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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (35 page)

BOOK: Categoría 7
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—Todavía no he acabado.

—Ah. Bueno, es interesante —afirmó Carter, encogiéndose de hombros—. Hace muchas conjeturas. No es el tipo de trabajo que hubiera soportado el examen científico cuando tú y yo publicábamos, pero comprendo que puede llamar la atención. —Volvió a hacer una pausa—. ¿Has leído lo suficiente como para llegar a donde ella empieza a sugerir causas no naturales para el incremento de las tormentas objeto de su estudio?

Richard asintió.

—Me sorprende que hayas dejado que tu nombre se relacionara con algo semejante —dijo Carter con calma—. Esa nota al pie me hizo pensar en cuál habría sido tu influencia.

—No he tenido ninguna «influencia» —respondió Richard, con un destello de frialdad en su voz mayor de lo que había sido momentos antes—. Discutimos sobre las tormentas unas cuantas veces. Cuando me dijo que estaba escribiendo un trabajo, le aconsejé que lo dejara de lado, porque lo único que conseguiría con sus preguntas sería plantear otras preguntas, más desagradables, y que la colocarían a ella en los márgenes de la ciencia.

—Pero ella no te hizo caso.

—Es una mujer adulta y una profesional. No tenía por qué escucharme. No trabaja para mí.

—Es cierto. Trabaja para mí. —Carter apartó la mirada del canal de Long Island y miró a su colega a los ojos—. Y yo también pienso que sería mejor que sus preguntas quedaran sin respuesta. Así que me gustaría saber exactamente qué discutiste con ella.

Richard no dijo nada durante varios minutos, con los músculos de la mandíbula tensos, sin vestigios del comportamiento desenfadado anterior.

—Si me estás preguntando lo que creo, preferiría que te fueras de mi casa.

—¿Sin el beneficio de una respuesta?

—No mereces una respuesta —respondió Richard con frialdad, bajando el volumen de su voz de modo que Carter tuvo que esforzarse para oírlo—. Nunca he dicho una palabra sobre mi pasado a nadie, y desde luego no a Kate. Sus preguntas son válidas, a pesar de que me cueste admitirlo. —Hizo una pausa—. Voy a decirte lo que pienso de esas tormentas, Carter. Son demasiado parecidas a lo que vi mucho tiempo atrás. Y yo creo que tus huellas dactilares están sobre ellas.

Carter enarcó una ceja, y luego lanzó una breve carcajada, tratando de ocultar el placer que sentía por el reconocimiento.

—¿Mis huellas dactilares? Cuando leí el trabajo de Kate admito que vi muchas similitudes con parte de nuestros antiguos trabajos. Ella tiene muy buen ojo para todo lo que sea análisis pormenorizado. Pero ¿por qué pensaste en mí en lugar de alguno de nuestros viejos amigos? ¿O tal vez nuestros amigos extranjeros? Me siento algo halagado.

—Nadie más estaba investigando el tema —dijo Richard sin énfasis—. Si la compañía hubiera querido que continuara, nosotros habríamos sido los encargados de trabajar en el asunto. Y nuestros amigos extranjeros nunca tuvieron la tecnología y tampoco supieron jamás que nosotros contábamos con ella. Todas las evidencias te señalan, Carter. Dejaste la compañía con un amargo sabor de boca.

—Estás hablando de millones de dólares, Richard, por no decir miles de millones.

—Otro elemento que tú, y sólo tú, posees. Y los costes son mucho menores cuando uno trabaja fuera del sistema, ¿verdad?

No existen controles ni reglamentaciones por las que preocuparse.

—No sabría decirte.

—¿Qué es lo que en las novelas buscan siempre los detectives? ¿Medios, motivos y oportunidad? No estoy seguro de cuáles serían tus motivos, pero estoy seguro de que los tendrás. Y los medios y la oportunidad están bien claros.

—¿Novelas de detectives? Me decepcionas. Siempre me diste la impresión de que te dedicabas a una literatura más seria.

Richard negó con la cabeza, sonriendo con amargura.

—Admítelo de una vez. Hubo tormentas a pequeña escala, que para mi inquietud fueron muy parecidas a nuestras pruebas iniciales. ¿Qué estás esperando? ¿O acaso ya has planeado algo más dramático?

—Lo que estás sugiriéndoos pura fantasía. De hecho, suena como si te hubieras pasado al otro lado. Dentro de poco asistirás a las convenciones de
Star Trek.

Richard se puso de pie, perdiendo claramente la paciencia con aquella conversación, pero manteniéndose bajo control.

—Sé lo que hay que buscar, Carter —le dijo sin emoción—. Vi tu firma. Disminuí la velocidad de las imágenes y las analicé en detalle, casi a nivel de píxeles. Vi las descargas infrarrojas.

Carter se quedó inmóvil.

—Relámpagos.

—No. Distinta frecuencia de onda, menor duración y en línea recta. Eran descargas infrarrojas a baja altura, Carter. La única ocasión que tuve de ver algo similar fue hace unos treinta años, cuando surgieron de la punta de nuestro láser. Y los resultados acabaron con la vida de personas entonces, de la misma forma que mataron a personas la semana pasada, y el mes pasado, y el mes anterior. La única diferencia entre entonces y ahora es que en aquella época nos considerábamos científicos. Ahora, tú eres un psicópata y un asesino en serie. Por favor, lárgate.

Los latidos del corazón de Carter se aceleraron y perdieron el ritmo al escuchar las ofensivas palabras. Se puso de pie lentamente, luchando contra el mareo y controlando su respiración. Sabía que el sudor en el cuero cabelludo no tenía nada que ver con la calidez de la noche de verano.

—Estás equivocado, Richard. —Tenía que obligarse a pronunciar las palabras.

—No estoy equivocado. Estás enfermo. —Richard dio media vuelta y comenzó a alejarse, pero luego se detuvo y se volvió a mirar a Carter a los ojos—. Lo que no puedo entender es por qué demonios lo estás haciendo. ¿Juegas a ser Dios? ¿Qué es lo siguiente en tu agenda, Carter, ahora que puedes fabricar tormentas? ¿Vas a dedicarte a salvar al mundo, como dijiste que querías hacer? ¿O vas a intentar controlarlo, como intentas controlar todo lo que tocas? Eres un enfermo, retorcido y egocéntrico bastardo, Carter. No puedes hacer esto. Yo no sé cuáles son tus objetivos, pero no puedes hacer esto.

Su respiración y su equilibro volvieron a la normalidad, y la ira de Carter se desató.

—Claro que puedo —dijo suavemente, y observó como la expresión de Carter pasaba del desprecio a la incredulidad—. Y no soy un asesino, no más que tú. ¿O te has olvidado de lo que hicimos para la prueba final? El enorme tifón
Bess
fue la tormenta más destructiva ese año en el Pacífico, y la creamos nosotros. Vientos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, de doscientos cuando tocó tierra en Taiwán, y todavía le quedaron fuerzas cuando cruzó el estrecho y llegó al continente. Treinta y dos muertos, miles de desplazados. Y ésa fue sólo una de nuestras creaciones. Hubo otras. Ese año se perdió mucho arroz, ¿no es cierto, Richard?

El sol había caído detrás del horizonte. La larga pausa entre ambos hombres fue ahogada por los sonidos de la noche en la orilla del agua: cigarras, ranas, el ocasional zumbido del motor de un bote lejano, las apagadas risas de una fiesta cercana.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Richard, mirando hacia el estrecho, más allá de Carter.

—Tal como lo describiste. Sin controles y con mi propio dinero. —Carter sonrió, fortalecido por la expresión en los ojos de Richard, una expresión cercana al miedo. El desprecio que la acompañaba no lo preocupaba—. Alejado de la costa. En países pobres que aceptaban los fondos que llegaran al igual que sus investigadores y burócratas.

Pudo ver cómo la garganta de su antiguo colega se movía al tragar saliva.

—¿Construiste el láser? —Su voz era baja y casi ronca.

Carter asintió una vez, con fuerza.

—No es como el otro. Es más poderoso y compacto. Te impresionaría.

—¿Qué planeas hacer con él?

—Cosas buenas, Richard. Cosas necesarias. Voy a deshacer algo del daño que le hemos hecho a la tierra y a liberar a los occidentales de la tecnología que los ha esclavizado. Voy a comenzar en el este de África central, en lo que alguna vez fue la cuna de la vida. —Se balanceó sobre sus talones, casi regodeándose—. Voy a restablecer el Edén. Pero primero tengo que incluir todo esto en su contexto para que la gente comprenda.

Richard frunció el ceño.

—¿De qué estás hablando?

—He descubierto que la gente aprende mejor y más rápidamente cuando le enseñas utilizando ejemplos. Seguramente has descubierto lo mismo durante tus años de profesor —ironizó Carter, dejando traslucir, por fin, por su tono, el desprecio por todo lo que Richard había simbolizado en el transcurso de la conversación.

—Carter, ¿qué es lo que vas a hacer? —exigió Richard, alzando levemente la voz.

—No, Richard. Lo que quieres saber es lo que estoy haciendo.

Permanecieron de pie en la creciente oscuridad, mirándose uno al otro. La sonrisa de Carter se ensanchó mientras observaba cómo Richard repasaba mentalmente la conversación hasta llegar a la conclusión correcta.


Simone
—exclamó por fin, con la voz algo ahogada.

—Sí, Richard.
Simone
. —Hizo una pausa y dejó escapar el aire en lo que casi fue un suspiro—. Era un pequeño grupo de sucias nubes cuando la vi por primera vez en las imágenes de satélite, y ella me habló, me ayudó a entender lo que necesitaba hacer. —Se encogió de hombros—. Ella no tenía destino hasta que yo la descubrí. Y ahora transformará la comprensión del mundo sobre cómo y por qué la humanidad y la naturaleza deben trabajar juntas. Ella nunca será olvidada. Y yo tampoco.

—Tienen que detenerte. —Richard se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la casa con un propósito demasiado firme como para complacer a Carter.

«Va a hacer una llamada de teléfono».

No importaba a quién. Sin detenerse a planear lo que haría después, Carter corrió hacia Richard y lanzó todo el peso de su cuerpo contra el hombre más alto y atlético, haciéndolo caer con un gruñido.

La caída lo dejó sin aire, Richard no pudo reaccionar de inmediato y Carter sacó ventaja de esos pocos segundos. Tomando a su antiguo amigo por la cabeza, tiró de ella hacia atrás y la estrelló contra el suelo, una y otra vez, sin que su cerebro fuera capaz de registrar el húmedo sonido de los golpes. Transcurridos unos momentos, la realidad despejó la nube de furia en la mente de Carter y se dio cuenta que el cuerpo del hombre que sujetaba no ofrecía resistencia. Estaba muerto.

Carter hizo girar el cuerpo de Richard y lo puso boca arriba, respirando agitadamente mientras observaba el cielo oscurecerse y las finas nubes que lo adornaban. El doloroso latir de su corazón le retumbaba en los oídos, bloqueando los ruidos de la noche. Cerró los ojos e intentó controlar su respiración.

No había habido opción a decidir. Había tenido que hacerlo.

Nadie sabía que estaba allí, a menos que Richard se lo hubiera mencionado a alguien. Carter no se lo había dicho a nadie. Ni su asistente, ni siquiera Iris sabía que había planeado reunirse con su antiguo colega. Lo único que los relacionaba era la llamada telefónica que había hecho la noche anterior.

Debido a la hora y al carácter del encuentro, no corría riesgo alguno de que el cuerpo se descubriera esa noche. Mañana sería domingo; Richard no tenía que volver a salir al aire hasta el lunes por la mañana. Aquel lugar no se podía ver desde la calle. Si nadie lo iba a visitar, Carter dispondría de treinta y seis horas hasta que descubrieran el cadáver. Había tiempo más que suficiente para salir de allí, de Nueva York, y regresar a Iowa. Tendría su reunión por la mañana con Davis Lee y volaría de regreso a su casa como había planeado. Para entonces, el mundo tendría asuntos más urgentes de que ocuparse. Raoul ya estaría en el aire y se aproximaría a la zona de ataque.
Simone
se convertiría en un huracán de categoría 5 en menos de una hora.

Satisfecho con su decisión, su respiración se fue normalizando. Abrió los ojos y se sentó con cuidado. Le dolía el cuerpo por la desacostumbrada actividad. Se sacó la tierra y la sangre de las manos, cuidando de limpiarse en la hierba en vez de en su ropa, y miró al cadáver a su lado. Nunca había visto uno de cerca. Había una inmovilidad en él aterradora y que no podía confundirse con la simple pérdida de consciencia.

Se puso primero de rodillas y luego de pie, con esfuerzo, sacudiéndose la hierba y los pedacitos de hojas de su ropa y agarró su Coca-Cola y el vaso de la mesa del patio. Con un paso tan decidido como el de Richard, se dirigió a su coche, se subió a él y se marchó.

Sábado, 21 de julio, 20:00 h, McLean, Virginia.

No le había llevado mucho tiempo a Jake conseguir los nombres de los investigadores climáticos. Todo lo que había hecho para evitar el protocolo había sido telefonear a Tom Taylor. Todavía no estaba seguro de quién demonios era Taylor, pero la microficha original, con los nombres, le había sido entregada en una hora, junto con la noticia de que, varias horas antes, el alcalde había anunciado un plan de evacuación voluntario. Jake ignoró el dato y regresó a su investigación sin otro pensamiento.

Los integrantes del grupo de investigación lo habían sorprendido, pero dos de ellos destacaban sobre los demás, haciendo que su cerebro se acelerara. Richard Carlisle, el Meteorólogo del País, y Carter Thompson, el Señor Vaqueros Verdes con miles de millones de dólares.

Ambos eran figuras conocidas y respetadas a nivel nacional, pero ninguno había estado vinculado con investigaciones climatológicas, al menos públicamente. Sin embargo, ambos tenían relación con Kate Sherman, y ella estaba despertando un vivo interés entre los seguidores de teorías conspirativas mientras se acercaba demasiado a lo que se podía denominar seguridad nacional.

Podía ser una coincidencia.

Pero también podía no serlo.

Trató de sacarse de encima el frío que le había anudado la boca del estómago, y volvió a su cubículo, varios pisos más arriba, para empezar a revisar sus datos a la luz de la reciente información. Dos horas después, se encontró mirando fijamente uno de los monitores, preguntándose si su cerebro estaba exhausto y estaba viendo cosas que no existían o si se había topado con algo que antes había pasado por alto. A esas alturas, estaba dispuesto a considerar casi cualquier cosa.

Las tormentas que había estado analizando habían tenido lugar a lo largo de varios meses y en áreas dispersas limitadas por el Ecuador, el norte de Francia, la Costa Oeste de los Estados Unidos y el extremo oriental de África. Si eran tormentas fabricadas por el hombre, la variedad de las mismas podía haber sido un esfuerzo deliberado por ocultarlas. Cuando ordenaba la lista por fechas, era un reflejo de clima azaroso pero normal. Pero cuando colocaba la lista según la ubicación de las tormentas, independientemente de las fechas en las que habían tenido lugar, notó que aparecía un patrón de conducta. La hora en que se habían originado. Y cuando era traducida a la hora universal, esa franja horaria era aún más evidente: independientemente del mes, año o ubicación geográfica, cada una de las tormentas había dado comienzo dentro del mismo lapso de dos horas.

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