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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (19 page)

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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Ya estaba oscureciendo y la baja temperatura de la habitación anunciaba la llegada del invierno. Sentí un escalofrío y me invadió el remordimiento. Tenía las manos entumecidas por el frío.

Escuché los pasos de Yuki, que se acercaba desde la parte posterior del edificio. Comencé a escribir de nuevo. Ella atravesó el patio y se quitó las sandalias en la veranda junto a la sala de archivos. Percibí el olor a carbón ardiendo. Yuki había traído consigo un pequeño brasero que colocó en el suelo, junto a mí.

—Parece que tienes frío -exclamó ella-. ¿Te traigo té?

—Más tarde, quizá.

Coloqué el pincel a un lado y extendí las manos al calor de la lumbre. Ella las tomó entre las suyas y las frotó.

—Cerraré las contraventanas -dijo.

—Entonces tendrás que encender una linterna, pues no habrá suficiente luz para escribir.

Ella se rió en silencio y cerró las contraventanas, una tras otra. La habitación se sumió en la penumbra, iluminada tan sólo por el ligero resplandor de las ascuas del carbón. Cuando Yuki regresó ya se había desatado la túnica, y en poco tiempo dejamos de sentir frío; pero, después de aquel encuentro -tan maravilloso como de costumbre-, mi inquietud regresó. El fantasma de Kaede había estado conmigo en aquella habitación. ¿Estaba yo causándole angustia y provocando sus celos y su rencor?

Con sus piernas y brazos entrelazados entre los míos e irradiando calor, Yuki me dijo:

—Ha llegado un mensaje de tu prima.

—¿Qué prima? -para entonces yo tenía multitud de familiares.

—Muto Shizuka.

Empujé a Yuki hacia un lado, apartándola de mí para que no pudiera escuchar los rápidos latidos de mi corazón.

—¿Qué dice el mensaje?

—La señora Shirakawa se está muriendo. Shizuka teme que su fin está muy cerca -respondió ella, antes de añadir-: Pobrecilla...

Yuki se mostraba resplandeciente, rebosante de vida; pero yo sólo pensaba en Kaede, en su fragilidad, su ímpetu, su belleza sobrenatural... La llamé en silencio desde el fondo de mi alma: "No puedes morir. Tengo que verte una vez más. Iré a buscarte. ¡No mueras antes de que volvamos a encontrarnos!".

El fantasma de mi amada clavó la mirada en mí, con los ojos oscurecidos por el reproche y el sufrimiento.

Yuki se dio la vuelta y me miró a los ojos, sorprendida por mi silencio.

—Shizuka pensó que debías saberlo. ¿Acaso había algo entre Kaede y tú? Mi padre me lo dio a entender, pero según él sólo se trataba de un amor pasajero entre adolescentes... También me dijo que todo hombre que la conoce se siente atraído por ella.

Yo no respondí. Yuki se incorporó y se tapó con la túnica.

—Fue más que eso, ¿no es así? La amabas -tomó mis manos y me obligó a mirarla-. Tú la amabas -repitió, y en su tono de voz se adivinaban los celos-. ¿Se ha terminado?

—Nunca se terminará -repliqué-. Incluso aunque muera, nunca podré dejar de amarla -en aquel momento, cuando ya era demasiado tarde para declarar mi amor eterno a Kaede, adiviné la verdad de mis sentimientos.

—Esa etapa de tu vida ha concluido -sentenció Yuki con tono tranquilo pero fiero-. ¡Totalmente! ¡Olvídala! Nunca volverás a verla -concluyó, con la voz quebrada por la rabia y la frustración.

—Nunca te habría hablado de mi amor hacia ella si tú no me lo hubieras preguntado.

Aparté las manos y me vestí. El calor me había abandonado al poco tiempo de haber llegado hasta mí, y el brasero se estaba apagando.

—Trae más carbón -le pedí a Yuki-, y linternas. Tengo que terminar mi trabajo.

—Takeo... -comenzó a decir ella, pero al momento guardó silencio-. Enviaré a la criada -añadió, mientras se levantaba.

Cuando se iba me puso la mano en la nuca, pero yo no respondí. Desde que nos conocíamos habíamos tenido contacto físico en todos los terrenos imaginables. Sus manos me habían acariciado, pero también me habían golpeado a causa de mi desobediencia; habíamos matado a hombres luchando codo con codo, y también habíamos hecho el amor. Pero Yuki apenas si había rozado la superficie de mi corazón, y en ese momento ambos éramos conscientes de ello.

No di muestra alguna de mi congoja, pero en mi fuero interno lloré por Kaede y por la vida que podíamos haber compartido. No tuvimos más noticias de Shizuka, aunque yo siempre me mantenía a la escucha de los mensajeros que llegaban a la casa. Yuki no volvió a mencionar el asunto. Yo confiaba en que Kaede no hubiera muerto, y durante el día me aferraba a esta esperanza, pero las noches eran diferentes.

* * *

Los arces y los sauces se despojaron de sus hojas y los últimos colores se desvanecieron; bandadas de patos salvajes volaban hacia el sur atravesando el sombrío firmamento. Los emisarios llegaban con menos frecuencia a medida que la ciudad se recogía ante la llegada del invierno, pero de vez en cuando recibíamos algún mensaje con noticias sobre las actividades de la Tribu o los combates en los Tres Países, siempre acompañadas de nuevas órdenes relativas a nuestro negocio.

Nuestro negocio: así describíamos nuestro trabajo, consistente en el espionaje y el asesinato. Un negocio en el que las vidas humanas se consideraban como mercancías. Yo también copiaba los registros de éstas, y a menudo me sentaba hasta bien entrada la noche junto a Gosaburo -el comerciante-, y pasábamos de la producción de soja a la de aquella otra cosecha mortal. Ambas arrojaban excelentes beneficios, si bien la recolección de soja había quedado afectada por las tormentas, mientras que la industria de los crímenes seguía su curso floreciente, pese a que uno de los candidatos a ser asesinado se había ahogado antes de que la Tribu pudiera alcanzarle y existía una disputa sobre el pago de los servicios.

Los Kikuta, por su extrema crueldad, eran más expertos en cuanto a los asesinatos que los Muto, a quienes se consideraba más preparados en el terreno del espionaje. Ambas familias conformaban la aristocracia de la Tribu; las tres restantes -los Kuroda, Kudo e Imai- se dedicaban a labores más serviles y monótonas, actuando como sirvientes, ladronzuelos o delatores. Dado que las dotes extraordinarias tradicionales eran sumamente valoradas, se celebraban muchos matrimonios entre los Muto y los Kikuta; las nupcias entre estos linajes y las otras familias eran menos frecuentes, aunque dichas excepciones a veces daban como resultado a genios tales como Shintaro, el asesino.

Cuando terminábamos con las cuentas, Kikuta Gosaburo me daba lecciones de genealogía en las que me explicaba los intrincados parentescos de la Tribu, que se extendían como una inmensa tela de araña a través de los Tres Países, llegando hasta el norte e incluso más allá. Gosaburo era un hombre obeso, con papada; su rostro, suave y rollizo, daba una falsa apariencia de mansedumbre; sus ropas y su piel despedían el olor de la fermentación. Cuando se encontraba de buen humor, pedía que trajeran vino y pasaba de la genealogía a la historia de la Tribu, la historia de mis antepasados, que poco había cambiado en cientos de años. Los señores de la guerra experimentaban auges y declives, los clanes florecían y desaparecían; pero la vida y el trabajo de la Tribu se mantenían siempre igual, aunque en aquella época Arai se había propuesto cambiar el curso de los acontecimientos. Todos los demás señores poderosos utilizaban los servicios de los miembros de la Tribu; sólo Arai quería destruirla. La papada de Gosaburo temblaba de la risa ante semejante idea.

Al principio sólo me asignaban tareas de espionaje. Me enviaban a escuchar conversaciones en las tabernas y en las casas de té, y me ordenaban escalar muros y tejados por la noche para enterarme de las confidencias que los hombres hacían a sus hijos y a sus esposas. Yo escuchaba los secretos y los temores de los habitantes de Matsue y las estrategias del clan Yoshida para la campaña de primavera. También prestaba atención a la preocupación que reinaba en el castillo; los señores recelaban de las intenciones de Arai de traspasar la frontera y temían las revueltas campesinas que se estaban produciendo a poca distancia de la ciudad. Me desplazaba hasta los pueblos de montaña, oía los comentarios de los campesinos e identificaba a los líderes de la sublevación.

Una noche, al comprobar una antigua deuda, Gosaburo chasqueó la lengua en señal de desaprobación. No sólo no se habían efectuado los pagos, sino que el deudor había realizado otros pedidos. Se llamaba Furoda y era un guerrero de bajo rango que, tras abandonar las armas, se había dedicado a la agricultura para mantener a su numerosa familia y dar rienda suelta a su afición por los placeres de la vida. Bajo su nombre, leí los símbolos que indicaban el creciente nivel de intimidación al que ya había sido sometido: le habían incendiado un granero, habían secuestrado a una de sus hijas, golpeado a un hijo y matado a varios de sus perros y caballos; sin embargo, la deuda que mantenía con los Kikuta iba en aumento.

—Este trabajo podría ser para el Perro -le dijo el comerciante a Akio, que se había unido a nosotros y saboreaba un cuenco de vino. Como todos los demás, con la excepción deYuki, Gosaburo me llamaba por aquel apodo.

Akio tomó el rollo en sus manos, repasó la triste historia de Furoda, y comentó:

—Se le ha consentido demasiado.

—Es un tipo agradable, y nos conocemos desde que éramos niños. Pero es verdad que no puedo seguir haciendo excepciones con él.

—Tío Gosaburo, si no eres severo, ¿no esperarán todos la misma compasión? -terció Akio.

—Ése es el problema. Por el momento nadie está pagando en el plazo fijado; todos creen que pueden librase de las represalias, al igual que Furoda -Gosaburo exhaló un profundo suspiro y los ojos casi le desaparecieron entre los pliegues de las mejillas-. Soy demasiado blando de corazón, tengo ese defecto; mis hermanos siempre me lo reprochan.

—El Perro sí que es blando de corazón -replicó Akio-, pero le estamos enseñando a endurecerlo. Él se hará cargo de Furoda. Le vendrá bien.

—Si le matamos, nunca saldará sus deudas -repliqué yo.

—Pero todos los demás lo harán -rebatió Akio, con el tono de quien señala una obviedad a un necio.

—Suele ser más fácil reclamar a un muerto que a un vivo -añadió Gosaburo con aire de disculpa.

Yo desconocía a aquel hombre despreocupado, irresponsable y amante del placer, y no deseaba matarle. Pero lo hice. Unos días más tarde fui de noche a su casa -situada a las afueras de la ciudad-, silencié a los perros, me hice invisible y esquivé a los guardias. Las puertas y ventanas estaban atrancadas, por lo que esperé a Furoda junto a las letrinas. Yo había estado vigilando la casa y sabía que él siempre se levantaba de madrugada para orinar. Era un hombre grueso y corpulento que desde hacía tiempo había dejado de entrenar y que abandonaba en manos de sus hijos los duros trabajos de la labranza. Había perdido la fortaleza, y murió sin apenas emitir un sonido.

Mientras desenroscaba la cinta del garrote empezó a llover y las tejas de la techumbre de la tapia se volvieron resbaladizas. La noche estaba totalmente oscura y la lluvia parecía aguanieve. Regresé a la casa de los Kikuta anulado por las tinieblas y el frío, como si éstos se hubieran arrastrado hasta mi interior y hubieran dejado una sombra en mi alma.

Los hijos de Furoda pagaron las deudas de su padre y Gosaburo quedó satisfecho conmigo. No confié a nadie lo mucho que el asesinato me había perturbado, pero el encargo siguiente-por órdenes de la familia Yoshida-fue aún peor. Decididos a poner fin antes del invierno a la inquietud reinante entre los campesinos, los Yoshida solicitaron que elimináramos a su líder. Yo le conocía y sabía que cultivaba campos en secreto, aunque no le había hablado de ellos a nadie. Entonces le dije a Akio y a Gosaburo adonde acudía el granjero en solitario cada atardecer, y me enviaron allí a encontrarme con él.

El hombre escondía arroz y batatas en una pequeña cueva excavada en una ladera de la montaña, cubierta con rocas y matorrales. Se encontraba trabajando en las orillas del campo de cultivo cuando subí la cuesta en silencio. Le había juzgado erróneamente, pues era más fornido de lo que yo creía y contraatacó con la azada. Mientras forcejeábamos, mi capucha se deslizó hacia atrás y me vio la cara. En sus ojos percibí signos de reconocimiento y de terror. En ese momento utilicé mi segundo cuerpo, me coloqué tras él y le corté el cuello, pero antes escuché cómo exclamaba ante mi imagen:

—¡Señor Shigeru!

Yo estaba cubierto de sangre y me sentía mareado por un golpe que no había logrado esquivar; la azada me había rebotado en la cabeza y ésta me sangraba sin cesar. Sus palabras me trastornaron profundamente. ¿Acaso había llamado al espíritu de Shigeru pidiéndole auxilio? ¿Y si, dado nuestro parecido, me había confundido con él? Deseé preguntárselo, pero sus ojos ya vacíos miraban hacia el cielo del crepúsculo. Nunca volvería a hablar.

Me hice invisible y continué en ese estado hasta casi llegar a la casa de los Kikuta; nunca antes había utilizado la invisibilidad durante tan largo rato. De haber podido, hubiera permanecido invisible para siempre. No lograba quitarme de la cabeza las palabras de aquel hombre y, de repente, me vino a la memoria lo que Shigeru me había dicho en Hagi hacía tanto tiempo: "Nunca he matado a un hombre desarmado y nunca he asesinado por placer".

Los señores del clan quedaron muy satisfechos. La muerte del líder había puesto fin al malestar de los campesinos, y los aldeanos rápidamente volvieron a ser dóciles y obedientes; muchos de ellos morirían de hambre antes de que acabara el invierno. El resultado fue excelente, según palabras de Gosaburo.

Empecé a soñar con Shigeru todas las noches. Él entraba en mi habitación y se plantaba ante mí como si acabara de salir del río, goteando sangre y agua, en silencio, con los ojos clavados en mi persona, como si me estuviera esperando igual que había aguardado, con la paciencia de la garza, a que yo recobrase el habla.

Lentamente empecé a caer en la cuenta de que no podía soportar la vida que estaba llevando, pero no sabía cómo escapar de ella. Había hecho un pacto con los Kikuta que me resultaba imposible cumplir; había accedido al trato en un arranque de pasión, en un momento en el que no esperaba sobrevivir más allá de aquella noche y sin siquiera entenderme a mí mismo. En aquel momento creí que el maestro Kikuta, quien parecía conocerme, me ayudaría a resolver las profundas divisiones y contradicciones que albergaba mi persona. Sin embargo, me envió a Matsue con Akio, donde mi vida con la Tribu podría enseñarme a ocultar tales contradicciones. Pero yo no estaba haciendo nada por resolverlas; tan sólo las enterraba más profundamente.

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