Cita con Rama (9 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cita con Rama
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Norton siguió la dirección de ese resplandor hacia su fuente, allá arriba, en el eje, a más de ocho kilómetros de distancia.

Sabía que Mercer estaba observando a través del telescopio, de modo que agitó una mano afectuosa en el aire.

—Aquí el capitán —informó por radio—. Todos estamos bien; no hay problemas. Proseguimos de acuerdo con el plan.

—Bien —respondió Mercer—. Les estaremos observando.

Hubo un breve silencio; luego se oyó otra voz.

—Aquí el
Endeavour
. Realmente, jefe, eso no es suficiente. Usted sabe bien que los servicios de noticias nos han estado aullando durante toda la semana. No espero un poema inmortal, pero, ¿no puede intentar algo mejor?

—Lo intentaré —respondió Norton, y sonrió para sí—. Pero, recuerde, aún no hay nada para ver. Esto es como... bueno, como estar en un inmenso escenario oscuro, con un solo reflector en el centro. Los primeros cientos de escalones se elevan de ese centro hasta perderse en la oscuridad, arriba. Lo que podemos apreciar de la planicie aparece a nuestra vista perfectamente liso. La curvatura es demasiado poco pronunciada para resultar visible sobre esta área tan limitada. Y eso es todo.

—¿Quisiera dar alguna impresión personal?

—Bien: todavía hace mucho frío, con temperatura bajo cero, y nos alegramos de contar con nuestros trajes térmicos. Y un gran silencio, por supuesto; hay una quietud como no he conocido en la Tierra o en el espacio, donde siempre hay algún rumor. Aquí todos los sonidos son absorbidos. El espacio a nuestro alrededor es tan enorme que no hay ecos. La experiencia resulta impresionante, aunque espero que pronto nos acostumbraremos.

—Gracias, jefe. ¿Alguien más desea hacer algún comentario? ¿Joe? ¿Boris?

Joe Calvert, jamás falto de palabras, se alegró de contribuir con lo suyo.

—No puedo dejar de pensar que ésta es la primera vez, en nuestra experiencia, que estarnos caminando en otro mundo por nuestros propios medios, respirando su atmósfera natural, aunque supongo que «natural» no es exactamente el término aplicable a un lugar como éste. Con todo, Rama debe parecerse al mundo de sus constructores; nuestros propios vehículos espaciales son Tierras en miniatura. Dos ejemplos son una estadística demasiado pobre, desde luego; pero, pregunto yo, ¿no indican que todas las formas de vida inteligente son consumidoras de oxígeno? Lo que hemos visto de su trabajo sugiere que los habitantes de Rama eran humanoides, aunque tal vez un cincuenta por ciento más altos que nosotros. ¿Estás de acuerdo, Boris?

«Joe le está tirando de la lengua a Boris» —se preguntaba Norton—. Quisiera saber cómo reaccionará Boris..

El teniente Boris Rodrigo era algo así como un enigma para sus camaradas. El tranquilo y solemne oficial de comunicaciones gozaba de la simpatía del resto de la tripulación; pero nunca participaba del todo en sus actividades y se mantenía un tanto apartado, como si marchara al compás de una música distinta.

Y eso ocurría en verdad, ya que era un miembro devoto de la Quinta Iglesia de Cristo Cosmonauta. Norton jamás pudo averiguar qué había ocurrido con las cuatro primeras, y tampoco sabía nada de los rituales y ceremonias propias de esa confesión. Pero el dogma principal de su fe era bien conocido: sus miembros creían que Jesucristo era un visitante del espacio, y sobre esta creencia habían elaborado toda una nueva teología.

Quizá no era de admirarse que un porcentaje inusitadamente alto de devotos de esa iglesia trabajaran en el espacio, en una u otra especialidad. Eran invariablemente eficientes, concienzudos y dignos de confianza. En todas partes se les respetaba e incluso se les quería, en especial porque jamás intentaban convertir a otros. Y sin embargo había algo de extraño en ellos. Norton no lograba entender cómo hombres con un avanzado nivel de educación científica y técnica podían creer en algunas de las cosas que los Cristianos del Cosmos enunciaban como hechos incontrovertibles.

Mientras esperaba la respuesta de Boris a la intencionada pregunta de Joe, el comandante tuvo la súbita revelación de sus propias motivaciones ocultas. Había elegido a Rodrigo para formar parte de la expedición porque era físicamente apto, técnicamente idóneo, y absolutamente fiable. Al mismo tiempo se preguntaba si alguna parte de su mente no había escogido al teniente inspirado por una malsana curiosidad. ¿Cómo reaccionaría un hombre con semejantes creencias religiosas frente a la realidad aterradora de Rama? ¿Qué ocurriría si tropezaba con algo que confundiera su teología, o acaso que la confirmara?

Pero Rodrigo, siempre tan prudente, se negó a morder el anzuelo.

—Por cierto, eran consumidores de oxígeno —respondió—, y podrían haber sido humanoides. Pero aguardemos y ya veremos. Con un poco de suerte descubriremos cómo eran. Tal vez haya cuadros, estatuas, quizá hasta cuerpos encerrados en esas ciudades. Si son ciudades.

—Y la próxima queda sólo a ocho kilómetros de distancia —dijo Calvert en tono esperanzado.

«Sí —Pensó Norton—. Pero también serán ocho kilómetros más para el regreso. Y luego están esas abrumadoras escaleras que habrá que subir. ¿Correremos el riesgo?».

Una rápida visita a la «ciudad» que habían bautizado París se contaba entre los primeros de sus planes eventuales, y ahora había llegado el momento de tomar una decisión. Tenían agua y alimento suficientes para una permanencia de veinticuatro horas: quedarían siempre a la vista del equipo de apoyo ubicado en el cubo, y cualquier clase de accidente parecía prácticamente imposible en esta metálica planicie lisa y de suave curva. El único peligro posible era el agotamiento físico; y cuando llegaran a París, cosa factible, ¿podrían hacer algo más que tomar algunas fotografías y tal vez reunir algunos pequeños artefactos, antes de emprender el regreso?

Pero aun tan escaso botín valdría la pena. Quedaba muy poco tiempo mientras Rama se lanzaba en dirección al Sol en un perihelio demasiado peligroso para ser seguido por el
Endeavour
.

De cualquier manera, la decisión no dependía por completo de él. Allá, en la nave espacial, la doctora Ernst estaría estudiando las revelaciones de los sensores biotelemétricos prendidos a su cuerpo. Si ella ponía los pulgares hacia abajo, no habría nada que hacer.

—Laura, ¿qué opinas?

—Descansad treinta minutos, y tomad una cápsula de energía de quinientas calorías. Luego podéis seguir.

—Gracias, doctora —interpuso Calvert—. Ahora ya puedo morir feliz. Siempre quise ver París. Montmartre, allá vamos.

La planicie de Rama

D
espués de todas esas interminables escaleras, significaba un extraño lujo caminar una vez más sobre una superficie horizontal. Delante, en línea recta, el suelo era en verdad completamente plano; a derecha e izquierda, en los límites del área iluminada, se detectaba la curva creciente. Podían haber estado caminando a lo largo de un valle muy ancho y poco profundo; resultaba casi imposible creer que en realidad se arrastraban como insectos por las paredes interiores de un inmenso cilindro, y que fuera de ese pequeño oasis de luz la tierra se levantaba para encontrar —no, para constituir— el cielo.

Aunque todos experimentaban una sensación de confianza y apenas contenida excitación, al cabo de un tiempo el casi palpable silencio de Rama comenzó a oprimirles como un peso. Cada paso, cada palabra, se desvanecía instantáneamente en ese vacío sin ecos. Cuando hubieron recorrido poco más de medio kilómetro, Joe Calver ya no lo pudo soportar.

Entre sus habilidades menores se contaba una bastante rara por entonces, aunque muchos pensaban que no lo bastante rara: la de silbar. Con o sin estímulo podía reproducir con el silbido los temas musicales de la mayoría de las películas de los últimos doscientos años. Comenzó, en forma apropiada, con la marcha «Vamos al Trabajo», descubrió que no podía mantenerse en la nota baja de los enanitos de Walt Disney y lo cambió por la canción del Río Kwai. Luego siguió, más o menos cronológicamente, con media docena de películas épicas, para culminar con el tema de la famosa película de fines del siglo veinte producida por Sid Krassman «Napoleón».

Su intención era buena, pero el intento no dio resultado y ni siquiera sirvió como sostén de la moral. Rama exigía la grandeza de un Bach, un Beethoven, un Sibelius, un Tuan Sun, no la trivialidad de una canción popular. Norton estaba a punto de sugerir a Joe que reservara su aliento para los esfuerzos posteriores, cuando el joven oficial comprendió por sí mismo lo inadecuado de sus esfuerzos. En adelante, aparte de alguna ocasional consulta con la nave espacial, siguieron marchando en silencio. Rama había ganado ese
round
.

En esta travesía inicial, Norton había previsto un pequeño rodeo. París quedaba adelante, a mitad de camino entre el final de la escalera y la costa del Mar Cilíndrico, pero apenas a un kilómetro a la derecha del camino que seguían había un lugar conspicuo y misterioso bautizado ya «Valle Recto». Se trataba de un surco o trinchera, de cuarenta metros de profundidad y cien de ancho, con los lados en suave declive, identificado por él provisionalmente como un canal de irrigación. A semejanza de la escalera, tenia dos duplicados, a distancias iguales, en la curva de Rama.

Los tres valles median cada uno casi diez kilómetros de largo y terminaban bruscamente antes de alcanzar el mar, lo que resultaba extraño si habían sido destinados a llevar agua. Y al otro lado del mar el modelo se repetía: otras tres trincheras de diez kilómetros se extendían hasta la región del Polo Sur.

Los expedicionarios alcanzaron el borde más próximo del Valle Recto, después de tan sólo quince minutos de cómoda caminata, y permanecieron un momento contemplando pensativos sus profundidades. Las paredes lisas descendían en un ángulo de sesenta grados; no había escalones o pasamanos. Cubriendo el fondo había una sábana de un material blanco y liso que se asemejaba mucho al hielo. Una muestra contribuiría a poner punto final a una serie de suposiciones y argumentos. Norton decidió obtenerla.

Con Calvert y Rodrigo sirviendo de anclas y agarrado de una cuerda de seguridad, Norton descendió lentamente por la empinada ladera. Cuando llegó al fondo esperaba encontrar el familiar contacto resbaladizo del hielo bajo sus pies, pero no fue así. La fricción era demasiado grande; sus pies se afirmaban seguros. Ese material era alguna especie de vidrio o cristal transparente. Cuando lo tocó con la yema de los dedos, lo sintió frío, duro y firme.

Dando la espalda al haz de luz y protegiéndose los ojos de su resplandor, Norton trató de penetrar con la mirada en sus cristalinas profundidades, tal como se puede intentar mirar a través de la superficie de un largo helado. Pero no vio nada. Aun cuando lo intentó concentrando en el lugar el rayo de luz de la lámpara de su caso, no tuvo más éxito. Ese material era translúcido, pero transparente. Si se trataba de líquido helado, tenía un punto de fusión más alto que el agua.

Lo golpeó con suavidad valiéndose de un martillo de su caja de herramientas. El martillo rebotó con un seco y nada musical
clank
. Golpeó más fuerte sin mejor resultado, y estaba a punto de poner en juego toda su fuerza cuando un impulso le hizo desistir.

Parecía poco probable que lograra romper ese material; pero, ¿y si lo conseguía? Sería como un vándalo que destroza un enorme escaparate de cristal. Habría una oportunidad mejor más adelante, y por lo menos había descubierto una valiosa información. Ahora parecía improbable que ése fuera un canal. Se trataba simplemente de una peculiar trinchera que comenzaba y terminaba bruscamente, pero que no llevaba a ninguna parte. Y si alguna vez había transportado liquido, ¿dónde estaban las manchas, las incrustaciones de sedimento seco, que era dable esperar? Todo estaba brillante y limpio, tal como si los constructores la hubieran abandonado apenas ayer.

Una vez más se enfrentaba al misterio fundamental de Rama, y esta vez era imposible eludirlo. Norton era un hombre razonablemente imaginativo, pero jamás hubiese llegado a su posición actual si hubiese sido propenso a los vuelos desatados de la imaginación. No obstante ahora, por primera vez, le dominaba una sensación rara, no de temor sino de premonición y expectación. Las cosas no eran lo que parecían; había algo muy extraño en verdad en un lugar que era a la vez completamente nuevo y contaba no menos de un millón de años.

Absorto en sus pensamientos, comenzó a caminar con lentitud a lo largo del pequeño valle, mientras sus compañeros sujetando la cuerda atada a su cintura, le seguían a lo largo del borde. No esperaba hacer nuevos descubrimientos, pero quería que ese extraño estado emocional siguiera su curso. Porque algo más le preocupaba, y ese algo nada tenía que ver con la inexplicable calidad de nuevo de Rama.

No había andado más que una docena de metros cuando una súbita revelación lo golpeó como un rayo.

Conocía ese lugar. Había estado antes allí.

Aun en la Tierra, o algún planeta familiar, esta experiencia es inquietante, aunque no rara. La mayoría de los hombres la han experimentado en algún momento, y por lo general la descartan como el recuerdo de una foto olvidada, como pura coincidencia, o, si tienen inclinaciones místicas, como alguna forma de telepatía, un mensaje de otra mente, o hasta una premonición de su futuro.

Pero reconocer un lugar donde «ningún» otro ser humano pudo haber estado nunca... eso resulta muy impresionante. Durante varios segundos, Norton permaneció como clavado en la lisa y cristalina superficie sobre la que había estado caminando, procurando encauzar sus sensaciones. Su bien ordenado universo había sufrido una sacudida que le turbó, y tuvo una visión repentina de esos misterios al margen de la existencia que con todo éxito había tratado de ignorar durante la mayor parte de su vida.

Luego, trayéndole un inmenso alivio, el sentido común acudió en su ayuda. La perturbadora sensación de
dejà vu
se desvaneció para ser reemplazada por un recuerdo real e identificable de su adolescencia.

Era cierto que una vez estuvo entre dos paredes en declive semejantes a éstas, viendo cómo se extendían a lo lejos hasta dar la sensación de que convergían en un punto indefinidamente lejano. Pero esas paredes de su recuerdo estaban cubiertas de un césped corto y cuidado, y bajo sus pies había grava, no un liso cristal.

Había sucedido treinta años antes, en el transcurso de unas vacaciones de verano, en Inglaterra. Debido a su interés en una compañera de estudios (recordaba su cara, pero había olvidado el nombre), siguió un curso de arqueología industrial muy popular entre los graduados en ciencias e ingeniería. Habían explorado juntos minas de carbón y fábricas de tejido abandonadas, se encaramaron sobre las ruinas de altos hornos y locomotoras a vapor, contemplaron incrédulamente primitivos y todavía peligrosos reactores nucleares, y condujeron inapreciables antigüedades provistas de motor a turbina por restauradas pistas de carretera.

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