Los pétalos eran tubos brillantemente coloreados, de unos cinco centímetros; había por lo menos cincuenta en cada flor, y brillaban con tonalidades azules, violeta y verdes, tan metálicos que más parecían las alas de una mariposa que algo perteneciente al reino vegetal.
Prácticamente Jimmy no sabía nada de botánica, pero le dejó perplejo no ver vestigio alguno de cualquier estructura parecida a estambres o pistilos. Se preguntó si la semejanza con las flores terrestres podía ser una mera coincidencia; quizá eso fuera algo más afin a un pólipo de coral. En todo caso, parecería implicar la existencia de pequeños seres transportados por aire para servir ya como agentes fertilizantes o alimento.
En realidad, no importaba. Sea cual fuere la definición científica, para Jimmy eso era una flor. El extraño milagro, el accidente tan poco ramiano de su existencia en ese lugar, le recordaba todo lo que nunca vería otra vez; y estaba decidido a poseerla.
Eso no era fácil. La flor estaba a más de diez metros de distancia, separada de él por un enrejado hecho de delgadísimas varillas que formaban un esquema cúbico de menos de cuarenta centímetros de lado, repetido una y otra y otra vez. Jimmy no habría montado nunca en una bicicleta aérea si no hubiera sido delgado y fuerte, de modo que se consideraba capaz de pasar a través de los intersticios del enrejado. Pero salir nuevamente podía ser algo muy distinto. Ciertamente le resultaría de todo punto imposible darse la vuelta; de modo que tendría que ir retrocediendo de espaldas.
En Control se manifestaron encantados con su descubrimiento cuando describió la flor y la enfocó con la cámara desde todos los ángulos posibles. No le pusieron objeciones cuando anunció: —Voy a buscarla.— Tampoco esperaba que las hubiera; ahora su vida le pertenecía para hacer con ella lo que quisiera.
Se despojó de la ropa, agarró las lisas varillas de metal y comenzó a retorcer el cuerpo para hacerlo pasar por uno de los intersticios del enrejado. El espacio era reducidísimo; se sentía como un prisionero que intenta escapar pasando a través de los barrotes de su celda. Cuando logró insertarse por completo en el enrejado probó de salir, sólo para comprobar si había algún problema. Retroceder le resultaba considerablemente más difícil, ya que ahora debía usar sus brazos extendidos para empujar hacia atrás en lugar de hacia adelante, pero no vio razón para temer el quedarse allí atrapado sin remedio.
Jimmy era un hombre de acción e impulso, no de introspección. Mientras avanzaba dificultosamente por el estrechísimo corredor de varillas, no perdió tiempo en preguntarse por qué realizaba ese acto quijotesco. Jamás en su vida le habían interesado las flores, y sin embargo ahora ponía en juego sus últimas energías para obtener una.
Cierto que este ejemplar era único y de enorme valor científico. Pero en realidad quería la flor porque la veía como el último eslabón con el mundo de la vida y el planeta de su nacimiento.
No obstante, cuando al fin la tuvo al alcance de la mano experimentó de pronto un escrúpulo de conciencia. Tal vez era esa la única flor que existía en todo Rama. ¿Se justificaba que la robara?
Si necesitaba una excusa, se consolaría con el pensamiento de que los propios ramanes no la habían incluido en sus planes. Se trataba evidentemente de una rareza, algo surgido de ese mundo siglos demasiado tarde..., o demasiado temprano. Pero en realidad no necesitaba una excusa, y su vacilación fue sólo momentánea. Tendió la mano, cogió el tallo, y dio un fuerte tirón.
La flor salió con facilidad. Recogió asimismo dos de las hojas antes de comenzar a retroceder con lentitud a través del enrejado. Ahora que sólo disponía de una mano libre, el progreso le resultaba difícil en extremo, hasta penoso, y pronto tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Fue entonces cuando observó que las hojas plumosas que quedaban en la extraña planta se cerraban, y que el tallo despojado de la flor se contraía poco a poco desprendiéndose de sus sostenes. Mientras miraba, con una mezcla de fascinación y congoja, vio que toda la planta iba desapareciendo en el suelo, semejante a una víbora herida de muerte que se arrastraba al interior de su agujero.
«He asesinado algo hermoso», se dijo Jimmy. Pero no era menos cierto que Rama le había matado a él. Sólo estaba recogiendo lo que le era debido.
E
l comandante Norton nunca había perdido a un hombre, y no tenía intención de perder uno ahora. Aun antes de que Jimmy hubiera partido hacia el Polo Sur, él ya estaba pensando en formas y medios para rescatarlo en caso de accidente. El problema, empero, se presentaba tan difícil que no halló la respuesta deseada. Lo único que consiguió hacer fue eliminar toda solución obvia.
¿Cómo trepa un hombre una escarpa vertical de medio kilómetro, aun a una gravedad reducida? Con el equipo adecuado y entrenamiento, sería fácil. Pero no había herramientas necesarias a bordo del
Endeavour
, y a nadie se le ocurría ninguna forma práctica de poner los cientos de clavos largos necesarios, en esa durísima superficie especular.
Norton consideró brevemente otras soluciones más exóticas, y algunas francamente descabelladas. Tal vez un chimpancé, provisto de almohadones de succión, pudiera realizar el ascenso. Pero aun si este plan era práctico, ¿cuánto tiempo se tardaría en fabricar y probar un equipo semejante, y enseñar a un chimpancé a utilizarlo? Él dudaba que un hombre poseyera la fuerza precisa para realizar la hazaña.
Luego estaba la tecnología más avanzada. Las unidades de propulsión Eva eran tentadoras, pero su empuje sería demasiado débil ya que habían sido diseñados para operar en gravedad cero. No podrían levantar el peso de un hombre, ni aun en la modesta gravedad de Rama.
¿Y si enviaban un Eva de control automático que llevara una soga de rescate? Expuso la idea al sargento Myron, quien la vetó inmediatamente. Había, señaló el ingeniero, graves problemas de estabilidad; podrían tal vez ser resueltos, pero se tardaría mucho tiempo, mucho más del que podían disponer.
¿Y un globo aerostático? Parecía haber allí una débil posibilidad, siempre y cuando pudieran idear una envoltura y una fuente de calor suficientemente segura. Esta fue la única solución posible que Norton no descartó cuando el problema dejó de ser teórico y se convirtió en asunto de vida o muerte para un hombre, dominando las noticias transmitidas en todos los mundos habitados.
Mientras Jimmy hacia su recorrido a lo largo de la orilla del mar, la mitad de los cerebros privilegiados del sistema solar estaban tratando de salvarlo. En el Cuartel General de la Flota se consideraban todas las sugerencias, pero a lo sumo una entre mil se remitían al
Endeavour
. Las del doctor Carlisle Perera llegaron dos veces; la primera por la propia cadena de Exploración del Espacio, y la segunda vía Planetcom, Prioridad Rama. Le había supuesto al distinguido científico aproximadamente cinco minutos de reflexión y una millonésima de segundo de tiempo de computadora.
Al principio, Norton pensó que se trataba de una broma del peor gusto. Luego leyó el nombre del remitente y los cálculos que acompañaban el mensaje, y lo pensó mejor.
Tendió el mensaje a Karl Mercer.
—¿Qué piensas de esto? —preguntó, procurando que su voz sonara indiferente.
Karl lo leyó con rapidez y luego exclamó:
—¡Bueno, que me cuelguen! Tiene razón, por supuesto.
—¿Estás seguro?
—Perera acertó con lo de la tormenta, ¿no es así? Nosotros mismos debimos pensar en algo así. Me hace sentirme tonto.
—No sólo a ti. El siguiente problema es, ¿cómo se lo decimos a Jimmy?
—No creo que debamos hacerlo..., hasta el último minuto posible. Así lo preferiría yo si estuviese en su lugar. Dígale simplemente que nos ponemos en camino.
Aunque abarcaba con la mirada todo el ancho del Mar Cilíndrico, y conocía la dirección por la que se acercaría la balsa
Resolution
, Jimmy no avistó la pequeña embarcación hasta que hubo pasado Nueva York. Parecía increíble que pudiera cargar a seis hombres y cualquier equipo que hubieran traído para rescatarlo.
Cuando sólo estuvo a un kilómetro de distancia, reconoció al comandante Norton y comenzó a saludar con la mano en el aire. Poco después el comandante le veía a su vez y hacía otro tanto.
—Me alegro de comprobar que su estado es bueno, Jimmy —transmitió—. Le prometí que no le dejaríamos en la estacada. ¿Me cree ahora?
No del todo, pensó Jimmy. Hasta este momento había estado preguntándose si todo eso no formaba parte de un bondadoso plan para mantener alta su moral. Pero el comandante no hubiera cruzado el mar tan sólo para decirle adiós. Debía haber urdido algo.
—Lo creeré cuando esté ahí abajo con ustedes, jefe —respondió— ¿Ahora, quiere explicarme cómo saldré de aquí?
La
Resolution
estaba llegando a unos cien metros de la base de la escarpa. Hasta donde Jimmy podía ver, no cargaba ningún equipo extra, aunque no estaba muy seguro respecto a lo que había esperado ver.
—Siento no haberle dicho nada hasta este momento, Jimmy, pero la verdad es que no queríamos preocuparle demasiado.
Ahora bien, eso sonaba siniestro. ¿Qué diablos quería significar el jefe?
La balsa se detuvo cincuenta metros más afuera y quinientos más abajo. Jimmy tuvo casi una visión a vuelo de pájaro del comandante, cuando éste habló por su micrófono.
—Es esto, Jimmy. No correrá el menor peligro, pero deberá tener nervios de acero. Nosotros sabemos que los tiene de sobra. Bueno... ahí va: tiene que saltar.
—¡Quinientos metros!
—Sí, pero sólo a medio «g».
—¡Ajá! ¿Ha dado usted alguna vez un salto de doscientos cincuenta metros en la Tierra, jefe?
—Cállese, o le cancelaré la próxima licencia. Usted mismo debió pensar en ello. Es sólo una cuestión de velocidad terminal. En esta atmósfera no puede alcanzar más que noventa kilómetros por hora, ya caiga desde doscientos metros o de dos mil. Noventa es tal vez demasiado para sentirse cómodo, pero podemos reducirla aún más. Le diré lo que deberá hacer: escuche con atención.
—Sí, jefe —dijo Jimmy—. Eso será lo mejor.
No volvió a interrumpir al comandante y no hizo ningún comentario cuando Norton hubo terminado. Sí, tenía sentido, y era tan absurdamente sencillo que sólo a un genio podía ocurrírsele. Y tal vez a alguien que no esperaba tener que hacerlo él.
Jimmy nunca había practicado saltos artísticos y tampoco caídas diferidas en paracaídas, lo cual le hubiera dado alguna preparación psicológica para esta hazaña. Se le podía decir a un hombre que no había ningún peligro en caminar por un tablón de madera a través de un abismo, y sin embargo, aun cuando los cálculos estructurales fueran impecables, el hombre podía sentirse incapacitado para hacerlo. Ahora Jimmy comprendía por qué el comandante se había mostrado tan evasivo respecto a los detalles del rescate. No quiso darle tiempo para reflexionar o para pensar en excusas y objeciones.
—No quiero apresurarlo, Jimmy —dijo la voz persuasiva de Norton, medio kilómetro más abajo— pero opino que cuanto antes, mejor.
Jimmy miró su precioso
souvenir
, la única flor de Rama. La envolvió con cuidado en su sucio pañuelo, hizo un nudo, y lo arrojó sobre el borde del risco.
Flotó hacia abajo con tranquilizadora lentitud, pero tardó mucho tiempo, demasiado, haciéndose más y más y más pequeño, hasta que ya no pudo verlo. Pero en ese momento la
Resolution
avanzó unos metros, y supo que el pañuelo había sido visto.
—¡Hermosa!—exclamó el comandante con entusiasmo—. Estoy seguro de que le pondrán su nombre. Bueno: estamos esperando.
Jimmy se quitó la camisa —la única prenda para la parte superior del cuerpo que todos usaban en ese clima ahora tropical— y la estiró pensativamente. En varias oportunidades durante la larga caminata, había estado a punto de deshacerse de ella; ahora tal vez contribuiría a salvarle la vida.
Por última vez miró hacia atrás, al mundo desierto que sólo él había explorado, y a los distantes y amenazadores pináculos del Gran Cuerno y las Pequeñas Astas. Luego, cogiendo la camisa firmemente con la mano derecha, saltó al vacío, lo más lejos de la escarpa que le fue posible.
Ahora ya no corría prisa; tenía veinte segundos enteros para disfrutar de la experiencia. Pero no perdió tiempo, mientras el viento se fortalecía a su alrededor y la
Resolution
se expandía lentamente en su campo visual. Sosteniendo la camisa con ambas manos, extendió los brazos sobre la cabeza de modo que el aire llenara la prenda y la inflara como una vela.
Como paracaídas, no podía afirmarse que fuera un éxito. Los pocos kilómetros que restó a su velocidad fueron útiles, pero no vitales. Su utilidad era otra y mucho más importante: mantener su cuerpo vertical, para permitirle hundirse como una flecha en el mar.
Persistía la impresión de que éste no se movía, sino de que el agua subía a su encuentro. Una vez echada su suerte, no tenía sensación alguna de temor; más aún, experimentaba cierta indignación contra el comandante por haberle ocultado la verdad hasta el último momento. ¿De verdad pensaba el jefe que hubiera tenido miedo de saltar si le hubiesen dado más tiempo para pensarlo?
En los últimos instantes soltó la camisa, aspiró una bocanada de aire, y se apretó la boca y la nariz con las manos. Tal como le indicaran, puso el cuerpo tieso como una barra y unió los pies. Entraría en el agua con tanta limpieza como una lanza impulsada por una mano fuerte.
—Será exactamente lo mismo —le prometió el comandante— como tirarse desde un trampolín alto en la Tierra. No le pasará nada, si hace una buena entrada en el agua.
—¿Y si no la hago? —había preguntado.
—En ese caso tendrá que volver al punto de partida e intentarlo nuevamente.
Algo le tocó los pies, con fuerza pero sin causarle daño. Un millón de manos viscosas parecían recorrerle el cuerpo; hubo un estruendo en sus oídos, una presión creciente, y aun cuando mantenía los ojos bien cerrados, percibía que la oscuridad aumentaba a su alrededor mientras se internaba en las profundidades del Mar Cilíndrico.
Apelando a todas sus fuerzas, comenzó a nadar hacia arriba, hacia la claridad desvaneciente detrás de sus párpados cerrados. No podía abrir los ojos sino para echar una brevísima mirada; sentía al hacerlo el agua ponzoñosa que le quemaba como un ácido. Se le antojaba haber estado bregando años, y más de una vez le acometió el temor de pesadilla de haber perdido toda orientación y estar en realidad nadando hacia abajo. Entonces arriesgaba otra rapidísima mirada, y comprobaba que la claridad iba en aumento.