Clarissa Oakes, polizón a bordo (3 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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Cerró la vena y, después de lavar el cuenco en el jardín, continuó:

—En cuanto al malhumor de que te quejas, amigo mío, no esperes demasiado de mis remedios, pues, desgraciadamente, ni la juventud ni la despreocupación ni la felicidad pueden embotellarse. Tienes que comprender que cierta melancolía y a menudo cierta irascibilidad acompañan a la vejez. En verdad, podría decirse que la vejez lleva aparejado el mal carácter. Al llegar a la mediana edad, el hombre se da cuenta de que ya no puede hacer ciertas cosas, que ha perdido la buena apariencia, que tiene una enorme barriga y que, a pesar de que arda en deseos, ya las mujeres no le encuentran atractivo, y por eso se rebela. La fortaleza, la resignación y la conformidad son más efectivas que las píldoras, ya sean rojas, azules o blancas.

—Stephen, no pensarás que soy un hombre de mediana edad, ¿verdad?

—La vida de los marinos es sumamente corta y llegan a la mediana edad antes que los caballeros abstemios que viven en el campo. Jack, tú has llevado una vida lo menos sana que uno es capaz de imaginar, expuesto constantemente a la humedad, calado hasta los huesos, oyendo esa maldita campana cada hora durante la noche. Te han herido Dios sabe cuántas veces y has trabajado excesivamente. No me extraña que tengas canas.

—No tengo canas. El pelo se me está poniendo amarillo como el botón de oro.

Jack tenía el pelo largo y lo llevaba recogido en una coleta doblada y atada con un gran lazo negro. Stephen desató el lazo y le acercó la punta de la coleta a los ojos.

—¡Maldita sea! —exclamó Jack, mirándolo a la luz del sol—. ¡Maldita sea! Hay algunas canas… montones de canas. Indudablemente, tengo el pelo entrecano como un tejón. No lo había notado.

Seis campanadas.

—¿Quieres que te hable de algo más alegre?

—Sí, por favor —respondió Jack, que apartó la vista de la coleta y le miró esbozando la misma dulce sonrisa que cuando se conocieron.

—Dos de nuestros pacientes han estado en las dos islas por las que piensas pasar. Philips ha estado en la isla Norfolk y Owen en la isla de Pascua. Philips la conocía antes que la abandonaran como penal, y la conocía muy bien porque se pasó allí… me parece que aproximadamente un año, según dijo Martin, que fue a quien Philips le habló del lugar. El caso es que pasó mucho tiempo en la isla después que el barco en que navegaba naufragara. Me olvidé del nombre… Era una fragata.

—Debe de haber sido la
Sirius
, que estaba bajo el mando del capitán Hunt. Las olas la empujaron hacia un arrecife de coral en 1790, algo muy parecido a lo que nos ocurrió aquella vez que estuvimos a punto de ser empujados al arrecife de la isla Inaccesible. ¡Dios mío! Nunca en mi vida he tenido tanto miedo. ¿No tenías miedo, Stephen?

—No. No creo que haya nadie en la Armada tan valiente como yo. Pero, además, como recordarás, estaba abajo, jugando al ajedrez con el pobre Fox, y no supe nada hasta que estábamos a salvo. Pero, como te decía, Martin se puso muy contento cuando oyó que las pardelas colicortas están ahora allí. Le gustan más los petreles que a mí, y la pardela colicorta, amigo mío, pertenece a ese interesante grupo. Tiene muchas esperanzas de que bajemos a tierra.

—Indudablemente, me gustaría complacerle, si es posible desembarcar allí. A veces las olas son muy grandes, sean cuales sean las condiciones. Hablaré con Philips y le pediré a Owen que me cuente todo lo que sepa de la isla de Pascua. Si este viento se mantiene, avistaremos el monte Pitt de Norfolk mañana por la mañana.

—Espero que podamos bajar a tierra, pues, aparte de otras cosas, allí está el famoso pino de Norfolk.

—Lamentablemente, acabaron con ellos hace años. Proporcionaban enormes palos, pero no soportaban ni siquiera una moderada presión.

—Así es. Recuerdo que el señor Seppings nos leyó un excelente trabajo en Somerset House. Pero lo que realmente quería decir era que una planta tan curiosa y asombrosa como el pino de Norfolk puede albergar insectos igualmente curiosos y asombrosos y tan poco conocidos en el mundo como su huésped.

—Hablando de Martin —dijo Jack, a quien le importaban un rábano los insectos, por extraños que fueran—, ayer pensé en él dos veces. Una cuando revisaba con Adams el montón de papeles de mis propiedades para ponerlos en orden. Los documentos fueron enviados por siete abogados diferentes, después que pagué todas las hipotecas que tenía mi padre, y, además, los niños los habían revuelto para buscar los sellos. Adams me dijo que tengo pleno derecho a presentar candidatos a tres beneficios eclesiásticos y el derecho compartido de presentarles a otro más. No sé si a Martin le interesarían.

—¿Son rentables?

—No tengo idea. Cuando era niño, el pastor Rusell, de Woolcombe, podía mantener un coche, pero la verdad es que tenía medios privados y se casó con una mujer que tenía una buena dote. No sé nada de los demás, salvo que la vicaría de Compton era pequeña, lóbrega y destartalada. Me hice a la mar cuando era como Reade, ¿sabes?, y no volví casi nunca. Esperaba que Withers me mandaría un amplio informe de la situación a Sidney. Sin duda, eso me hubiera proporcionado todos los detalles.

—¿Cuál fue la segunda circunstancia que te hizo recordar a Martin?

—Cuando estaba cambiando las cuerdas de mi violín pensé que el amor a la música y la capacidad de tocar bien no tenían nada que ver con la personalidad, que la personalidad era irrelevante, ¿me entiendes? Los dos amigos que Martin hizo en Oxford, Standish y Paulton, son los ejemplos perfectos. Standish tocaba mejor que cualquiera de los aficionados que he escuchado, pero no era una gran persona, ya sabes. No lo digo porque estaba constantemente mareado ni porque nos traicionó, y tampoco digo que fuera malo. Pero no era una gran persona. En cambio, John Paulton, que toca aún mejor, es la clase de persona con quien uno podría navegar alrededor del mundo sin cruzar una palabra dura ni una mirada malévola en todo el viaje. Lo que me asombra es que Martin haya tocado con esos dos excelentes músicos y que ninguno le haya persuadido a tocar en un tono próximo al que corresponde. —Jack lamentó haber hecho ese comentario sobre el amigo de Stephen tan pronto como lo dijo, porque parecía hecho con mala intención, y enseguida continuó—: Y es extraño que ambos se hayan convertido en papistas.

—¿Te parece extraño que ambos hayan retornado a la religión de sus antepasados?

—No, en absoluto —respondió Jack, muy apenado—. Lo que quería decir es que parece que hay una afinidad entre Roma y la música.

—Así que vas a pasar revista mañana —dijo Stephen.

—Sí y lamento no haberla pasado hace una semana. Pasar revista favorece la unión de la tripulación después de permanecer largo tiempo en tierra y a uno le permite tomar el pulso, por decirlo así, a la situación del barco. Los marineros se están comportando de un modo extraño, sonríen tontamente, hacen gestos raros…

Jack empleó un tono inquisitivo, pero Stephen, que sabía perfectamente bien por qué los marineros sonreían tontamente y hacían gestos raros, se limitó a decir:

—Tengo que acordarme de afeitarme.

En su estado actual, la
Surprise
no llevaba a bordo infantes de marina y tenía una tripulación mucho más pequeña que un barco de guerra normal de su misma clase (sin hombres de tierra adentro, sin grumetes y con muy pocas figuras con gloria y galones dorados). Pero lo que sí tenía era un tambor, y cuando sonaron las cinco campanadas en la guardia de mañana, mientras la fragata navegaba con gran cantidad de velamen desplegado y con viento flojo y constante, bajo un cielo despejado y con el monte Pitt, de la isla Norfolk, claramente visible en el horizonte, a unas doce o trece leguas, West, el oficial de guardia, le dijo a Oakes, su compañero:

—Llame a pasar revista.

Oakes se volvió hacia Pratt, un marinero con dotes de músico y ordenó:

—Llame a pasar revista.

Pratt bajó con determinación los palillos, que tenía preparados, y se oyó un estruendo por toda la fragata.

Esto no sorprendió a nadie. El viernes los marineros habían lavado sus camisas y sus pantalones, y el sábado, cuando ya estaban secos, habían terminado de arreglarlos. Además, durante el largo desayuno del domingo se había oído repetir la orden:

—¡Lavarse para pasar revista!

Y en caso de que alguien no hubiera escuchado el mensaje, el señor Bulkeley, el contramaestre, se había asomado a las escotillas y, proyectando la voz hacia abajo, gritó:

—¿Me han oído de proa a popa? ¡Lavarse para pasar revista cuando suenen las cinco campanadas!

Y sus compañeros, aún más alto, habían gritado.

—¿Me han oído? ¡Afeitarse y ponerse camisa limpia para pasar revista cuando suenen las cinco campanadas!

Mucho antes de esto, los marineros que hacían la guardia de alba subieron sus bolsas de ropa y las colocaron junto a un recuadro del alcázar que estaba situado detrás del timón y que dejaba un espacio libre sobre la escala de toldilla para que entrara la luz a la cabina. Y cuando sonaron las cuatro campanadas, los marineros que se encontraban bajo cubierta subieron sus bolsas y formaron con ellas una pirámide sobre los palos situados delante de las lanchas, no sin gran cantidad de inocentes empujones, gritos, risas y bromas sobre el señor O., encargado de la guardia de media. Eso nunca hubiera sido aceptable en la Armada real, y algunos de los antiguos tripulantes de barcos de guerra trataron de calmar a sus compañeros procedentes de barcos corsarios. Pero cuando los oficiales lograron ponerles en fila y cada uno de ellos informó a Pullings que todos en su brigada estaban «presentes, limpios y correctamente vestidos», todos los marineros estaban presentables. Entonces Pullings pudo volverse hacia el capitán con la conciencia tranquila y quitándose el sombrero, decirle:

—Todos los oficiales han reportado, señor.

La primera brigada era la de la guardia de popa, bajo el mando de Davidge, y todos sus componentes, colocados detrás de él, saludaron. Sus sombreros volaron por el aire y ellos se mantuvieron erguidos y tan firmes como lo permitía el fuerte oleaje. Jack caminó a lo largo de la fila, mirando atentamente los familiares rostros. La mayoría mantenía una expresión ceremoniosa (Killick tenía la boca fruncida con un gesto de desaprobación y parecía que no le había visto nunca antes), pero en la mirada de algunos notaba algo que no podía definir. ¿Jocosidad? ¿Perspicacia? ¿Cinismo? En cualquier caso, era diferente a la habitual mirada franca, amable y vacía.

Después se encontraban West (el pobre West había perdido la nariz porque se le había congelado al sur del cabo de Hornos) y su brigada, que estaba compuesta por los marineros del combés. Cuando Jack empezó a inspeccionarla, un miembro que estaba ausente por enfermedad y se encontraba en la enfermería, un marinero viejo llamado Owen, dijo:

—Y allí estaba yo en la isla de Pascua, caballeros, viendo al
Proby
pasar por la costa a sotavento y gritando a mis compañeros que no me abandonaran. Pero ellos eran un montón de despiadados cabrones y en cuanto terminaron de pasar rozando el cabo se alejaron viento en popa y les juro que no tocaron ni una escota hasta que cruzaron la línea del Ecuador. ¿Y les sirvió de algo, caballeros? No, señores, no, porque el pueblo Peechokee, del norte del estrecho de Nootka, los mató y les arrancó el cuero cabelludo a todos y quemaron el barco para quedarse con el hierro.

—¿Cómo le trataron los habitantes de la isla de Pascua?

—¡Oh, en general muy bien, señor! No tienen malos sentimientos, aunque les gusta robar. Y tengo que admitir que se comían unos a otros más de lo conveniente. No soy melindroso, pero a uno le desasosiega que le sirvan la mano de un hombre. Cuando tengo mucha hambre no digo que no a una tajada de algo que podría ser cualquier cosa, pero una mano le revuelve a uno el estómago. De cualquier manera, nos llevábamos bastante bien. Llegué a hablar su lengua después de cierto…

—¿Cómo sucedió eso? —preguntó Martin.

—Bueno, señor, es que se parece a la lengua que hablan en Otaheite y otras islas, aunque no es tan refinada. Y también se parece al escocés.

—Por lo que veo, conoce las lenguas de la Polinesia —dijo Stephen.


¿Anan
, señor?

—Las lenguas del Pacífico sur.

—¡Oh, sí, señor! He estado en las islas Society muchas veces, y además llegué a conocer bien a los habitantes de la isla Sandwich, pues como el comercio de pieles requiere hacer viajes muy largos, hasta la costa oeste de Norteamérica, solíamos pasar por allí el invierno, cuando el comercio terminaba. Y lo mismo me pasó con Nueva Zelanda.

—Cualquiera sabe hablar las lenguas del Pacífico sur —dijo Philips, el paciente que estaba junto a él por la parte de estribor. Yo sé hablar las lenguas del Pacífico sur. Y también Brenton y Scroby y el viejo Chucks, cualquiera que haya estado a bordo de un ballenero en el Pacífico sur.

—Además, tenía una novia y ella me ayudó a aprender muchas palabras. Vivíamos en una casa hecha por sus antepasados hacía mucho tiempo. Estaba en ruinas, pero la parte que ocupábamos nosotros se mantenía en bastante buenas condiciones. Era una casa de piedra en forma de canoa y tenía unos cien pies de largo y veinte de ancho y las paredes de cinco pies de grosor.

—En la isla Norfolk mis compañeros y yo cortamos un pino de doscientos diez pies de alto y treinta de grosor —dijo Philips.

El capitán Aubrey, acompañado por el señor Smith, el condestable, y el señor Reade, llegaron al extremo de la siguiente brigada, que estaba compuesta por los jefes de las brigadas de artilleros, los artilleros mayores y el armero. Cuando miraba atentamente al marinero barbudo Nehemiah Slade, jefe de la brigada del cañón llamado
Muerte Súbita
, la fragata dio un fuerte bandazo al ser empujada por una monstruosa ola de doble cresta. Aunque Jack navegaba desde que era un muchacho, casi un niño, todavía podía perder el equilibrio, y ahora, cuando los artilleros se inclinaron hacia atrás y cayeron sobre la batayola del costado de sotavento, le cayó sobre el pecho a Slade.

La espontánea y franca risa que siguió podría ser la causante de la jocosidad de la siguiente brigada, formada por los gavieros, los miembros de la tripulación más jóvenes, más brillantes y más profusamente decorados, que estaban bajo el mando del señor Oakes. Aunque era un joven corriente, de cara ancha, era muy popular. A menudo estaba borracho, siempre alegre, y tenía un gran instinto. No tiranizaba a sus hombres ni denunciaba a ningún pecador, y aunque no era un buen marino por sus conocimientos de navegación o científicos, subía corriendo a la cruceta y se colgaba de ella cabeza abajo como los mejores.

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