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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (20 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Mi sombrío estado de ánimo empeoró con la marcha de Yuki. No me dijo nada sobre sus intenciones de partir, simplemente un día desapareció. Por la mañana escuché su voz y sus pasos mientras realizábamos nuestro entrenamiento. Oí cómo se dirigía a la puerta principal y se marchaba sin despedirse de nadie. Durante todo el día estuve pendiente de su regreso, pero fue en vano. Pregunté sobre su paradero; pero las respuestas eran evasivas y no quise interrogar a Akio ni a Gosaburo. Añoraba profundamente la presencia de Yuki; pero también me sentía aliviado por no tener que enfrentarme al dilema que su presencia como mujer me planteaba. Desde que ella me hablara de Kaede, cada día yo tomaba la decisión de no volver a su lado; pero con la llegada de la noche, cambiaba de opinión.

Dos días más tarde, mientras pensaba en ella durante el periodo de meditación posterior a los ejercicios de la mañana, oí que una de las criadas llegaba a la puerta y llamaba a Akio en voz baja. Éste abrió los ojos lentamente, y con el aire de calmada compostura que siempre asumía tras la meditación (y que yo siempre consideré que era fingido), se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—El maestro está aquí -le anunció la muchacha-. Te está esperando.

—¡Eh, Perro! -me llamó Akio. Los demás seguían sentados sin mover un músculo, sin levantar la mirada mientras me incorporaba. Akio me hizo un gesto con la cabeza, y yo le seguí hasta la sala principal de la casa, donde Kikuta Kotaro tomaba té con Gosaburo.

Entramos en la estancia, nos arrodillamos e hicimos una reverencia hasta tocar el suelo.

—Incorporaos -dijo el maestro, examinándome durante unos instantes. Entonces, se dirigió a Akio-: ¿Ha habido algún problema?

—En realidad no -respondió Akio, dejando entrever que había habido varios.

—¿Y su actitud? ¿Alguna queja?

Akio negó lentamente con la cabeza.

—Sin embargo, antes de partir de Yamagata...

Tuve la impresión de que Kotaro quería hacerme comprender que lo sabía todo sobre mí.

—Lo solucionamos -replicó Akio brevemente.

—A mí me ha resultado de mucha utilidad -terció Gosaburo.

—Me alegro de oír eso -replicó Kotaro con sequedad.

Su hermano Gosaburo se puso en pie y se disculpó, pues tenía que ausentarse -las presiones del negocio, la necesidad de atender la tienda...-. Cuando se hubo marchado, el maestro dijo:

—Anoche hablé con Yuki.

—¿Dónde está?

—Eso no importa; pero me dijo algo que me preocupa. No sabíamos que Shigeru fue a Mino con la Intención expresa de encontrarte. Él hizo creer a Muto Kenji que el encuentro había ocurrido por casualidad.

Hizo una pausa, pero yo permanecí en silencio. Recordé el día en el que Yuki me había sacado aquella información mientras me cortaba el pelo. Ella debió de considerar que era importante y lo suficientemente valiosa como para proporcionársela al maestro. Sin duda le había contado todo lo que sabía de mí.

—Esta circunstancia me hace sospechar que Shigeru tenía un conocimiento de la Tribu más profundo de lo que pensábamos -dijo Kotaro-. ¿Es eso cierto?

—Es cierto que Shigeru sabía quién era yo -repliqué-. Él había sido amigo del maestro Muto durante años; eso es todo lo que sé sobre su relación con la Tribu.

—¿Y nunca te dijo nada más?

—No. Yuki me preguntó lo mismo. ¿Qué importa eso ahora?

—Nosotros pensábamos que conocíamos a Shigeru, que lo sabíamos todo sobre su vida -respondió Kotaro-. No deja de sorprendernos, ni siquiera tras su muerte. Ocultó muchos asuntos, incluso a Kenji; su romance con Maruyama Naomi, por ejemplo. ¿Qué otras cosas ocultaba?

Yo me encogí ligeramente de hombros. Pensé en Shigeru, apodado El Granjero, con su amplia sonrisa y su franqueza y sencillez aparentes. Todos le habían juzgado de forma equivocada, incluso los miembros de la Tribu. Shigeru era mucho más de lo que nadie había sospechado.

—¿Es posible que guardara documentos sobre la Tribu? ¡Aquello era lo que preocupaba a Kotaro!

—Él guardaba archivos sobre todo tipo de asuntos -dije yo, simulando un tono confundido-. Las estaciones, sus experimentos agrícolas, la tierra y las cosechas, sus lacayos... Ichiro, antiguo preceptor suyo, le ayudaba; pero a menudo era Shigeru quien escribía los registros.

Me vino a la mente la imagen de Shigeru mientras escribía a altas horas de la noche; la vacilante llama de la linterna, el intenso frío, su semblante atento e inteligente, muy distinto a su gentil expresión habitual.

—¿Le acompañabas en los viajes que realizaba?

—No, con la excepción de nuestra huida de Mino.

—¿Con qué frecuencia viajaba?

—No estoy seguro; mientras yo residí en Hagi nunca abandonó la ciudad.

Kotaro emitió un gruñido y después el silencio reinó en la sala. Apenas podía oír la respiración de mis acompañantes. Desde lejos llegaban los sonidos de la tienda y de la casa propios del mediodía: los chasquidos del abaco, las voces de los clientes y los gritos de los vendedores ambulantes apostados en la calle. El viento empezaba a soplar; silbaba bajo los aleros y sacudía las mamparas. Su aliento ya indicaba la llegada de las nieves.

Por fin el maestro tomó la palabra:

—Lo más probable es que Shigeru conservara documentos de la Tribu, en cuyo caso tenemos que recuperarlos. Si llegasen a caer en manos de Arai en este preciso momento, las consecuencias serían desastrosas. Tendrás que ir a Hagi. Averigua si existen esos archivos y tráelos de vuelta.

Yo apenas podía creer lo que estaba oyendo. Nunca había imaginado que regresaría allí y, sin embargo, me iban a enviar a la casa que tanto amaba.

—Se trata del suelo de ruiseñor -explicó Kotaro-. Tengo entendido que Shigeru mandó construir uno alrededor de su casa y que tú lograste dominarlo.

Tuve la sensación de encontrarme de vuelta en Hagi; noté el pesado aire nocturno del sexto mes, me vi a mí mismo corriendo tan silencioso como un fantasma por el suelo de ruiseñor y escuché la voz de Shigeru: "Hazlo otra vez".

Hice un esfuerzo por mantener el semblante inexpresivo, aunque una sonrisa intentaba aflorar a mis labios.

—Debes partir de inmediato -prosiguió Kotaro-. Tienes que llegar hasta allí y estar de vuelta antes de las nevadas. Estamos a finales de año, y para el mes primero las ciudades de Hagi y Matsue quedarán incomunicadas por la nieve.

Hasta entonces el maestro no parecía estar enfadado, pero en sus últimas palabras percibí la cólera que le embargaba. Quizá había reparado en mi sonrisa.

—¿Por qué nunca le contaste esto a nadie? -exigió Kotaro-. ¿Por qué se lo ocultaste a Kenji?

Noté cómo yo mismo me enfurecía ante su actitud.

—Fue el señor Shigeru quien se lo ocultó; yo me limité a actuar como él. En primer lugar, mi lealtad estaba con Shigeru. Yo nunca habría revelado nada que él deseara mantener en secreto. No hay que olvidar que por entonces yo era un Otori.

—Y todavía piensa que lo es -terció Akio-. Es una cuestión de lealtades. Nunca cambiará -y por lo bajo, añadió-: Los perros sólo conocen un amo.

Volví los ojos hacia Akio con el deseo de que él me devolviera la mirada y yo pudiera callarle, hacerle caer en un profundo sueño, pero tras una rápida y despectiva ojeada éste clavó otra vez los ojos en el suelo.

—En fin, de una u otra forma lo comprobaremos -sentenció Kotaro-. Considero que esta misión pondrá a prueba tu lealtad. Si ese tal Ichiro conoce la existencia y el contenido de los documentos, habrá que acabar con él, desde luego.

Hice una reverencia sin pronunciar palabra, mientras me preguntaba si mi corazón se había endurecido hasta tal punto que me permitiera matar a Ichiro, el anciano que había sido preceptor de Shigeru y, después, instructor mío. A veces, cuando me castigaba y me obligaba a aprender, había sentido deseos de matarle; pero él era un Otori y formaba parte del hogar de Shigeru. Yo estaba vinculado a Ichiro por los lazos del deber y la lealtad; por el respeto que a regañadientes le había profesado, y también -hasta entonces no me había dado cuenta- por mi afecto.

Al mismo tiempo, yo analizaba la furia del maestro y la sentía con toda su intensidad. Era semejante a la cólera casi perenne que Akio me mostraba; yo tenía la impresión de que ambos me odiaban y me temían a la vez. "Los Kikuta se emocionaron al descubrir que Isamu había dejado un hijo varón", me había dicho la esposa de Kenji. Si estaban tan emocionados, ¿por qué se mostraban furiosos conmigo? ¿Acaso no había añadido ella: "Todos nosotros nos alegramos"? Yuki me había contado lo que sentía su madre hacia Shintaro. ¿Pudo ésta alegrarse por la muerte del asesino?

En aquel momento la esposa de Kenji había dado la apariencia de ser una mujer charlatana, y consiguió engañarme; más tarde me permitió descubrir algunas de sus habilidades. Me había estado halagando, acariciando mi vanidad del mismo modo que me había acariciado las sienes con sus asombrosas manos. La reacción de los Kikuta ante mi repentina aparición era más oscura y compleja de lo que ellos me hacían creer; tal vez estuvieran encantados con mis dotes extraordinarias, pero también existía algo en mí que los preocupaba, y yo no acertaba a comprender de qué se trataba.

La furia que debiera haberme acobardado y forzado a ser obediente hizo que me mostrara más testarudo; es más, prendió fuego a mi terquedad y ésta se transformó en energía. Yo la notaba agazapada en mi interior, mientras me admiraba porque el destino me enviara de vuelta a Hagi.

—Nos adentramos en tiempos peligrosos -dijo el maestro, mientras me examinaba como si pudiera leerme el pensamiento-. La casa de los Muto en Yamagata ha sido registrada y saqueada. Alguien sospechó que estabas allí. Sin embargo, Arai ha regresado a Inuyama, y Hagi queda muy lejos. Tu regreso entraña riesgos, pero más peligroso sería que los documentos fueran a caer en otras manos.

—¿Y si no están en la casa del señor Shigeru? Podrían estar ocultos en cualquier sitio.

—Lo más probable es que Ichiro conozca su paradero. Interrógale, encuentra los documentos y tráelos de vuelta.

—¿Debo emprender el viaje inmediatamente?

—Cuanto antes mejor.

—¿Asumiendo el papel de comediante?

—Los comediantes no viajan en esta época del año -replicó Akio con desprecio-. Además, iremos solos.

Yo había suplicado en silencio que Akio no me acompañara; pero el maestro ordenó:

—Akio irá contigo. Su abuelo, vuestro abuelo, ha muerto y regresáis a Hagi para asistir al funeral.

—Preferiría que Akio no me acompañase -dije yo.

Éste lanzó un profundo suspiro, y Kotaro replicó:

—Para t¡ no existen las preferencias, únicamente la obediencia.

Noté que mi ira se encendía y le miré directamente. Él clavó los ojos en los míos como ya había hecho en otra ocasión, en la que me había sumido en un profundo sueño en cuestión de segundos; pero logré sostener su mirada sin que me afectase. Había algo en sus ojos que indicaba una cierta intranquilidad ante mí. Examiné su mirada y a mi mente llegó de repente una sospecha.

"Éste es el hombre que mató a mi padre".

Por un instante sentí terror ante lo que estaba pensando, pero enseguida mi mirada se estabilizó y logré sostenerla. Enseñé los dientes, aunque desde luego no sonreía. Vi el asombro en el rostro del maestro y noté cómo su vista se ensombrecía. Akio se puso en pie de un salto, y me propinó una bofetada que casi me tumbó en el suelo.

—¿Cómo osas hacer eso al maestro? No tienes ningún respeto, ¡escoria humana!

Entonces, Kotaro intervino:

—Siéntate, Akio.

Volví los ojos hacia él, pero el maestro ya no me miraba.

—Lo siento, maestro -dije con suavidad-. Perdonadme.

Ambos sabíamos que mis disculpas eran fingidas. Él se puso en pie con rapidez y quiso poner fin al incidente dando rienda suelta a su rabia.

—Desde que te encontramos hemos intentado protegerte de t¡ mismo -no elevaba la voz, aunque su cólera era evidente-. No sólo por t¡, desde luego. Sabes cuáles son tus poderes extraordinarios y cuan útiles nos podrían resultar. Pero tu formación, tu mezcla de sangre, tu propio carácter te perjudican. Yo creí que el entrenamiento serviría de algo, pero no tenemos tiempo para continuar con él. Akio te acompañará a Hagi y tú le obedecerás en todo momento. Él tiene mucha más experiencia, sabe dónde encontrar alojamiento seguro, con quién ponerse en contacto y en quién se puede confiar.

Hizo una pausa mientras yo hacía una reverencia para mostrar mi asentimiento, y después prosiguió:

—Tú y yo acordamos un pacto en Inuyama, pero desobedeciste mis órdenes y regresaste al castillo. Los efectos de la muerte de I¡da no han sido beneficiosos para nosotros; nos iba mucho mejor con él que con Arai. Con tu promesa, aparte de la obediencia que todo niño aprende antes de cumplir los siete años, me has entregado tu vida.

Yo no respondí. Noté que el maestro estaba a punto de darme por imposible, que su paciencia para conmigo y la comprensión de mi naturaleza, que en su día me habían calmado y me habían dado consuelo, se estaban agotando, al igual que se extinguía mi confianza en él. La terrible sospecha permaneció en mi mente; una vez plantada la semilla, ya no había modo de detenerla: mi padre había muerto a manos de la Tribu -quizá el propio Kotaro había sido su asesino- porque había intentado abandonarla. Más tarde repararía en que esta circunstancia explicaba en parte las reacciones de la Tribu para conmigo: la insistencia de sus miembros en que los obedeciera, su actitud ambivalente ante mis poderes extraordinarios y su odio por mi lealtad hacia Shigeru; pero en aquel momento tales consideraciones sólo desinflaban mi maltrecho estado de ánimo. Akio me odiaba; yo había insultado y ofendido al maestro Kikuta; Yuki me había abandonado; Kaede podía haber muerto... No quise continuar con la triste relación de acontecimientos. Bajé la mirada al suelo mientras Kikuta y Akio discutían los detalles del viaje.

* * *

Partimos a la mañana siguiente. La carretera estaba atestada de viajeros que se dirigían a sus lugares de origen a celebrar el Festival del Año Nuevo y aprovechaban para desplazarse las últimas semanas antes de las nevadas. Nos mezclamos con ellos como dos hermanos que regresaban a casa para un funeral. No me costó trabajo simular que estaba sobrecogido por el dolor, pues éste se había convertido en mi estado natural. La única luz que iluminaba la oscuridad que se cernía sobre mí era la ilusión por volver a ver la casa de Hagi y escuchar por última vez su melodía del invierno.

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