.

Como siempre, pasó un rato hasta que las letras adquirieron sentido para Dedo Polvoriento. Se sentía orgulloso de sí mismo cada vez que aquellos signos semejantes a patas de araña se combinaban al fin para formar palabras a las que él podía arrancar su secreto.

—«Echaré un vistazo» —leyó en voz baja—. Bien, pero ten cuidado. No quiero que arriesgues tu precioso cuello —volvió a inclinarse sobre el papel—. ¿A qué te refieres con que «La urraca tiene ahora las llaves de Basta»?

Le devolvió la nota. Farid observaba, fascinado, la mano de Resa escribiendo como si se encontrase ante una maga.

—Creo que también tendrás que enseñarle a él —cuchicheó Dedo Polvoriento a través de la reja—. ¿Te fijas cómo te mira?

Resa alzó la cabeza y sonrió a Farid. Este, confundido, apartó la vista. Resa se pasó el dedo alrededor de la cara.

—¿Que te parece un chico guapo? —Dedo Polvoriento torció el gesto en una mueca burlona mientras Farid, avergonzado, no sabía adónde mirar—. ¿Y qué hay de mí? ¿Que soy guapo como la luna? Hum, no sé qué pensar de ese piropo. ¿Te refieres a que tengo casi las mismas cicatrices?

Resa se tapó la boca con la mano. Era fácil hacerla reír, se reía como una niña pequeña. Pero entonces se la oía.

Unos disparos rasgaron la noche. Resa aferró la reja y Farid se acurrucó al pie del muro, amedrentado. Dedo Polvoriento volvió a levantarlo.

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