—¿Sabes quién canta? —pregunto, intentando mantener una conversación normal.
Christian se para y escucha.
—No… pero sea quien sea es buena.
—A mí también me gusta.
Finalmente, esboza su enigmática sonrisa privada. ¿Qué está planeando?
—¿Qué? —pregunto.
Él menea la cabeza.
—Come —dice gentilmente.
Me he comido la mitad del plato. No puedo más. ¿Cómo podría negociarlo?
—No puedo más. ¿He comido bastante para el señor?
Él me observa impasible sin contestar, y consulta su reloj.
—De verdad que estoy llena —añado, y bebo un sorbo del delicioso vino.
—Hemos de irnos enseguida. Taylor está aquí, y mañana tienes que levantarte pronto para ir a trabajar.
—Tú también.
—Yo funciono habiendo dormido mucho menos que tú, Anastasia. Al menos has comido algo.
—¿Volveremos con el
Charlie Tango
?
—No, creo que me tomaré una copa. Taylor nos recogerá. Además, así al menos te tendré en el coche para mí solo durante unas horas. ¿Qué podemos hacer aparte de hablar?
Oh, ese es su plan.
Christian llama al camarero para pedirle la cuenta, luego coge su BlackBerry y hace una llamada.
—Estamos en Le Picotin, Tercera Avenida Sudoeste.
Y cuelga. Sigue siendo muy cortante por teléfono.
—Eres muy cortante con Taylor; de hecho, con la mayoría de la gente.
—Simplemente voy directo al grano, Anastasia.
—Esta noche no has ido al grano. No ha cambiado nada, Christian.
—Tengo que hacerte una proposición.
—Esto empezó con una proposición.
—Una proposición diferente.
Vuelve el camarero, y Christian le entrega su tarjeta de crédito sin mirar la cuenta. Me analiza con la mirada mientras el camarero pasa la tarjeta. Su teléfono vibra una vez, y él lo observa detenidamente.
¿Tiene una proposición? ¿Y ahora qué? Me vienen a la mente un par de posibilidades: un secuestro, trabajar para él. No, nada tiene sentido. Christian acaba de pagar.
—Vamos. Taylor está fuera.
Nos levantamos y me coge la mano.
—No quiero perderte, Anastasia.
Me besa los nudillos con cariño, y la caricia de sus labios en mi piel reverbera en todo mi cuerpo.
El Audi espera fuera. Christian me abre la puerta. Subo y me hundo en la piel suntuosa. Él se dirige al asiento del conductor, Taylor sale del coche y hablan un momento. Eso no es habitual en ellos. Estoy intrigada. ¿De qué hablan? Al cabo de un momento suben los dos y observo a Christian, que luce su expresión impasible y mira al frente.
Me concedo un momento para examinar su perfil: nariz recta, labios carnosos y perfilados, el pelo que le cae deliciosamente sobre la frente. Seguro que este hombre divino no es para mí.
Una música suave inunda la parte de atrás del coche, una espectacular pieza orquestal que no conozco, y Taylor se incorpora al escaso tráfico en dirección a la interestatal 5 y a Seattle.
Christian se gira para mirarme.
—Como iba diciendo, Anastasia, tengo que hacerte una proposición.
Miro de reojo a Taylor, nerviosa.
—Taylor no te oye —asegura Christian.
—¿Cómo?
—Taylor —le llama Christian.
Taylor no contesta. Vuelve a llamarle, y sigue sin responder. Christian se inclina y le da un golpecito en el hombro. Taylor se quita un tapón del oído que yo no había visto.
—¿Sí, señor?
—Gracias, Taylor. No pasa nada; sigue escuchando.
—Señor.
—¿Estás contenta? Está escuchando su iPod. Puccini. Olvida que está presente. Como yo.
—¿Tú le has pedido expresamente que lo hiciera?
—Sí.
Ah.
—Vale. ¿Tu propuesta?
De repente, Christian adopta una actitud decidida y profesional. Dios… Vamos a negociar un pacto. Yo escucho atentamente.
—Primero, deja que te pregunte una cosa. ¿Tú quieres una relación vainilla convencional y sosa, sin sexo pervertido ni nada?
Me quedo con la boca abierta.
—¿Sexo pervertido? —levanto la voz.
—Sexo pervertido.
—No puedo creer que hayas dicho eso.
Miro nerviosa a Taylor.
—Bueno, pues sí. Contesta —dice tranquilamente.
Me ruborizo. La diosa que llevo dentro está ahora inclinada de rodillas ante mí, con las manos unidas en un gesto de súplica.
—A mí me gusta tu perversión sexual —susurro.
—Eso pensaba. Entonces, ¿qué es lo que no te gusta?
No poder tocarte. Que disfrutes con mi dolor, los azotes con el cinturón…
—La amenaza de un castigo cruel e inusual.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Bueno, tienes todas esas varas y fustas y esas cosas en tu cuarto de juegos, que me dan un miedo espantoso. No quiero que uses eso conmigo.
—Vale, o sea que nada de fustas ni varas… ni tampoco cinturones —dice sardónico.
Yo le observo desconcertada.
—¿Estás intentando redefinir los límites de la dureza?
—En absoluto. Solo intento entenderte, tener una idea más clara de lo que te gusta o no.
—Fundamentalmente, Christian, lo que me cuesta más aceptar es que disfrutes haciéndome daño. Y pensar que lo harás porque he traspasado determinada línea arbitraria.
—Pero no es arbitraria, hay una lista de normas escritas.
—Yo no quiero una lista de normas.
—¿Ninguna?
—Nada de normas.
Niego con la cabeza, pero estoy muy asustada. ¿Qué pretende con esto?
—Pero ¿no te importa si te doy unos azotes?
—¿Unos azotes con qué?
—Con esto.
Levanta la mano.
Me siento avergonzada e incómoda.
—No, la verdad es que no. Sobre todo con esas bolas de plata…
Gracias a Dios que está oscuro; al recordar aquella noche me arde la cara y se me quiebra la voz. Sí… hazlo otra vez.
Él me sonríe.
—Sí, aquello estuvo bien.
—Más que bien —musito.
—O sea que eres capaz de soportar cierto grado de dolor.
Me encojo de hombros.
—Sí, supongo.
¿Qué pretende con todo esto? Mi nivel de ansiedad ha subido varios grados en la escala de Richter.
Él se acaricia el mentón, sumido en sus pensamientos.
—Anastasia, quiero volver a empezar. Pasar por la fase vainilla y luego, cuando confíes más en mí y yo confíe en que tú serás sincera y te comunicarás conmigo, quizá podamos ir a más y hacer algunas de las cosas que a mí me gusta hacer.
Yo le miro con la boca abierta y la mente totalmente en blanco, como un ordenador que se ha quedado colgado. Creo que está angustiado, pero no puedo verle bien, porque estamos sumidos en la noche de Oregón. Y al final se me ocurre… eso es.
Él desea la luz, pero ¿puedo pedirle que haga esto por mí? ¿Y es que acaso a mí no me gusta la oscuridad? Cierta oscuridad, en ciertos momentos. Recuerdos de la noche de Thomas Tallis vagan sugerentes por mi mente.
—¿Y los castigos?
—Nada de castigos —Niega con la cabeza—. Ni uno.
—¿Y las normas?
—Nada de normas.
—¿Ninguna? Pero tú necesitas ciertas cosas.
—Te necesito más a ti, Anastasia. Estos últimos días han sido infernales. Todos mis instintos me dicen que te deje marchar, que no te merezco.
»Esas fotos que te hizo ese chico… comprendo cómo te ve. Estás tan guapa y se te ve tan relajada… No es que ahora no estés preciosa, pero estás aquí sentada y veo tu dolor. Es duro saber que he sido yo quien te ha hecho sentir así.
»Pero yo soy un hombre egoísta. Te deseé desde que apareciste en mi despacho. Eres exquisita, sincera, cálida, fuerte, lista, seductoramente inocente; la lista es infinita. Me tienes cautivado. Te deseo, e imaginar que te posea otro es como si un cuchillo hurgara en mi alma oscura.
Se me seca la boca. Dios… Si esto no es una declaración de amor, no sé qué es. Y las palabras surgen a borbotones de mi boca, como de una presa que revienta.
—Christian, ¿por qué piensas que tienes un alma oscura? Yo nunca lo diría. Triste quizá, pero eres un buen hombre. Lo noto… eres generoso, eres amable, y nunca me has mentido. Y yo no lo he intentado realmente en serio.
»El sábado pasado fue una terrible conmoción para todo mi ser. Fue como si sonara la alarma y despertara: me di cuenta de que hasta entonces tú habías sido condescendiente conmigo y de que yo no podía ser la persona que tú querías que fuera. Luego, después de marcharme, caí en la cuenta de que el daño que me habías infligido no era tan malo como el dolor de perderte. Yo quiero complacerte, pero es duro.
—Tú me complaces siempre —susurra—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Nunca sé qué estás pensando. A veces te cierras tanto… como una isla. Me intimidas. Por eso me callo. No sé de qué humor vas a estar. Pasas del negro al blanco y de nuevo al negro en una fracción de segundo. Eso me confunde, y no me dejas tocarte, y yo tengo un inmenso deseo de demostrarte cuánto te quiero.
Él me mira en la oscuridad y parpadea, con recelo creo, y ya no soy capaz de contenerme más. Me desabrocho el cinturón y me coloco en su regazo, por sorpresa, y le cojo la cabeza con ambas manos.
—Te quiero, Christian Grey. Y tú estás dispuesto a hacer todo esto por mí. Soy yo quien no lo merece, y lo único que lamento es no poder hacer todas esas cosas por ti. A lo mejor, con el tiempo… pero sí, acepto tu proposición. ¿Dónde firmo?
Él desliza sus brazos a mi alrededor y me estrecha contra sí.
—Oh, Ana —gime, y hunde la nariz en mi cabello.
Permanecemos sentados, abrazándonos mutuamente, escuchando la música del coche… una pieza de piano relajante… reflejo de nuestros sentimientos, la dulce calma después de la tormenta. Me acurruco en sus brazos, apoyo la cabeza en el hueco de su cuello.
—Que me toques es un límite infranqueable para mí, Anastasia —murmura.
—Lo sé. Me gustaría entender por qué.
Al cabo de un momento, suspira y dice en voz baja:
—Tuve una infancia espantosa. Uno de los chulos de la puta adicta al crack… —Se le quiebra la voz, y su cuerpo se tensa al recordar algún terror inimaginable—. No puedo recordar aquello —susurra, estremeciéndose.
De pronto se me encoge el corazón al recordar esas horribles marcas de quemaduras que tiene en la piel. Oh, Christian. Me abrazo a su cuello con más fuerza.
—¿Te maltrataba? ¿Tu madre? —le digo con voz queda y preñada de lágrimas.
—No, que yo recuerde. No se ocupaba de mí. No me protegía de su chulo. —Resopla—. Creo que era yo quien la cuidaba a ella. Cuando al final consiguió matarse, pasaron cuatro días hasta que alguien avisó y nos encontraron… eso lo recuerdo.
No puedo evitar un gemido de horror. Cielo santo… Siento la bilis subirme a la garganta.
—Eso es espantoso, terrible —susurro.
—Cincuenta sombras —murmura.
Aprieto los labios contra su cuello, buscando y ofreciendo consuelo, mientras imagino a un crío de ojos grises, sucio y solo, junto al cuerpo de su madre muerta.
Oh, Christian. Aspiro su aroma. Huele divinamente, es mi fragancia favorita en el mundo entero. Él tensa los brazos a mi alrededor y besa mi cabello, y yo me quedo sentada y envuelta en su abrazo mientras Taylor nos conduce a través de la noche.
* * *
Cuando me despierto, estamos cruzando Seattle.
—Eh —dice Christian en voz baja.
—Perdona —balbuceo mientras me incorporo, parpadeo y me desperezo, aún en sus brazos, sobre su regazo.
—Estaría eternamente mirando cómo duermes, Ana.
—¿He dicho algo?
—No. Casi hemos llegado a tu casa.
—Oh, ¿no vamos a la tuya?
—No.
Enderezo la espalda y le miro.
—¿Por qué no?
—Porque mañana tienes que trabajar.
—Oh —digo con un mohín.
—¿Por qué, tenías algo en mente?
Me ruborizo.
—Bueno, puede…
Se echa a reír.
—Anastasia, no pienso volver a tocarte, no hasta que me lo supliques.
—¡Qué!
—Así empezarás a comunicarte conmigo. La próxima vez que hagamos el amor, tendrás que decirme exactamente qué quieres, con todo detalle.
—Oh.
Me aparta de su regazo en cuanto Taylor aparca delante de mi apartamento. Christian baja de un salto y me abre la puerta del coche.
—Tengo una cosa para ti.
Se dirige a la parte de atrás del coche, abre el maletero y saca un gran paquete de regalo. ¿Qué demonios es eso?
—Ábrelo cuando estés dentro.
—¿No vas a pasar?
—No, Anastasia.
—¿Y cuándo te veré?
—Mañana.
—Mi jefe quiere que salga a tomar una copa con él mañana.
Christian endurece el gesto.
—¿Eso quiere?
Su voz está impregnada de una amenaza latente.
—Para celebrar mi primera semana —añado enseguida.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—Podría pasar a recogerte por allí.
—Vale… Te mandaré un correo o un mensaje.
—Bien.
Me acompaña hasta la entrada del vestíbulo y espera mientras saco las llaves del bolso. Cuando abro la puerta, se inclina, me coge la barbilla y me echa la cabeza hacia atrás. Deja la boca suspendida sobre la mía, cierra los ojos y dibuja un reguero de besos desde el rabillo de un ojo hasta la comisura de mi boca.
Siento que mis entrañas se abren y se derriten, y se me escapa un leve quejido.
—Hasta mañana —musita él.
—Buenas noches, Christian.
Percibo el anhelo en mi voz.
Él sonríe.
—Entra —ordena.
Yo cruzo el vestíbulo cargada con el misterioso paquete.
—Hasta luego, nena —dice, luego se da la vuelta con su elegancia natural y vuelve al coche.
Una vez dentro del apartamento, abro la caja del regalo y descubro mi portátil MacBook Pro, la BlackBerry y otra caja rectangular. ¿Qué es esto? Desenvuelvo el papel de plata. Dentro hay un estuche de piel negra alargado.
Lo abro y es un iPad. Madre mía… un iPad. Sobre la pantalla hay una tarjeta blanca con un mensaje escrito a mano por Christian:
Anastasia… esto es para ti.
Sé lo que quieres oír.
La música que hay aquí lo dice por mí.
Christian
Tengo una recopilación grabada por Christian Grey en forma de iPad de última generación. Meneo la cabeza con disgusto por el despilfarro, pero en el fondo me encanta. Jack tiene uno en la oficina, así que sé cómo funciona.