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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (59 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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Llevaban a los adiestradores pegados a los talones, y oía a los futar avanzando entre la maleza. Estaban sofocados, y corrían trastabillando tan solo unos segundos por delante de sus perseguidores. El joven agarró al rabino y lo arrastró con él. Sheeana no creía que llegaran a la gabarra a tiempo.

Finalmente, en un acto desinteresado, Thufir impulsó al anciano hacia la nave, que seguía estando muy lejos, y se volvió para enfrentarse solo a los adiestradores. Con los puños cerrados, se lanzó contra el enemigo más próximo y lo cogió por sorpresa. Un potente gancho en el abdomen y un golpe seco contra la garganta y el Danzarín Rostro se tambaleó y cayó. Con aquel acto heroico, Thufir había dado al rabino tiempo para ganar algo de terreno. Jadeando, pero negándose a descansar, corrió tras él y lo alcanzó en el claro, cuando casi estaban llegando a la nave.

Justo cuando el primer futar les estaba dando alcance, un segundo futar apareció saltando por un lado y cayó sobre él. Los dos hombres-bestia rodaron por el suelo, dando zarpazos, peleando. ¡Otro de los futar de Hrrm! Aquello les hizo ganar unos preciosos segundos.

Sheeana recogió del suelo una de las varas aturdidoras de los guardas.

—¡Corred! ¡Corred! —Y, por encima del hombro, gritó al interior de la nave—: ¡Miles, enciende motores!

Thufir y el rabino corrieron echando mano de la poca adrenalina que les quedaba.

—Danzarines Rostro —dijo Thufir jadeando—. Hemos visto…

—¡Lo sé! Subid. —Los motores de la nave empezaron a vibrar. De alguna forma, Teg había encontrado la energía para llegar al asiento del piloto.

Sheeana plantó los pies en el prado y le clavó la vara aturdidora al primer adiestrador que llegó, y luego se volvió para golpear a otro en la cabeza.

El viejo rabino subió dando tumbos, y el ghola de doce años entró detrás. Otros tres futar salieron de entre los árboles, seguidos por otro grupo de adiestradores. Sheeana saltó por la escotilla, arrastrándose para activar los controles de la rampa. Apartó los pies justo en el momento en que la pesada escotilla se cerraba. El primer futar se estrelló contra el casco.

—¡Vámonos, Miles! —Se dejó caer sobre la cubierta—. ¡Vamos!

Thufir Hawat ya estaba en el asiento del copiloto. A su lado, el Bashar parecía a punto de perder la conciencia, y Thufir estiró las manos para hacerse con los controles. Pero Teg se las apartó.

—Yo lo haré.

La gabarra se elevó por encima de los árboles y voló veloz hacia el cielo. Con el corazón martilleándole en el pecho, Sheeana miró al rabino, que estaba tirado en el suelo, junto a ella. Su rostro surcado de lágrimas estaba enrojecido por el esfuerzo, y Sheeana temió que ahora que estaba a salvo en la nave le diera un ataque.

Y entonces recordó lo que Orak Tho había dicho. Los adiestradores tenían sus propias naves, y sin duda saldrían a perseguirles.

—Corre. —Su voz no era más que un susurro rasposo.

Sin embargo, Teg, con la cara cenicienta, pareció oírla. La aceleración la empujó contra el suelo.

86

Los radicales solo son peligrosos cuando tratas de suprimirlos. Tienes que demostrarles que aprovecharás lo mejor que tengan para ofrecerte.

L
ETO
A
TREIDES
II, el Tirano

Uxtal tenía la mente tambaleante y el cuerpo tembloroso, no acababa de creerse lo que Ingva le había hecho. Utilizando unos poderes que ni comprendía ni había sido capaz de resistir, la vieja arpía lo había escurrido como un trapo sucio y lo había dejado débil y tembloroso, sin poder apenas respirar, caminar o pensar.

¡No tendría que haber pasado!

Sin reparar apenas en las naves atacantes que descendían sobre Bandalong, consiguió volver a trompicones a su laboratorio. Ingva le daba mucho más miedo que las bombas o las incursiones. Y sin embargo, se dio cuenta de que no podía apartar aquellas sensaciones de su mente, no podía olvidar el placer que le había «infligido». Aquel recuerdo indeleble le hacía sentirse sucio y asqueado.

Uxtal odiaba aquel planeta, aquella ciudad, aquellas mujeres… y no soportaba sentirse tan completamente fuera de control. Durante años había sido como un equilibrista, siempre pendiente de lo que pasaría si no lograba mantener el equilibrio y estar despierto.

Pero, después de su aventura coital con Ingva, cuando más falta le hacían sus capacidades mentales, se le estaba haciendo muy difícil no venirse abajo.

Y entonces se inició un ataque a gran escala por toda la ciudad: explosiones en los lugares estratégicos, el sitio del palacio, la aparición repentina de naves de guerra Bene Gesserit en el cielo…

Los explosivos ocultos ya habían destruido algunas paredes del enorme complejo del laboratorio. Seguramente los saboteadores e infiltrados habían estado allí antes y habían señalado el laboratorio como una de las instalaciones importantes.

Dando tumbos, volvió al laboratorio principal y aspiró profundamente el intenso olor a productos químicos que envolvía los nuevos tanques axlotl. También notó el agudo olor a canela de los experimentos fallidos que Waff —que seguía muerto de miedo— había sugerido en los últimos días. De momento, lo dejaría encerrado en sus alojamientos.

Uxtal corrió por su vida. En su corazón sabía que, por más que Waff se esforzara, el proceso en sí estaba tocado. Lo cierto es que el maestro resucitado no recordaba los suficientes datos para crear especia. La metodología que había sugerido podía ser un buen comienzo, pero no es probable que diera los resultados deseados. Quizá tendrían que trabajar en colaboración para redescubrir el proceso. Pero no con Bandalong bajo ataque.

Y aun así, allá arriba había un carguero de la Cofradía. ¡Quizá el navegador Edrik le rescataría! Sin duda la Cofradía querría al ghola que le habían animado a crear… y a él. El navegador tenía que salvarlos a los dos.

Uxtal oyó voces y el zumbido de maquinaria por encima de las explosiones provocadas por el fuego de las armas y la artillería. Una voz gritó:

—¡Nos atacan! ¡Matres y hombres, defendednos! —El resto quedó ahogado por el ruido de las armas de fuego, pistolas de proyectiles y aturdidores de impulsos. Y Uxtal oyó algo más, que lo dejó paralizado a medio paso.

La voz de Ingva.

Sus músculos se sacudieron en respuesta al sonido, y sus piernas empezaron a llevarle involuntariamente hacia el lugar de donde provenía la voz. Estaba sexualmente dominado por aquella horrible mujer, y sentía el impulso irresistible de defenderla, de protegerla de la amenaza exterior. Pero no tenía armas, ni había sido entrenado en el arte del combate. Tras coger una tubería metálica de un montón de basura cerca de una pared derrumbada, corrió hacia la batalla, sin poder pensar con claridad.

Uxtal vio al menos a veinte Honoradas Matres enzarzadas en la lucha con un grupo mucho mayor de mujeres ataviadas con trajes negros de una pieza, cubiertos de púas. Las invasoras demostraban igual destreza en el uso de armas blancas y pistolas de proyectiles que con sus manos desnudas. ¡Las valquirias de la Nueva Hermandad! Blandiendo la tubería, Uxtal se unió a la refriega, saltando por encima de los cuerpos ensangrentados de las Honoradas Matres. Pero las brujas de negro lo arrojaron a un lado, como si no lo consideraran lo bastante digno para matarlo.

Con sus capacidades superiores para la lucha, las valquirias redujeron con facilidad a las Honoradas Matres. Una de ellas gritó:

—Dejad de luchar. ¡La Madre Superiora ha muerto!

Otra llegó corriendo desde palacio y gritó horrorizada:

—¡Hellica era un Danzarín Rostro! ¡Nos han engañado!

Uxtal se dejó caer, perplejo por lo que acababa de oír. Khrone le había obligado a trabajar en Bandalong, pero el investigador jamás había entendido por qué las Honoradas Matres colaboraban con los intereses esotéricos de los Danzarines Rostro. Sin embargo, si la Madre Superiora era un cambiador de forma de incógnito…

¡Ups…! Casi tropieza con una mujer que yacía en el suelo, lamentándose. La habían apuñalado, y aun así lo agarró con sus zarpas.

—¡Ayúdame! —Cuando oyó su voz fue como si hubiera movido un resorte en su interior, lo dominaba. Ingva. Sus ojos naranjas llameaban llenos de angustia. Su voz rasposa le daba un insistente tono de ira a su dolor—. ¡Ayúdame! ¡Ahora! —El costado le sangraba y, con cada aliento, la cuchillada se abría y se cerraba, como un pez boqueando.

Uxtal la imaginó dominándole, violándole con aquellas dotes sexuales antinaturales que incluso podían hacer caer a un eunuco. Su mano se aferraba a su pierna, pero no en una caricia. Las explosiones se sucedían a su alrededor por las calles. Ingva trató de maldecirle, pero no fue capaz de articular las palabras.

—Estás sufriendo.

—¡Sí! —La mirada agónica y furiosa que le dedicó indicaba que lo consideraba totalmente estúpido—. ¡Date prisa!

Uxtal no necesitaba oír más. No la podía curar, pero sí salvarla del dolor. En eso sí podía ayudarla. Él no era un guerrero, no había aprendido técnicas de combate; su cuerpo era pequeño y aquellas mujeres violentas lo habían quitado de en medio enseguida. Pero cuando su talón golpeó con toda la fuerza que pudo la garganta de su odiada Ingva, descubrió que era perfectamente capaz de partirle el cuello.

Ahora que había roto el terrible vínculo entre los dos, notó una peculiar sensación de vértigo en el estómago, y se dio cuenta de que tenía cierto grado de libertad, mucha más de la que había tenido en dieciséis años.

Las Honoradas Matres de Tleilax estaban perdiendo el combate, eso estaba claro… y estrepitosamente. Y entonces en el cielo vio otras dos naves que bajaban hacia el complejo de los laboratorios. Eran diferentes de las naves de ataque de las brujas, y reconoció el emblema de la Cofradía en los lados del casco. ¡Naves de la Cofradía, aterrizando subrepticiamente en mitad de la batalla!

Seguro que iban a rescatarles, a él y al ghola de Waff, que seguía en sus alojamientos privados. Tenía que ir a donde Edrik pudiera encontrarle.

Nuevas explosiones golpearon el lado del edificio principal del laboratorio. Una bomba aérea derrumbó la sección donde tenían a los numerosos gholas más jóvenes, y una gran columna de fuego se elevó en el aire. Todos los candidatos alternativos estallaron en una explosión de fuego y humo, volvieron a convertirse en pequeñas motitas de material celular. Uxtal contempló aquello con expresión decepcionada, y luego corrió a buscar un refugio. De todos modos, todos aquellos extras tampoco hacían falta.

Las dos naves de la Cofradía ya habían aterrizado cerca del laboratorio medio destruido y habían enviado sigilosos exploradores. Pero no podría llegar hasta ellos. Una nave de la Nueva Hermandad pasó volando muy bajo, buscando objetivos. Y vio a un grupo de brujas que estaban peinando las calles. No podría eludirlas.

De momento, tendría que esconderse y esperar a que la batalla pasara. Al tleilaxu perdido no le importaba qué bando ganara, ni si se destruían unas a otras. Estaba en Tleilax. Aquel era su hogar.

Viendo que la atención de las atacantes estaba en otro sitio, Uxtal se escabulló, pasó bajo una verja y corrió por un campo fangoso hacia la granja de sligs. ¿Quién iba a interesarse por un sucio granjero de casta inferior como Gaxhar? Allí estaría seguro. ¡Pediría refugio al anciano!

Tratando de encontrar un escondrijo, Uxtal llegó a una zona de pocilgas donde Gaxhar tenía a sus sligs más gordos. Al mirar atrás, a su laboratorio en llamas, vio a un grupo de valquirias avanzando rápidamente por aquel campo. Qué mala suerte… pronto estarían allí, seguro. Pero ¿por qué preocuparse por un hombre que criaba sligs? Otras guerreras estaban registrando edificios próximos, buscando a posibles Honoradas Matres emboscadas. ¿Le habrían visto?

Uxtal se agachó para que no le vieran y se metió en una cuadra cenagosa y vacía separada por una verja de la cuadra donde estaban los sligs más hermosos. Allí, elevado sobre unos bloques de piedra, había un pequeño cobertizo para guardar pienso y por debajo quedaba un pequeño espacio vacío. Uxtal se escurrió como pudo bajo el cobertizo. Allí debajo aquellas mujeres dominantes —del bando que fuera— no podrían encontrarle.

Agitados por su presencia, los sligs empezaron a arrastrarse por el fango y emitir aquellos chillidos peculiares del otro lado de la verja.

El hedor y la suciedad le daban ganas de vomitar.

—Casi es hora de comer —dijo una voz.

Retorciéndose para tratar de ver algo, Uxtal vio al anciano granjero ante la verja, mirándole por entre los tablones. El hombre empezó a arrojar pedazos ensangrentados de carne cruda —más miembros de cuerpos humanos— en la cuadra vacía. Algunos aterrizaron muy cerca, y Uxtal los apartó.

—¡No hagas eso, idiota! Estoy tratando de esconderme. ¡No llames la atención sobre mí!

—Ahora estás manchado de sangre —dijo Gaxhar con una voz espeluznantemente tranquila—. Y eso podría atraerlos hacia ti.

El hombre levantó la verja con indiferencia y dejó pasar a los sligs hambrientos. Cinco: un número nada propicio. Aquellas criaturas eran como losas de carne, sus cuerpos fofos estaban recubiertos de una espesa mucosidad, y sus barrigas planas estaban bordeadas por unas bocas trituradoras capaces de convertir cualquier materia orgánica en unas gachas digeribles.

Uxtal trató de apartarse.

—¡Sácame de aquí! ¡Te lo ordeno!

El slig más voluminoso se introdujo por la abertura donde el tleilaxu perdido estaba atrapado y cayó sobre él. Y los otros llegaron detrás, empujando, chocando entre ellos para llegar a la carne fresca. Sus escandalosos gruñidos ahogaron los gritos de Uxtal.

—Me gustaba más cuando todos los maestros estaban muertos —­musitó Gaxhar.

A lo lejos el granjero oía disparos y explosiones. La ciudad de Bandalong era un infierno, pero la batalla no se acercó ni remotamente a su granja. Los obreros de casta inferior de las chabolas no eran dignos de atención.

Más tarde, cuando sus sligs terminaron de comer, Gaxhar sacrificó al más grande, el mejor, criado con esmero. Y esa noche, mientras en la ciudad la batalla daba sus últimos coletazos, invitó a unos amigos del pueblo a un banquete.

—No hace falta que sigamos reservando la mejor carne para gente indigna —les dijo.

Había improvisado una mesa y una silla con unas cajas y tablones. Sus invitados se sentaron en el suelo. Y, en aquel entorno humilde, los tleilaxu de casta inferior comieron hasta que el estómago les dolió, y más.

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