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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (12 page)

BOOK: Cazadores de Dune
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—Hace un mes que Rinya se fue. La echo mucho de menos. —Murbella caminaba junto a Janess, mientras se dirigían a los búngalos para las acólitas, y veía que su hija trataba de disimular la angustia.

A pesar de sus propios sentimientos, la madre comandante mantuvo una expresión distante.

—No hagas que pierda a otra hija, o a otra posible Reverenda Madre. Cuando llegue el momento, debes estar totalmente segura de que estás preparada para la Agonía. Que tu orgullo no te lleve a precipitarte.

Janess asintió estoicamente. No pensaba hablar mal de su gemela perdida, pero las dos sabían que Rinya se había enfrentado a la prueba mucho menos convencida de lo que había dicho. Y sin embargo había ocultado las dudas bajo una apariencia de arrojo. Y eso la había matado.

Una Bene Gesserit debía ocultar sus emociones, desechar cualquier vestigio de amor enajenante. En otro tiempo, Murbella también quedó atrapada por el amor, enredada y debilitada por su relación con Duncan Idaho. Perderle no la había liberado, y el hecho de pensar que seguía allá afuera, en medio del vacío, inimaginablemente lejos, le producía una sensación de dolor permanente.

A pesar de su postura oficial, hacía tiempo que la Hermandad sabía que es imposible suprimir del todo el amor. Como curas y monjas de alguna religión obsoleta, las Bene Gesserit tenían que renunciar al amor por una causa más importante. Pero a la larga, renunciar a todo para protegerse de una supuesta debilidad no funcionaba. No podías salvar a un humano obligándole a renunciar a su humanidad.

Al permanecer en contacto con las gemelas y hacer un seguimiento de su adiestramiento, e incluso revelarles la identidad de sus padres, Murbella había roto la tradición de la Hermandad. A la mayoría de jóvenes que entraban en las escuelas Bene Gesserit se les decía que tenían que realizar su potencial sin «la distracción de las ataduras familiares». La madre comandante mantenía las distancias con sus dos hijas menores, Tanidia y Gianne. Pero había perdido a Rinya, y se negaba a apartarse de Janess.

Ahora, tras una sesión de entrenamiento en técnicas de lucha combinadas de Bene Gesserit y Honoradas Matres, las dos se dirigían hacia donde Janess vivía con sus compañeras, y cruzaron el jardín oeste de la torre de Central. La joven aún llevaba puesto el traje blanco de combate, arrugado y manchado de sudor.

La madre comandante mantuvo un tono neutral, aunque también ella sentía un gran dolor en el corazón.

—Debemos seguir con nuestras vidas. Aún tenemos muchos enemigos a los que enfrentarnos. Rinya lo querría así.

Janess se irguió.

—Sí, lo querría. Creía en lo que dices del Enemigo. Y yo también.

Algunas hermanas dudaban que existiera una situación de emergencia como decía la madre comandante. Las Honoradas Matres habían vuelto a toda prisa al Imperio Antiguo, convencidas de que era el fin. Pero antes de que Murbella pudiera eliminar los cimientos de las Bene Gesserit, unas cuantas mujeres exigieron pruebas de la existencia de aquel terrible oponente que supuestamente acechaba ahí fuera. Ninguna Honorada Matre se había adentrado nunca lo bastante en las Otras Memorias para recordar su pasado; ni siquiera Murbella recordaba los orígenes de las suyas en la Dispersión, y no sabía cómo toparon por primera vez con el Enemigo ni lo que había provocado su ira genocida.

Murbella no podía creer tanta estupidez. ¿Acaso pensaban que los cientos de planetas eliminados por epidemias eran fruto de la imaginación de las Honoradas Matres? ¿Habían creado con su simple voluntad las poderosas armas que utilizaron para eliminar Rakis y tantos otros planetas?

—No necesitamos más pruebas para saber que el Enemigo está ahí fuera —dijo Murbella con voz cortante a su hija, mientras seguían un seto seco y espinoso—. Y ahora viene a por nosotras. A por todas. Dudo que el Enemigo haga distinciones entre las facciones de nuestra Nueva Hermandad. Sin duda Casa Capitular está en su punto de mira.

—Si nos encuentran —dijo Janess.

—Oh, nos encontrarán. Y nos destruirán si no estamos preparadas. —Miró a la joven; veía tanto potencial en su rostro…— Que es la razón por la que necesitamos a tantas Reverendas Madres como sea posible.

Janess se había entregado a sus estudios con una determinación que habría sorprendido incluso a su gemela, tan obsesiva y enérgica. Luchando con pies y manos, girando, rodando, agachándose, la joven podía golpear a su adversaria desde cualquier lado y rodearla con velocidad y potencia.

Ese mismo día, Janess se había enfrentado a una joven alta, enjuta y fuerte llamada Caree Debrak. Caree era una alumna salida del grupo de Honoradas Matres conquistado más recientemente. Y utilizó aquella competición como excusa para dar rienda suelta a su ira. Ella iba a hacer daño. Janess había practicado los movimientos de su lección, y esperaba un combate limpio, pero la joven Honorada Matre atacó con violencia, rompiendo todas las normas, y estuvo a punto de partirle los huesos. La Bashar que se ocupaba del entrenamiento en lucha cuerpo a cuerpo las había separado.

El incidente preocupaba a Murbella enormemente.

—Has perdido frente a Caree porque las Honoradas Matres no tienen inhibiciones. Si quieres vencer, debes aprender a estar a su altura en esto.

En los pasados meses, Murbella había detectado una fea corriente subterránea, sobre todo entre las alumnas más jóvenes. Aunque en teoría todas eran parte de la Hermandad unificada, seguían insistiendo en segregarse, llevaban sus propios colores e insignias, y formaban camarillas claramente definidas por su herencia como Bene Gesserit u Honoradas Matres. Algunas de las más radicales, disgustadas con aquel aire conciliador, se negaban a aprender o a comprometerse, huían al norte y creaban nuevos asentamientos, incluso después de la ejecución de Annine.

Cuando se acercaban a los barracones de las acólitas, a través de los setos espinosos Murbella oyó un clamor de voces furiosas. Volvieron una esquina en el sendero del jardín y llegaron a la zona comunitaria, una extensión de hierba mustia y caminos de gravilla que había ante los búngalos. Normalmente las acólitas se reunían allí para jugar, hacer picnics o para encuentros deportivos, aunque una inesperada tormenta de polvo había dejado los bancos cubiertos de una capa de arenilla.

Ese día, la mayor parte de alumnas estaban sobre el césped quemado como si fuera un campo de batalla. Más de cincuenta jóvenes con hábitos blancos, todas acólitas, divididas claramente en dos grupos: Bene Gesserit y Honoradas Matres, que saltaron sobre las otras como animales.

Murbella reconoció a Caree Debrak entre las combatientes. La joven derribó a una rival con una fuerte patada en la cara y luego saltó sobre ella como un depredador hambriento. Mientras la joven caída se debatía y contraatacaba, Caree la cogió por los pelos, saltó sobre su pecho y tiró hacia arriba con fuerza suficiente como para arrancar un árbol del suelo. El sonido enfermizo de la garganta al partirse se oyó incluso por encima del frenesí de las peleas.

Sonriendo, Caree dejó el cuerpo sobre la tierra seca y giró buscando un nuevo oponente. Las acólitas con bandas naranjas de Honoradas Matres en los brazos atacaban a sus rivales con abandono y fiereza, golpeando con puños y pies, tirando, utilizando incluso los dientes para arrancar la carne. Ya había más de una docena de jóvenes tiradas como despojos sanguinolentos sobre la hierba seca. Gritos de ira, dolor y desafío brotaban de gargantas indisciplinadas. Aquello no era un juego, ni una clase práctica.

Apabullada ante aquel comportamiento, Murbella gritó.

—¡Basta! ¡Detened esto, todas!

Pero las acólitas, con la adrenalina a cien, siguieron desgarrando y gritándose unas a otras. Una joven, una Honorada Matre, se adelantó dando tumbos, con las manos como garras que saltaban ante cualquier ruido; las cuencas de sus ojos eran hoyos ensangrentados y ciegos.

Murbella vio a dos jóvenes Bene Gesserit derribarla y arrancarle la banda naranja del brazo. Las Bene Gesserit le golpearon el esternón con el puño una y otra vez, hasta matarla.

Caree saltó con los pies por delante sobre aquel par, y las alcanzó a la vez. Con el golpe le partió el cuello a una, pero la otra contraatacó. Mientras su compañera se derrumbaba, barboteando y ahogándose con su sangre, la otra rodó y se incorporó de un salto, al tiempo que aferraba una piedra que antes formaba parte del decorado del jardín.

Guardas, supervisoras y Reverendas Madres llegaron corriendo desde la torre. La bashar Aztin iba al frente de sus soldados, y Murbella se dio cuenta de que llevaban pesadas armas aturdidoras. La madre comandante gritó en medio de aquel alboroto, utilizando la Voz para que sus palabras golpearan a quienes la escuchaban como proyectiles. Pero el alboroto era tan grande que ninguna de las acólitas pareció oírla.

Lado a lado, Janess y Murbella se metieron entre las acólitas y empezaron a golpear a unas y a otras, independientemente de si llevaban bandas naranjas o no. Murbella reparó en la intensidad cada vez mayor con que golpeaba su hija, volcando su cuerpo entero en los movimientos de combate.

Murbella agachó la cabeza y golpeó a una alegre y victoriosa Caree Debrak, haciéndola caer con contundencia al suelo. Podría haber asestado fácilmente un golpe fatal, pero se contuvo y se limitó a dejarla fuera de combate.

Jadeando, con arcadas, Caree rodó sobre su cuerpo y miró con rabia a Murbella y Janess. Se incorporó, vacilante.

—¿No has tenido bastante antes, Janess? ¿Quieres más de lo mismo? —Y trató de golpearla con el puño.

Janess se controló con un visible esfuerzo, y se limitó a esquivar el golpe, pero no contestó.

—Se necesita más destreza para evitar una confrontación que para enzarzarse en ella. Es un axioma Bene Gesserit.

—¿Qué me importan a mí los axiomas de las Bene Gesserit? —­escupió Caree—. ¿Tienes algún pensamiento que sea tuyo? ¿O te limitas a pensar como tu madre y repetir los dichos de un viejo libro?

Caree apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando asestó una fuerte patada. Pero Janess, anticipándose, hizo una finta a la izquierda y golpeó a su oponente con el puño en la sien. La joven Honorada Matre cayó de rodillas, y Janess le asestó una patada en la frente que la hizo caer hacia atrás.

Finalmente, la escaramuza fue perdiendo intensidad, mientras seguían llegando mujeres para separarlas. Había restos de la lucha por todo el césped. Una andanada de fuego aturdidor hizo que varias de las acólitas que seguían peleando cayeran al suelo, inconscientes pero vivas.

Respirando hondo, Murbella contempló el campo de batalla con ira y desagrado.

—¡Vuestras bandas naranjas han causado esto! —gritó a las Honoradas Matres—. ¿Por qué pavonearos de vuestras diferencias en lugar de uniros a nosotras?

Mirando de reojo, Murbella vio que Janess se había colocado en posición para defenderla. Sí, tal vez aún no estaba preparada para la Agonía de Especia, pero estaba preparada para aquello.

Las acólitas supervivientes empezaron a regresar a sus alojamientos. Dando voz a los pensamientos de su madre, Janess les gritó por encima de los cadáveres que había repartidos sobre la hierba marrón.

—¡Mirad todos los recursos que hemos desperdiciado! Si seguimos así, no hará falta que el Enemigo acabe con nosotras.

15

Una vez el plan está creado, cobra vida propia. El solo hecho de concebir y construir un plan lleva consigo el sello de la inevitabilidad.

B
ASHAR
M
ILES
T
EG
, informe sumarial tras la victoria en Cerbol

Cuando estaba de ánimo combativo, Garimi podía ser tan obstinada como la más endurecida Bene Gesserit. Sheeana dejó que la hermana, con su rostro sobrio, permaneciera ante la asamblea y criticara el proyecto de los gholas históricos, con la esperanza de que perdiera fuelle antes de terminar. Por desgracia, muchas de las hermanas que ocupaban los asientos de detrás musitaban y asentían, completamente de acuerdo con los puntos que mencionaba.

Y así damos origen a más facciones,
pensó Sheeana suspirando por dentro.

En la cámara de reuniones más grande de la no-nave, más de un centenar de hermanas refugiadas seguían con aquel debate aparentemente interminable sobre lo acertado de crear gholas con las células misteriosas de Scytale. Parecía imposible llegar a un compromiso. Dado que habían abandonado Casa Capitular para conservar su pureza Bene Gesserit, Sheeana insistía en mantenerse abierta al debate, pero aquello ya duraba más de un mes. No quería tener que forzar una votación con semejante disensión. Todavía no.

En otro tiempo, todas estuvimos unidas por una causa común…

—Propones este plan imperfecto como si no tuviéramos elección —­dijo Garimi desde la primera fila—. Incluso la más inculta de las acólitas sabe que tenemos tantas opciones como nosotras queramos.

Las palabras de Duncan Idaho penetraron limpiamente en medio de aquel breve silencio, aunque nadie había pedido su opinión.

—Yo no he dicho que no tuviéramos elección. Simplemente, creo que esta podría ser nuestra mejor opción. —Él y Teg estaban sentados junto a Sheeana. ¿Quién conocía mejor los peligros, dificultades y ventajas de los gholas que ellos dos? ¿Quién comprendía a aquellas figuras históricas mejor que el propio Duncan?

—El maestro tleilaxu —siguió diciendo Duncan— nos ofrece un medio para fortalecernos con las figuras clave de un arsenal de expertos y líderes del pasado. Poco sabemos del Enemigo al que hemos de enfrentarnos, y sería una necedad rechazar cualquier posible ventaja.

—¿Ventaja? Estas figuras históricas son un auténtico rosario de vergüenza para las Bene Gesserit —dijo Garimi—. Dama Jessica, Paul Muad’Dib… y, el peor de todos, Leto II, el Tirano.

La voz de Garimi sonaba cada vez más aguda. Una de sus compañeras, Stuka, añadió con firmeza:

—¿Acaso has olvidado tu adiestramiento Bene Gesserit, Duncan Idaho? Tu razonamiento no es lógico. Todos los gholas de los que hablamos son reliquias del pasado, sacadas directamente de la leyenda. ¿Qué relevancia pueden tener en la crisis que nos ocupa?

—Lo que les falte en relevancia, lo tienen en perspectiva —señaló Teg—. Solo por toda la historia que esas células llevan consigo basta para marear a eruditos y académicos. Sin duda, entre tantos genios y héroes encontraremos conocimientos útiles para cualquier situación a la que nos enfrentemos. El hecho de que los tleilaxu se esforzaran tanto por conseguir y conservar estas células durante siglos ya nos dice lo especiales que deben de ser.

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