Tenía esa certeza desde que habían aparecido impresas en la
Gazette
las palabras: «Capitán Jack Aubrey, de la Armada real, ha sido rehabilitado con su grado y su antigüedad anteriores y ha recibido el mando de la
Diane
, de treinta y dos cañones». Y todo su corpachón se había llenado de una profunda felicidad. Ahora tenía otro motivo más inmediato para estar contento, ya que su amigo había experimentado una asombrosa recuperación.
«Entonces, ¿por qué estoy tan malhumorado?», se preguntó.
Cinco campanadas. El pequeño Reade, el guardiamarina de servicio, fue hasta la popa seguido por el encargado de las señales, que llevaba la corredera, y saltó a la borda. La barquilla cayó al agua y el cordel se movió despacio hacia atrás.
—¡Girar! —susurró el suboficial con la voz ronca por mascar tabaco.
Reade subió el reloj de arena de veintiocho segundos a la altura de los ojos.
—¡Parar! —ordenó por fin en voz alta y clara.
El suboficial dijo jadeando:
—Tres y medio, compañero.
Reade lanzó al capitán una pícara mirada, pero al ver su expresión grave fue hasta la proa y, proyectando la voz hacia la popa y alzándola bastante, dijo a Davidge:
—Tres nudos y media braza, señor, con su permiso.
La estela se alargó y empezó a moverse más rápido de lo que Jack había previsto (ése era el motivo de la pícara mirada).
—Estoy malhumorado desde por la mañana y, además, irritable, como si fuera un hombre de mal carácter, y esto es sumamente vergonzoso —dijo y luego continuó reflexionando.
Su profundo afecto por Stephen no evitaba que algunas veces éste le causara insatisfacción, una insatisfacción que incluso podía durar largo tiempo. Para reaprovisionar la fragata de un modo rápido y eficiente, era fundamental tener buenas relaciones con la administración de la colonia, pero eso no fue posible debido a la presencia de Stephen, un hombre irascible, medio irlandés y católico hasta los tuétanos, en aquel ambiente marcadamente anti-irlandés y anti-católico (Botany Bay se había llenado de miembros de la United Irishmen —irlandeses Unidos— después del levantamiento de 1797). A decir verdad, la causa no fue sólo su presencia sino también el hecho de que el primer día que pasó en la colonia que servía de penal, después de una comida en el palacio del gobernador, respondió a un insulto y cubrió de sangre la escalera de piedra de Bath. Jack tuvo que soportar durante semanas las obstrucciones y la actitud hostil de los funcionarios (el vejatorio registro de la fragata para buscar prisioneros, la detención de sus lanchas y el arresto de marineros de permiso en tierra que estaban ligeramente borrachos) y no pudo poner fin a todo eso hasta después del regreso del gobernador, a quien prometió que ningún fugitivo escaparía de Port Jackson en la
Surprise
. A Stephen, el pobre, no se le podía culpar de su adverso nacimiento ni de haber respondido a tan terrible insulto; sin embargo, sí se le podía culpar —y, en efecto, Jack le culpaba— de haber planeado sin su consentimiento la fuga de su antiguo sirviente, Padeen Colman. Padeen, que era tan papista como él y más irlandés (era casi monolingüe), había sido sentenciado a muerte por robar láudano a un boticario, pues se había vuelto adicto a él cuando ayudaba a Stephen en la enfermería, pero le habían conmutado la pena por la deportación a Nueva Gales del Sur. Stephen había planteado el asunto a Jack cuando éste se encontraba exhausto debido al trabajo y a los últimos preparativos, sumamente decepcionado a causa de una mujer presumida y sin conciencia e irritado por las comidas oficiales en medio del sofocante calor, y la gran diferencia entre las opiniones de ambos había puesto en peligro su amistad. Pero la fuga llegó a producirse en medio de la confusión que siguió al encuentro de Maturin con el ornitorrinco y ahora Padeen estaba a bordo. Se había producido con el consentimiento del amo de Padeen y de toda la tripulación, pero podía decirse que el capitán no había faltado a su palabra, pues el fugitivo no había salido de Port Jackson sino de Woolloo-Woolloo, un lugar situado al norte de allí, a un día de camino. Para Jack aquella evasión era como cualquier otra y pensaba que le habían manipulado, lo que le desagradaba muchísimo.
Sin embargo, esa no era la única vez que le habían manipulado. Durante el viaje de Batavia a Sidney, Jack Aubrey había mantenido la castidad, aunque por obligación, pues no tenía a nadie con quien perderla; durante las angustiosas y decepcionantes negociaciones en Sidney también había mantenido la castidad, porque estaba exhausto al final del día; pero cuando regresó el gobernador Macquarie todo cambió. En diversas recepciones oficiales y no oficiales se encontró con Selina Wesley, una joven hermosa y rellenita, con un prominente pecho, ojos inquietos y una reputación ni buena ni mala, y ambos se habían sentado juntos a la mesa en dos comidas y dos cenas. Ella tenía conexiones en la Armada, sabía mucho del mundo y hablaba con desenvoltura, y ambos se entendían muy bien. Ella decía que la exasperaban los monjes y las monjas de la iglesia romana y que consideraba el celibato una soberana tontería, algo antinatural. Una noche, durante el intermedio de un concierto que tenía lugar en unos jardines en las afueras de Sidney, ella le pidió que la acompañara hasta un bosquecillo de helechos, y él sintió un deseo tan fuerte como cuando era joven y apenas pudo dominar su voz. Ella se colgó de su brazo y ambos se apartaron discretamente de la luz del farol, pasaron por detrás de un cenador y avanzaron por un sendero.
—Hemos burlado la vigilancia de la señora MacArthur —dijo ella, riendo, y apretó más la mano durante un momento.
Continuaron avanzando por el sendero y, finalmente, un hombre salió de las sombras.
—¡Ah, estás ahí, Kendrick! —exclamó la señora Wesley—. No estaba segura de poder encontrarte. Muchas gracias, capitán Aubrey. Estoy segura de que le será muy fácil encontrar el camino de regreso guiándose por las estrellas. Kendrick, el capitán Aubrey tuvo la amabilidad de ofrecerme su brazo para avanzar por el sendero en la oscuridad.
Jack tenía otros motivos de descontento, como los vientos suaves y desfavorables que mantuvieron a la vista la isla Bird durante mucho tiempo y los vientos alisios, que eran falsos y forzaron a la fragata a navegar un día tras otro de bolina y a virar en redondo cada cuatro horas para dar bordadas. Algunos de los motivos eran cuestiones triviales. De la
Nutmeg
a la
Surprise
sólo habían pasado dos guardiamarinas, los dos de quienes se sentía más responsable, y ambos eran extremadamente molestos. Reade, un muchacho bien parecido que había perdido un brazo en una batalla contra
dyaks
piratas, estaba mimado por los tripulantes de la
Surprise
y se había vuelto muy engreído; Oakes, su compañero, un joven de diecisiete o dieciocho años muy peludo, iba de un lado a otro cantando y retozando como un becerro, lo que era impropio de un oficial. Jack esquivó el asunto de Nathaniel Martin, el reverendo Nathaniel Martín, un clérigo sin beneficio. Martin era un hombre culto y un naturalista y había llegado a la
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como ayudante de cirujano para ver el mundo en compañía de Maturin. Era imposible que Martin, un hombre muy respetable, le resultara desagradable a alguien, aunque la forma en que tocaba la viola nunca le hubiera servido de recomendación para ninguna parte; sin embargo, Jack tampoco podía sentir simpatía hacia él. Martin, indudablemente, era un compañero más adecuado para Stephen en algunos aspectos, pero a Jack le parecía que le hacía pasar demasiado tiempo hablando de primates en la cofa del mesana u observando indefinidamente sus ejemplares de insectos y sus sapos momificados en la cámara de oficiales. Jack dejó ese asunto a un lado rápidamente, porque no quería detenerse a reflexionar sobre él, y pensó en el extraño e inexplicable comportamiento de los tripulantes de la fragata. Obviamente, no eran como los marineros de la Armada real, pues hablaban mucho más, gozaban de mayor independencia, eran menos respetuosos y más bien compañeros que subordinados. Pero Jack se había acostumbrado a todo eso y ya no le molestaba. Además, había llegado a pensar que les conocía muy bien después de haber navegado con ellos como corsario y haber hecho el largo viaje de Salibabu a Nueva Gales del Sur. Sin embargo, parecía que algo les había ocurrido en Sidney, pues ahora reían más que antes, hacían gestos entre ellos que provocaban risas en el castillo y a menudo le lanzaban miradas significativas. En cualquier otro barco eso se hubiera interpretado como mala conducta, pero aquí hasta los oficiales se comportaban de forma rara. A veces incluso Tom Pullings, a quien conocía desde que había estado al mando de un barco por primera vez, parecía estarle mirando inquisitivamente.
Tenía motivos para estar descontento y sentirse ofendido, indudablemente, y ninguno era mayor ni acudía con tanta insistencia a su mente como aquella jugarreta en el bosquecillo de helechos, recordándole su humillación y su profundo deseo insatisfecho. Pero pensaba que ni siquiera todo eso conjuntamente justificaba su creciente malhumor, su propensión a la irritación desde que se despertaba o su incipiente mal genio, que cualquier cosa podía acrecentar. Cuando era joven nunca se había sentido así, y ninguna mujer se había burlado de él tampoco.
Entonces pensó: «Tal vez debería pedirle a Stephen una píldora azul. O tal vez un par de píldoras. Hace mucho tiempo que no voy al retrete».
Avanzó hacia la proa y a medida que caminaba se iba quedando vacío el lado de barlovento del alcázar, y cuando pasó junto al timón, tanto el encargado de las señales como el timonel volvieron la cabeza para mirarle. Enseguida la
Surprise
viródiez grados a barlovento y los grátiles de las gavias hicieron una ondulación de advertencia que hizo exclamar a Jack:
—¡Cuidado con el timón, malditos marineros de agua dulce! ¿Qué demonios pretenden mirándome como un par de pastores extraviados? ¡Cuidado con el timón! ¿Me han oído? Señor Davidge, hoy no habrá grog para Krantz ni Webber.
Todos en el alcázar estaban asombrados y serios, pero cuando Jack bajó la escala de toldilla para irse a la cabina oyó risas en el castillo. Todavía Stephen estaba tocando y Jack entró de puntillas, apoyó un dedo en los labios e hizo esos gestos que suele emplear la gente para indicar que son como seres inmateriales, silenciosos e invisibles. Stephen, con la mirada ausente, asintió con la cabeza y cuando terminó el fragmento dijo:
—Veo que ya has bajado.
—Sí —respondió Jack—, la verdad es que he bajado. Sé que este tiempo no es el que dedicas a estas cosas, pero me gustaría hacerte una consulta si puedo.
—¡Por supuesto que puedes! Sólo estaba haciendo unas variaciones sobre un tema insignificante. Si lo que tienes que decir es algo íntimo, vamos a cerrar la lumbrera y a sentarnos en la taquilla del fondo.
La mayoría de las consultas que los hombres de mar hacían poco después que un barco saliera de un puerto estaban relacionadas con enfermedades venéreas, que a algunos les causaban vergüenza y a otros no. Por lo general, los oficiales preferían que no se supiera cuál era su estado.
—No es realmente íntimo —dijo Jack, cerrando la lumbrera de todas formas y sentándose en la taquilla que estaba junto a la ventana de popa—. Pero estoy muy irritado, desde por la mañana tengo mal humor y me parece que me tratan muy mal. ¿Hay alguna medicina para el buen carácter y la benevolencia, para que uno esté satisfecho de lo que dios le ha dado? Pensé en una píldora azul con un poco de ruibarbo quizá.
—Enséñame la lengua —dijo Stephen y luego, sacudiendo la cabeza, continuó—: Acuéstate de espaldas.
Después de un rato añadió:
—Como pensaba, el hígado es el órgano culpable o al menos el que tiene más culpa de todos. Está hinchado y duro y se puede palpar muy bien. Hace algún tiempo que no me gusta el aspecto de tu hígado y al doctor Redfern tampoco le gustaba. Se te nota mucho en la cara que tienes exceso de bilis: la parte blanca de los ojos se te ha puesto de color amarillo sucio y debajo tienen una especie de media luna de color gris violáceo que te da una expresión de evidente disgusto. Sin duda, como te he dicho durante todos estos años, comes demasiado, bebes demasiado y no haces suficiente ejercicio. A lo largo de este viaje he notado que aunque el mar está en calma desde que salimos de Nueva Gales del Sur, aunque no hay tiburones alrededor, no hay absolutamente ningún tiburón, y aunque Martin y yo estamos vigilando constantemente, has dejado de bañarte en el mar.
—El señor Harris dijo que eso no era bueno en mi caso. Dijo que cierra los poros y que haría juntarse la bilis amarilla con la negra.
—¿Quién es el señor Harris?
—Es un hombre con poderes extraordinarios. Me lo recomendó el coronel Graham cuando tú estabas de viaje por los bosques. Sólo te da lo que crece en su propio jardín o en el campo y te frota la columna con un aceite. Ha logrado asombrosas curas y es muy apreciado en Sidney.
Stephen no hizo ningún comentario. Había visto correr tras hombres con poderes extraordinarios a demasiada gente bien educada para que eso le provocara algo más que una ligera exasperación.
—Voy a hacerte una sangría —dijo—. Y prepararé un colagogo suave. Puesto que ya estamos muy lejos de Nueva Gales del Sur y del territorio de ese taumaturgo, te aconsejo que reanudes los baños de mar y las rápidas subidas a lo más alto de los palos.
—Muy bien. Pero no pensarás darme la medicina hoy, ¿verdad, Stephen? Mañana voy a pasar revista, ¿recuerdas?
Stephen sabía que para Jack Aubrey, como para muchos otros capitanes y almirantes que conocía, tomar medicinas significaba tragar improbables cantidades de calomel, azufre y ruibarbo de Turquía (a menudo añadidos a lo recetado por su propio cirujano) y pasar el día siguiente sentado en el excusado jadeando, pujando, sudando y arruinando la parte más baja del tracto alimentario.
—No —respondió—. Pero es sólo una mezcla que debe ir seguida de una serie de cómodos enemas.
Jack observó cómo la sangre caía sin parar en el cuenco y luego carraspeó y dijo:
—Supongo que tienes pacientes con… bueno, con deseos.
—Sería extraño que no los tuviera.
—Quiero decir, si me perdonas la expresión, con pollas importunas.
—Claro que sí. Te entiendo. En la farmacopea se encuentran pocas cosas que puedan ayudarles. A veces propongo una sencilla operación —añadió, agitando la lanceta—. Se siente un dolor momentáneo, se exhala tal vez un suspiro y se consigue la libertad eterna, se navega serenamente, sin ser azotado por las tormentas de las pasiones, sin tener tentaciones, sin problemas, sin pecado. Pero cuando la rechazan, lo que hacen invariablemente aunque hayan dicho antes que darían cualquier cosa por liberarse de sus tormentos, y si no tienen alguna anomalía física, todo lo que puedo recomendarles es que aprendan a controlar sus emociones. Pocos tienen éxito, y algunos son arrastrados a insólitos extremos. Pero en tu caso, amigo mío, hayuna clara anomalía física. Debo decirte que Platón y los antiguos en general creían que el hígado era la fuente del amor.
Cogit amare jecur
, decían los romanos. Así que debo insistir en mi petición de que tomes más baños de mar, subas más a lo alto de la jarcia, hagas más ejercicio por la mañana temprano y, sobre todo, seas sobrio en la comida para evitar que ese órgano tenga graves trastornos.