Ciudad de los ángeles caídos (34 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Jace. —Max no avanzó más. Se había levantado un poco de viento y la brisa despejaba el pelo de su cara. Sus ojos, detrás de las gafas, eran serios—. No estoy aquí por mí —dijo—. No estoy aquí para obsesionarte ni para que te sientas culpable.

«Naturalmente que no —dijo una voz en la cabeza de Jace—. Max siempre te ha querido, te ha idolatrado, ha pensado que eras maravilloso.»

—Estos sueños tuyos —dijo Max— son mensajes.

—Los sueños son la influencia de un demonio, Max. Los Hermanos Silenciosos dicen que...

—Se equivocan —le cortó rápidamente Max—. Ahora son sólo unos pocos y sus poderes son más débiles que antes. Estos sueños pretenden decirte algo. No los has interpretado correctamente. No están diciéndote que le hagas daño a Clary. Sino advirtiéndote de que ya lo estás haciendo.

Jace movió poco a poco la cabeza de un lado a otro.

—No te entiendo.

—Los ángeles me envían a hablar contigo porque te conozco —dijo Max, con su cristalina voz de niño—. Sé cómo te comportas con tus seres queridos y sé que jamás les harías daño voluntariamente. Pero aún no has destruido toda la influencia de Valentine que llevas dentro de ti. Su voz sigue susurrándote y tú piensas que no lo oyes, pero no es así. Lo que te están diciendo los sueños es que hasta que no mates esa parte de ti mismo, no podrás estar con Clary.

—Entonces mataré esa parte —dijo Jace—. Haré lo que sea necesario. Sólo tienes que decirme cómo.

Max le regaló una espléndida sonrisa y Jace vio entonces que llevaba algo en la mano. Era una daga con empuñadura de plata: la daga de Stephen Herondale, la que estaba en la caja. Jace la reconoció al instante.

—Cógela —dijo Max—. Y vuélvela contra ti. Esa parte de ti que está conmigo en el sueño debe morir. Lo que surja después estará limpio.

Jace cogió el cuchillo.

Max sonrió.

—Bien. Aquí, en el otro lado, somos muchos los que estamos preocupados por ti. Tu padre está aquí.

—No Valentine, sino...

—Tu verdadero padre. Me ha mandado que te diga que utilices esto. Arrancará toda la parte podrida de tu alma.

Max sonrió como un ángel al ver que Jace dirigía el cuchillo contra su cuerpo, el filo hacia dentro. Pero dudó en el último instante. Era demasiado similar a lo que Valentine había hecho con él, clavárselo en el corazón. Cogió el cuchillo y se hizo un largo corte en el antebrazo derecho, desde el codo hasta la muñeca. No sintió dolor. Se pasó el cuchillo a la mano derecha e hizo lo mismo en el otro brazo. La sangre empezó a manar a borbotones de los cortes, más roja que la sangre en la vida real, era sangre del color de los rubíes. Resbalaba por su piel y salpicaba la hierba.

Escuchó a Max respirar levemente. El niño se agachó y acercó la mano derecha a la sangre. Cuando levantó la mano, sus dedos eran de un brillante color granate. Dio un paso hacia Jace, luego otro. Así de cerca, Jace consiguió ver con más claridad la cara de Max: su piel de niño, sin poros visibles, la transparencia de sus párpados, sus ojos... Jace no recordaba que tuviera los ojos tan oscuros. Max acercó la mano al pecho de Jace, justo encima del corazón, y empezó a trazar un dibujo con la sangre, una runa. Era una runa que Jace no había visto jamás, con esquinas solapadas y extraños ángulos.

Cuando hubo terminado, Max bajó la mano y retrocedió, con la cabeza ladeada, como un artista examinando su última obra. Jace sintió entonces una repentina punzada de agonía. Era como si la piel de su pecho ardiera. Max seguía mirándolo, sonriendo, doblando su ensangrentada mano.

—¿Te duele, Jace Lightwood? —dijo, y su voz ya no era la voz de Max, sino otra, fuerte, ronca, conocida.

—Max... —susurró Jace.

—Igual que has causado dolor, padecerás dolor —dijo Max, cuya cara había empezado a brillar tenuemente y a transformarse—. Igual que has causado aflicción, sufrirás aflicción. Ahora eres mío, Jace Lightwood. Eres mío.

El dolor era cegador. Jace se encogió, las manos arañaban su pecho, y cayó en picado en la oscuridad.

Simon estaba sentado en el sofá, con la cara oculta entre sus manos. La cabeza le zumbaba.

—Es culpa mía —dijo—. También podría haber matado a Maureen cuando bebí su sangre. Está muerta por mi culpa.

Jordan se había dejado caer en el sillón delante de él. Iba vestido con pantalón vaquero y camiseta verde por encima de una camiseta térmica de manga larga agujereada por la parte de los puños; había pasado los pulgares por los agujeros y estaba mirando con preocupación la tela. La medalla de oro de los
Praetor Lupus
que llevaba colgada al cuello relucía.

—Vamos —dijo—. Era imposible que lo supieras. Cuando la dejé en el taxi estaba bien. Esos tipos debieron de cogerla y matarla más tarde.

Simon se sentía mareado.

—Pero yo la mordí. Y no va a resucitar, ¿verdad? ¿Se convertirá en vampira?

—No. Vamos, conoces el tema tan bien como yo. Para que se hubiera convertido en vampiro tendrías que haberle dado un poco de tu sangre. Si hubiera bebido tu sangre y muerto después, sí, andaría por el cementerio guardándose mucho de las estacas. Pero no fue así. Vamos, me imagino que una cosa de esta índole la recordarías.

Simon percibió un sabor a sangre agria en el fondo de su garganta.

—Creyeron que era mi novia —dijo—. Me avisaron de que la matarían si yo no me presentaba y, al ver que no llegaba, le cortaron el cuello. Debió de pasar el día entero esperando allí, preguntándose si yo aparecería. Esperando mi llegada... —Tenía el estómago revuelto y se doblegó, respirando con dificultad, intentando reprimir las náuseas.

—Sí —dijo Jordan—, pero la pregunta es la siguiente: ¿Quién es esa gente? —Miró fijamente a Simon—. Pienso que es hora de que llames al Instituto. No me gustan los cazadores de sombras, pero siempre he oído decir que sus archivos son increíblemente exhaustivos. A lo mejor tienen algo relacionado con la dirección que aparecía en la nota.

Simon dudaba.

—Vamos —dijo Jordan—. Ya les has quitado bastante mierda de encima. Deja que sean ellos los que ahora hagan algo por ti.

Con un gesto de indiferencia, Simon se levantó para ir a buscar el teléfono. De regreso a la sala de estar, marcó el número de Jace. Isabelle respondió al segundo timbre.

—¿Otra vez tú?

—Lo siento —dijo Simon torpemente. Por lo que se veía, su pequeña tregua en el Santuario no la había ablandado tanto como esperaba—. Buscaba a Jace, pero supongo que también podría hablarlo contigo...

—Tan encantador como siempre —dijo Isabelle—. Creía que Jace estaba contigo.

—No. —Simon experimentó un sentimiento de inquietud—. ¿Quién te ha dicho eso?

—Clary —respondió Isabelle—. A lo mejor han decidido pasar un rato juntos a escondidas de todo el mundo. —No parecía preocupada, y tenía sentido; la última persona que mentiría acerca del paradero de Jace en caso de que estuviera metido en problemas era Clary—. Jace se ha dejado el teléfono en su habitación. Si lo ves, recuérdale que esta noche tiene que asistir a la fiesta de la Fundición. Si no aparece, Clary lo matará.

Simon casi había olvidado que también él tenía que acudir a esa fiesta por la noche.

—De acuerdo —dijo—. Mira, Isabelle, tengo un problema.

—Suéltalo. Me encantan los problemas.

—No sé si éste te encantará mucho —dijo con desconfianza, y le informo rápidamente de la situación. Isabelle sofocó un grito cuando llegó a la parte en la que le explicó que había mordido a Maureen, y Simon notó una fuerte tensión en la garganta.

—Simon —susurró Isabelle.

—Lo sé, lo sé —dijo él, apesadumbrado—. ¿Crees que no lo siento? Lo siento, y mucho más.

—Si la hubieses matado, habrías quebrantado la Ley. Serías un proscrito. Y yo tendría que matarte.

—Pero no lo hice —replicó; su voz temblaba levemente—. Yo no lo hice. Jordan me ha jurado que Maureen estaba bien cuando la dejó en el taxi. Y en el periódico dicen que le habían cortado el cuello. Yo no hice eso. Alguien lo hizo para llegar hasta mí. Pero no sé por qué.

—Este asunto no quedará así. —Lo dijo con voz muy seria—. Pero primero, veamos esa nota que te dejaron. Léemela.

Y así lo hizo Simon, viéndose recompensado por la profunda respiración de Isabelle.

—Ya me parecía a mí que esta dirección me sonaba —dijo—. Es donde me dijo Clary que teníamos que vernos ayer. Es una iglesia, en las afueras. Los cuarteles generales de algún tipo de culto demoníaco.

—¿Y qué podría querer de mí un culto demoníaco? —dijo Simon, y recibió una mirada curiosa por parte de Jordan, que escuchaba únicamente su parte de la conversación.

—No lo sé. Eres un vampiro diurno. Tienes unos poderes increíbles. Y ello te convierte en objetivo de locos y practicantes de la magia negra. Es así. —Simon tuvo la sensación de que Isabelle podría haberse mostrado algo más compasiva—. Mira, irás a la fiesta esta noche, ¿no? ¿Por qué no quedamos allí y hablamos sobre qué pasos seguir a partir de ahora? Y le explicaré a mi madre todo lo que te ha pasado. Están investigando la iglesia de Talto y sumarán lo que me has contado al montón de información que ya tienen.

—De acuerdo —dijo Simon. Aunque lo último que le apetecía en aquel momento era asistir a una fiesta.

—Y tráete a Jordan —dijo Isabelle—. Siempre te irá bien tener un guardaespaldas.

—Eso no puedo hacerlo. Estará Maia.

—Hablaré con ella —dijo Isabelle. Parecía mucho más confiada de lo que Simon se habría sentido en su lugar—. Hasta luego.

Colgó. Simon se volvió hacia Jordan, que se había tendido en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de los cojines de lana.

—¿Cuánto has oído?

—Lo bastante como para entender que esta noche vamos de fiesta —contestó Jordan—. Estoy al corriente de la fiesta de la Fundición. Pero no me invitaron porque no formo parte de la manada de Garroway.

—Pues ahora vas a venir en calidad de mi acompañante. —Simon se guardó el teléfono en el bolsillo.

—Estoy lo bastante seguro de mi masculinidad como para aceptar la invitación —dijo Jordan—. Pero ¡será mejor que busquemos algo decente con que vestirte! —gritó cuando Simon entraba de nuevo en su habitación—. Quiero que estés muy guapo.

Años atrás, cuando Long Island City era un centro industrial en lugar de un barrio de moda lleno de galerías de arte y cafeterías, la Fundición era una fábrica de tejidos. En la actualidad era un armazón de ladrillo gigantesco cuyo interior había sido transformado en un espacio frugal pero muy bonito. El suelo estaba cubierto con placas cuadradas de acero pulido; en el techo había finas vigas de acero envueltas con guirnaldas de minúsculas luces blancas. Escaleras de caracol de hierro forjado ascendían hasta pasarelas decoradas con plantas colgantes. Un impresionante tejado voladizo de cristal dejaba ver el cielo nocturno. Había incluso una terraza exterior, construida sobre el East River, con una vista espectacular del puente de la calle Cincuenta y nueve que, extendiéndose desde Queens hasta Manhattan, asomaba por encima como una lanza de oropel congelado.

La manada de Luke se había superado embelleciendo el local. Habían colocado ingeniosamente grandes jarrones de estaño con flores de tallo largo de color marfil y había mesas cubiertas con manteles blancos dispuestas en círculo en torno a un escenario elevado donde un cuarteto de cuerda de hombres lobo tocaba música clásica. A Clary le habría gustado que Simon hubiera estado allí; estaba segura de que Cuarteto de Cuerda de Hombres Lobo sería un buen nombre para un grupo musical.

Clary deambulaba de mesa en mesa, arreglando cosas que no requerían ningún tipo de arreglo, toqueteando las flores y colocando en su lugar cubiertos que no estaban en absoluto mal puestos. Hasta el momento había llegado tan sólo un puñado de invitados, y no conocía a ninguno de ellos. Su madre y Luke estaban en la puerta, saludando a la gente y sonriendo. Luke, incómodo en su traje, y Jocelyn, radiante con un traje chaqueta azul. Después de los acontecimientos de los últimos días, le gustaba ver a su madre feliz, aunque Clary se preguntaba cuánto de aquello era real y cuánto era de cara a la galería. Le preocupaba la mueca de tensión que había apreciado en la boca de su madre: ¿se sentía feliz o sonreía a pesar de su dolor?

Clary ni siquiera sabía cómo se sentía ella misma. Por muchas cosas que estuvieran pasando a su alrededor, no podía quitarse a Jace de la cabeza. ¿Qué estarían haciéndole los Hermanos Silenciosos? ¿Estaría bien? ¿Podrían solucionar su problema, bloquear aquella influencia demoníaca? Había pasado la noche en vela preocupada y contemplando la oscuridad de su alcoba hasta acabar sintiéndose enferma de verdad.

Deseaba por encima de todo que Jace estuviera allí. Había elegido el vestido que lucía aquella noche —de un tono oro tan claro que parecía casi blanco y más ceñido de lo que era habitual en ella— con la esperanza de que a Jace le gustara; pero él ni siquiera podría verla. Sabía que aquello era una frivolidad; estaría incluso dispuesta a ir vestida con un tonel durante el resto de su vida si ello significaba la mejora de Jace. Además, él siempre le decía que era bonita y nunca se quejaba porque fuera casi siempre vestida con vaqueros y zapatillas deportivas; pero a pesar de todo, no podía dejar de pensar que a Jace le habría gustado verla así vestida.

Aquella noche, delante del espejo, casi se había sentido guapa. Su madre siempre había comentado que ella fue una belleza tardía; y Clary, contemplando su imagen reflejada en el espejo, se había preguntado si sería ése también su caso. Ya no era plana como una tabla de planchar —ese último año había tenido que aumentar una talla de sujetador— y forzando la vista, le pareció ver... sí, definitivamente, aquello eran unas caderas. Tenía curvas. Pequeñas, pero ya era algo para empezar.

Había decidido lucir joyas sencillas, muy sencillas.

Levantó la mano y acarició el anillo de los Morgenstern que llevaba colgado al cuello mediante una cadenita. Aquella mañana, por primera vez en muchos días, había vuelto a ponérselo. Era como un silencioso gesto de confianza hacia Jace, una forma de indicar su fidelidad, lo supiese él o no. Y había decidido llevarlo colgado hasta que volviese a verlo.

—¿Clarissa Morgenstern? —dijo una voz agradable a sus espaldas.

Clary se volvió sorprendida. No era una voz conocida. Vio a una chica alta y delgada de unos veinte años de edad. Su piel era blanca como la leche, recorrida por venas del color verde claro de la savia, y su pelo rubio tenía el mismo matiz verdoso. Sus ojos eran de un tono azul sólido, como canicas, y llevaba un vestido lencero azul tan fino que Clary pensó que debía de estar congelándose. Poco a poco, empezó a recordar.

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