* * *
El crepúsculo nos ha seguido desde Seattle, y el cielo está repleto de ópalos, rosas y aguamarinas perfectamente mezclados, como solo sabe hacerlo la madre naturaleza. La tarde es clara y fría, y las luces de Portland centellean y parpadean para darnos la bienvenida cuando Christian aterriza en el helipuerto. Estamos en lo alto de ese extraño edificio de Portland de ladrillo marrón del que partimos por primera vez hace menos de tres semanas.
La verdad es que hace muy poco. Sin embargo, siento que conozco a Christian de toda la vida. Él maniobra para detener el
Charlie Tango
, y finalmente las hélices se paran, y lo único que oigo por los auriculares es mi propia respiración. Mmm. Esto me recuerda por un momento la experiencia Thomas Tallis. Palidezco. Ahora mismo no tengo ningunas ganas de pensar en eso.
Christian se desata el arnés y se inclina para desabrocharme el mío.
—¿Ha tenido buen viaje, señorita Steele? —pregunta con voz amable y un brillo en sus ojos grises.
—Sí, gracias, señor Grey —contesto, educada.
—Bueno, vayamos a ver las fotos del chico.
Tiende la mano, coge la mía y bajo del
Charlie Tango
.
Un hombre de pelo canoso con barba se acerca para recibirnos con una enorme sonrisa. Le reconozco: es el mismo anciano de la última vez que estuvimos aquí.
—Joe.
Christian sonríe y me suelta la mano para estrechar la del hombre con afecto.
—Vigílalo para Stephan. Llegará hacia las ocho o las nueve.
—Eso haré, señor Grey. Señora —dice, y me hace un gesto con la cabeza—. El coche espera abajo, señor. Ah, y el ascensor está estropeado, tendrán que bajar por las escaleras.
—Gracias, Joe.
Christian me coge de la mano, y vamos hacia las escaleras de emergencia.
—Con esos tacones tienes suerte de que solo haya tres pisos —masculla con tono de reproche.
No me digas.
—¿No te gustan las botas?
—Me gustan mucho, Anastasia. —Se le enturbia la mirada y creo que va a añadir algo, pero se calla—. Ven. Iremos despacio. No quiero que te caigas y te rompas la crisma.
Permanecemos sentados en silencio mientras nuestro chófer nos conduce a la galería. Mi ansiedad ha vuelto en plena forma, y me doy cuenta de que el rato que hemos pasado en el
Charlie Tango
ha sido la calma que precede a la tormenta. Christian está callado y pensativo… inquieto incluso; la atmósfera relajada que había entre ambos ha desaparecido. Hay tantas cosas que quiero decir, pero el trayecto es demasiado corto. Christian mira meditabundo por la ventanilla.
—José es solo un amigo —murmuro.
Christian se gira y me mira, pero sus ojos oscuros y cautelosos no dejan entrever nada. Su boca… ay, su boca es provocativa y perturbadora. La recuerdo sobre mí… por todas partes. Me arde la piel. Él se revuelve en el asiento y frunce el ceño.
—Tienes unos ojos preciosos, que ahora parecen demasiado grandes para tu cara, Anastasia. Por favor, dime que comerás.
—Sí, Christian, comeré —contesto de forma automática y displicente.
—Lo digo en serio.
—¿Ah, sí?
No puedo reprimir el tono desdeñoso. Sinceramente, qué cínico es este hombre… este hombre que me ha hecho pasar un calvario estos últimos días. No, eso no es verdad, yo misma me he sometido al calvario. No. Ha sido él. Muevo la cabeza, confusa.
—No quiero pelearme contigo, Anastasia. Quiero que vuelvas, y te quiero sana —dice en voz baja.
—Pero no ha cambiado nada.
Tú sigues siendo Cincuenta Sombras.
—Hablaremos a la vuelta. Ya hemos llegado.
El coche aparca frente a la galería, y Christian baja y me deja con la palabra en la boca. Me abre la puerta del coche y salgo.
—¿Por qué haces eso? —digo, en voz más alta de lo que pretendía.
—¿Hacer qué? —replica sorprendido.
—Decir algo como eso y luego callarte.
—Anastasia, estamos aquí, donde tú quieres estar. Ahora centrémonos en esto y después hablamos. No me apetece demasiado montar un numerito en la calle.
Me ruborizo y miro alrededor. Tiene razón. Es demasiado público. Me mira y aprieto los labios.
—De acuerdo —acepto de mal humor.
Me da la mano y me conduce al interior del edificio.
Estamos en un almacén rehabilitado: paredes de ladrillo, suelos de madera oscura, techos blancos y tuberías del mismo color. Es espacioso y moderno, y hay bastantes personas deambulando por la galería, bebiendo vino y admirando la obra de José. Al darme cuenta de que José ha cumplido su sueño, mis problemas se desvanecen por un momento. ¡Así se hace, José!
—Buenas noches y bienvenidos a la exposición de José Rodríguez —nos da la bienvenida una mujer joven vestida de negro, con el pelo castaño muy corto, los labios pintados de rojo brillante y unos enormes pendientes de aro.
Me echa un breve vistazo, luego otro a Christian, mucho más prolongado de lo estrictamente necesario, después vuelve a mirarme, pestañea y se ruboriza.
Arqueo una ceja. Es mío… o lo era. Me esfuerzo por no mirarla mal, y cuando sus ojos vuelven a centrarse, pestañea de nuevo.
—Ah, eres tú, Ana. Nos encanta que tú también formes parte de todo esto.
Sonríe, me entrega un folleto y me lleva a una mesa con bebidas y un refrigerio.
—¿La conoces?
Christian frunce el ceño.
Yo digo que no con la cabeza, igualmente desconcertada.
Él encoge los hombros, con aire distraído.
—¿Qué quieres beber?
—Una copa de vino blanco, gracias.
Hace un gesto de contrariedad, pero se muerde la lengua y se dirige al servicio de bar.
—¡Ana!
José se acerca presuroso a través de un nutrido grupo de gente.
¡Madre mía! Lleva traje. Tiene buen aspecto y me sonríe. Me abre los brazos, me estrecha con fuerza. Y hago cuanto puedo para no echarme a llorar. Mi amigo, mi único amigo ahora que Kate está fuera. Tengo los ojos llenos de lágrimas.
—Ana, me alegro muchísimo de que hayas venido —me susurra al oído, y de pronto se calla, me aparta un poco y me observa.
—¿Qué?
—Oye, ¿estás bien? Pareces… bueno, rara. Dios mío, ¿has perdido peso?
Parpadeo para no llorar. Él también… no.
—Estoy bien, José. Y muy contenta por ti. Felicidades por la exposición.
Al ver la preocupación reflejada en su cara tan familiar, se me quiebra la voz, pero he de guardar la compostura.
—¿Cómo has venido? —pregunta.
—Me ha traído Christian —digo con repentino recelo.
—Ah. —A José le cambia la cara, se le ensombrece el gesto y me suelta—. ¿Dónde está?
—Por ahí, pidiendo las bebidas.
Cabeceo en dirección a Christian, y veo que está charlando tranquilamente con alguien en la cola. Cuando dirijo los ojos hacia él, levanta la vista y nos sostenemos la mirada. Y durante ese breve instante me quedo paralizada, contemplando a ese hombre increíblemente guapo que me observa con cierta emoción mal disimulada. Su expresión ardiente me abrasa por dentro y por un momento ambos nos perdemos en nuestras miradas.
Dios… Ese maravilloso hombre quiere que vuelva con él, y en lo más profundo de mi ser una dulce sensación de felicidad se abre lentamente como una campánula al amanecer.
—¡Ana! —José me distrae y me siento arrastrada otra vez al aquí y ahora—. Estoy encantado de que hayas venido… Escucha, tengo que avisarte…
De repente, la señorita de cabello muy corto y carmín rojo le interrumpe.
—José, la periodista del
Portland Printz
ha venido a verte. Vamos.
Me dedica una sonrisa cortés.
—¿Has visto cómo mola esto? La fama. —José sonríe de oreja a oreja, y es tan feliz que no puedo evitar hacer lo mismo—. Luego te veo, Ana.
Me besa la mejilla y veo cómo se acerca con paso resuelto a una mujer que está al lado de un fotógrafo alto y desgarbado.
Hay obras fotográficas de José por todas partes, algunas de ellas colocadas sobre unos lienzos enormes. Las hay monocromas y en color. Muchos de los paisajes poseen una belleza etérea. Hay una fotografía del lago de Vancouver tomada a primera hora de la tarde, en la que unas nubes rosadas se reflejan en la quietud del agua. Y durante un segundo, me siento transportada por esa tranquilidad y esa paz. Es algo extraordinario.
Christian aparece a mi lado, inspiro profundamente y trago saliva, intentando recuperar parte del equilibrio perdido. Me pasa mi copa de vino blanco.
—¿Está a la altura?
Mi voz tiene un tono más normal.
Él me mira desconcertado.
—El vino.
—No. No suele estarlo en este tipo de eventos. El chico tiene bastante talento, ¿verdad?
Christian está contemplando la foto del lago.
—¿Por qué crees que le pedí que te hiciera un retrato? —digo, sin poder evitar un deje de orgullo.
Él, impasible, aparta los ojos de la fotografía y me mira.
—¿Christian Grey? —El fotógrafo del
Portland Printz
se acerca a Christian—. ¿Puedo hacerle una fotografía, señor?
—Claro.
Christian esconde el rictus. Yo doy un paso atrás, pero él me sujeta la mano y me pone a su lado. El fotógrafo nos mira a ambos, incapaz de disimular la sorpresa.
—Gracias, señor Grey. —Dispara un par de fotos—. ¿Señorita…? —pregunta.
—Steele —contesto.
—Gracias, señorita Steele.
Y se marcha a toda prisa.
—Busqué en internet fotos tuyas con alguna chica. No hay ninguna. Por eso Kate creía que eras gay.
Los labios de Christian esbozan una sonrisa.
—Eso explica tu inapropiada pregunta. No. Yo no salgo con chicas, Anastasia… solo contigo. Pero eso ya lo sabes —dice con ojos vehementes, sinceros.
—¿Así que nunca sales por ahí con tus… —miro alrededor inquieta para comprobar que nadie puede oírnos—… sumisas?
—A veces. Pero eso no son citas. De compras, ya sabes.
Encoge los hombros sin dejar de mirarme a los ojos.
Ah, o sea que solo en el cuarto de juegos… su cuarto rojo del dolor y su apartamento. No sé qué sentir ante eso.
—Solo contigo, Anastasia —susurra.
Yo enrojezco y me miro los dedos. A su manera, le importo.
—Este amigo tuyo parece más un fotógrafo de paisajes que de retratos. Vamos a ver.
Me tiende la mano y yo la acepto.
Damos una vuelta, vemos varias obras más, y me fijo en una pareja que me saluda con un gesto de la cabeza y una sonrisa enorme, como si me conocieran. Debe de ser porque estoy con Christian, pero el chico me mira con total descaro. Es extraño.
Damos la vuelta a la esquina y entonces veo por qué la gente me ha estado mirando de esa forma tan rara. En la pared del fondo hay colgados siete enormes retratos… míos.
Empalidezco de golpe y me los quedo mirando atónita, estupefacta. Yo: haciendo pucheros, riendo, frunciendo el ceño, seria, risueña. Son todos primeros planos enormes, todos en blanco y negro.
¡Vaya! Recuerdo a José trajinando por ahí con la cámara cuando vino a verme un par de veces, y cuando había ido con él para hacer de chófer y de ayudante. Yo creía que eran simples instantáneas. No fotos ingenuamente robadas.
Petrificado, Christian mira fijamente todas las fotografías, una por una.
—Por lo visto no soy el único —musita en tono enigmático, con los labios apretados.
Creo que está enfadado.
—Perdona —dice, y su centelleante mirada gris me deja paralizada momentáneamente.
Se da la vuelta y se dirige al mostrador de recepción.
¿Qué le pasa ahora? Anonadada, le veo charlar animadamente con la señorita de cabello muy corto y carmín rojo. Saca la cartera y entrega una tarjeta de crédito.
Dios mío. Debe de haber comprado una de las fotografías.
—Hola, tú eres la musa. Son unas fotos fantásticas.
Es un chico con una melena rubia y brillante, que me sobresalta. Noto una mano en el codo: es Christian, ha vuelto.
—Eres un tipo con suerte.
El melenas rubio sonríe a Christian, que le mira con frialdad.
—Pues sí —masculla de mal humor, y me lleva aparte.
—¿Acabas de comprar una de estas?
—¿Una de estas? —replica, sin dejar de mirarlas.
—¿Has comprado más de una?
Pone los ojos en blanco.
—Las he comprado todas, Anastasia. No quiero que un desconocido se te coma con los ojos en la intimidad de su casa.
Mi primera reacción es reírme.
—¿Prefieres ser tú? —inquiero.
Se me queda mirando. Mi audacia le ha cogido desprevenido, creo, pero intenta disimular que le hace gracia.
—Francamente, sí.
—Pervertido —le digo, y me muerdo el labio inferior para no sonreír.
Se queda con la boca abierta; ahora es obvio que esto le divierte. Se rasca la barbilla, pensativo.
—Eso no puedo negarlo, Anastasia.
Mueve la cabeza con una mirada más dulce, risueña.
—Me gustaría hablarlo contigo luego, pero he firmado un acuerdo de confidencialidad.
Suspira, y su expresión se ensombrece al mirarme.
—Lo que me gustaría hacerle a esa lengua tan viperina.
Jadeo, sé muy bien a qué se refiere.
—Eres muy grosero.
Intento parecer escandalizada y lo consigo. ¿Es que no conoce límites?
Me sonríe con ironía, y después tuerce el gesto.
—Se te ve muy relajada en esas fotos, Anastasia. Yo no suelo verte así.
¿Qué? ¡Vaya! Cambio de tema —sin la menor lógica— de las bromas a la seriedad.
Me ruborizo y bajo la mirada. Me echa la cabeza hacia atrás, e inspiro profundamente al sentir el tacto de sus dedos.
—Yo quiero que te relajes conmigo —susurra.
Ha desaparecido cualquier rastro de broma.
Vuelvo a sentir un aleteo de felicidad interior. Pero
¿
cómo puede ser esto? Creo que tenemos problemas.
—Si quieres eso, tienes que dejar de intimidarme —replico.
—Tú tienes que aprender a expresarte y a decirme cómo te sientes —replica a su vez con los ojos centelleantes.
Suspiro.
—Christian, tú me querías sumisa. Ahí está el problema. En la definición de sumisa… me lo dijiste una vez en un correo electrónico. —Hago una pausa para tratar de recordar las palabras—. Me parece que los sinónimos eran, y cito: «obediente, complaciente, humilde, pasiva, resignada, paciente, dócil, contenida». No debía mirarte. Ni hablarte a menos que me dieras permiso. ¿Qué esperabas? —digo entre dientes.