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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (34 page)

BOOK: Categoría 7
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Para Kate, todo empezaba a ser un tanto siniestro. Pero para la población en general, en los Estados Unidos, el verano había sido casi perfecto. Para los meteorólogos y expertos en medio ambiente del país, sin embargo, eso sólo significaba que las aguas de la costa continuarían calentándose, generando una intensa y mortífera segunda mitad de la temporada de huracanes, que era exactamente lo que estaba sucediendo en ese momento.

Sorprendida, Kate se dio cuenta de que estaba sobre los enormes cañones que sobresalían de la arena, y siguió al resto del grupo hacia el agujero negro que había terminado con la carrera del
San Diego.

Capítulo 33

Desde su ubicación a veinticinco kilómetros de la próspera y poblada costa de Georgia,
Simone
estaba haciendo visible su presencia. Vientos huracanados barrían las islas más cercanas, cambiando su geografía, arrancando los cultivos plantados con esmero, achatando las dunas y demoliendo las enormes casas frente al mar. Los muros de hormigón eran pulverizados para volver a sus humildes orígenes, reducidos a montones de fragmentos de conchas y cemento. Automóviles sin conductor se deslizaban por las carreteras inundadas. Las furiosas aguas se metían por debajo de las puertas y por las terrazas, dejándolas cubiertas con los retorcidos despojos de los jardines destruidos y de la vanidad humana.

Los únicos objetos que se movían por propia voluntad eran las furgonetas de brillantes logotipos de las agencias de noticias. Recorrían las zonas devastadas, no en busca de supervivientes sino con el único objeto de alimentar el voraz apetito de los habitantes de otros lugares, más secos. Una de ellas se detuvo frente a una mansión antes hermosa y que ahora presentaba sus persianas desencajadas, colgando enfermizas de los pararrayos que sobresalían de los destrozados tejados.

Con cuidado, una mujer joven salió de una furgoneta, con su anorak amarillo brillante apretado contra el cuerpo, los hombros y la cabeza bajos para enfrentarse al viento. A pocos pasos de distancia del vehículo, se detuvo y se dio la vuelta, recostándose contra una columna de ladrillos de colores claros que alguna vez había sostenido el portal de acceso a la casa.

Cuando dio la señal, la puerta de la camioneta se abrió y una figura vestida de modo similar bajó de ella; la cámara sobre su hombro, pesada y protegida, disminuyendo su ya escasa estabilidad. La pequeña antena de satélite en el techo de la furgoneta comenzó a girar con lentitud, y a su indicación, la mujer acercó el micrófono a su rostro, se apartó la capucha y comenzó a hablar, intentando hacerse oír por encima del viento.

El viento le golpeó la cara, el agua le entró en los ojos y la arena y tierra en los oídos, en la nariz, en la boca, en la piel. Un rayo hizo estruendoso contacto con la antena, derribando hacia un lado la furgoneta sobre el cámara. La cámara se deslizó hasta los pies de la mujer, con el agua fluyendo enrojecida a su paso. Sus gritos no se oyeron en la oscura mañana, mientras ella corría hacia el vehículo que ahora comenzaba a desplazarse bajo la fuerza del viento, dejando pulposos restos humanos esparcidos en charcos sobre el asfalto. La antena del satélite se desprendió y voló hacia los árboles, descansando en precario equilibrio en medio de una maraña de ramas retorcidas.

La puerta del copiloto, ahora apuntando hacia el cielo, se abrió, y una mujer joven y aturdida, salió arrastrándose, mirando a su alrededor. Dio un torpe salto para aterrizar en el duro asfalto de la calle. La primera chica la ayudó a ponerse de pie, y agarradas de la mano comenzaron a correr hacia el relativo refugio que ofrecía la casa destruida. A unos pocos pasos, la mujer de la camiseta y con la cabeza descubierta —seguramente la productora— se soltó y corrió hacia la columna. Se agachó a recoger la cámara, se aseguró de que la luz roja seguía encendida y volvió a toda velocidad hacia donde estaba su colega.

Al acercarse, un golpe de viento hizo que el borde del anorak de la reportera se inflara, llenándolo de aire e hinchándolo como una vela. Incapaz de oponer resistencia o de desinflarlo, la periodista tropezó mientras el viento la obligaba a ponerse en movimiento. Un momento después, la mujer volaba, mientras sus horrorizados gritos se perdían en el viento y su rostro aterrado era capturado por la cámara.

El mástil de la antena de la furgoneta, doblado en un inútil ángulo, la detuvo antes de que su cuerpo pudiera elevarse demasiado sobre el suelo. Empalada, se calló de inmediato. Sus brazos y piernas exánimes y sin vida ondeaban a merced del viento, retorciendo su cuerpo. Temblando y vomitando, la productora se alejó, apagó la cámara y cruzó el anegado jardín hasta la casa, abierta ante la tormenta. Encontró una escalera, buscó refugio debajo de ella y se sentó, tembló y rezó.

Capítulo 34

Sábado, 21 de julio, 14:00 h, McLean, Virginia.

Jake se puso de pie y se desperezó. Había pasado la mayor parte del día agachado sobre el lector de microfilms en un lugar aislado de la espaciosa biblioteca de la Agencia, y la experiencia no había ayudado en nada a su espalda o a sus ojos. El colirio Visine se había convertido en su mejor amigo. Pero estaba progresando. Alrededor del mediodía había salido de los años sesenta.

Por lo que pudo comprobar, esa década había sido la mejor para la investigación legal y encubierta sobre el clima. Por supuesto, los sesenta habían sido también los mejores años para la CIA. Todo era menos complicado entonces. Se tomaban decisiones y ejecutaban operaciones sin, en apariencia, muchas discusiones o comprobaciones, y ciertamente sin reflexionar demasiado. Cuba y el bloque del Este habían sido los enemigos de la Agencia, y América Central y del Sur sus campos de juego. La Casa Blanca había sido su defensora, y el Senado su complaciente benefactor. Los medios de comunicación habían sido aliados sin sospecharlo. En suma, la Agencia parecía la dueña del mundo.

Después llegaron los setenta. Recortes presupuestarios. Filtraciones internas y denuncias externas. Jack Anderson del
Washington Post
y el presidente Richard Nixon. Daniel Ellsberg y los Papeles del Pentágono. El senador Claiborne Pell y las audiencias del Senado que finalmente aplastaron la Operación Popeye. Jimmy Carter.

Esa década había resultado ser una auténtica decepción.

Después del desafortunado y público reconocimiento y desmantelamiento de Popeye, las subvenciones de muchas —demasiadas— otras operaciones de investigación climáticas secretas también habían sido eliminadas. La mayoría habían sido operaciones ordenadas, metódicas y científicas con objetivos claramente identificados, como la dirección de la corriente en chorro o el uso de una variedad de frecuencias electromagnéticas para llevar a cabo una multitud de extrañas actividades. Pero el trabajo de un grupo concreto de especialistas en clima había despertado la curiosidad de Jake.

A cargo de un proyecto altamente clasificado con un gran presupuesto y escasa o nula supervisión —al estilo del equipo de trabajo en el que él se encontraba en ese momento—, los experimentos e investigaciones de ese grupo eran significativamente más avanzados que cualquier otro con el que se hubiera topado. Su objetivo no había sido bienintencionado y su trabajo no había sido meramente teórico. Habían tenido éxito hasta que su presupuesto fue eliminado con un simple gesto del Senado.

Las notas y las descripciones sobre lo que habían estado haciendo podían extrapolarse a lo que estaba sucediendo en el presente. La creatividad y los detalles eran perturbadores, y dada la velocidad y capacidad de las computadoras con las que habían tenido que trabajar, sus cálculos y predicciones, por no mencionar sus éxitos, no dejaban de ser asombrosos. Sólo había sentido una fascinación similar cuando había caído en la cuenta de que Einstein había desarrollado sus teorías utilizando una regla de cálculo y un lápiz. Era casi incomprensible.

La identidad de los miembros del equipo habían sido sacadas de la ficha de microfilm, pero existían grandes posibilidades de que algunos de esos tipos todavía estuvieran dando vueltas por ahí. De alguna manera iba a tener que seguirles la pista, aunque acceder a sus nombres e inventar una historia para no revelarles en qué se encontraba trabajando le llevaría más tiempo que diseñar la solución de un sistema.

Sábado, 21 de julio, 19:50 h, Old Greenwich, Connecticut.

El viaje en taxi desde el pequeño aeropuerto de White Plains hasta el apartamento que tenía en Nueva York fue tan incómodo como rutinario. Carter había hecho lo posible para conversar lo mínimo, pero había tenido la desgracia de encontrarse con uno de los taxistas más habladores, decentes y, desgraciadamente, mejor informados de la zona de los tres estados. El taxista lo había reconocido de inmediato, y en un esfuerzo aparente por caerle bien, o tal vez para conseguir una buena propina, sometió a Carter a un viaje por el carril más lento durante todo el trayecto hacia la ciudad, con una charla ininterrumpida que osciló desde los círculos misteriosos en los cultivos a la guerra de Irak. Cuando Carter llegó a su pequeño piso en Midtown, aquel espacio habitualmente claustrofóbico le pareció un refugio. No pasó mucho tiempo allí, ya que había hecho planes para encontrarse a las ocho con Richard Carlisle en su casa de Oíd Greenwich, lugar al que ahora se dirigía.

Carter tomó la autopista I-95 hasta la salida 5, atravesando barrios bastante sórdidos para dirigirse hacia la zona más elegante de la ciudad, hasta que por fin llegó al hermoso y antiguo barrio. Pudo admirar las elegantes mansiones de época victoriana que se alzaban junto a las modernas edificaciones y enormes propiedades, mientras serpenteaba por las estrechas calles con nombres de sabor antiguo hasta llegar a Ford Lañe, la pequeña calle particular que conducía al apartado y discreto camino de grava de la casa de Richard.

Comparada con las casas que Carter había visto mientras conducía, la casa de Richard parecía la edificación más horrible del barrio. No se podía decir que estuviera descuidada del todo, pero necesitaba algo de atención. Sin duda, lo único que lo protegía do la ira de los vecinos era que no se podía ver ni desde la calle ni desde las casas vecinas. Estaba circundada por una espesa línea de altos árboles y arbustos sin podar que entorpecían la visión por todos lados y extendían su sombra por sobre la hierba.

Carter detuvo el coche y estaba a punto de abrir la portezuela cuando un enorme y flaco perro blanco salió a toda velocidad de la casa y recorrió la considerable distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos. El perro no parecía amenazador, pero Carter no tenía pensado salir de su vehículo mientras estuviera allí de pie. Prácticamente tenía que agacharse para mirar por la ventanilla del sedán BMW de Carter.

Al instante, Richard, vestido informalmente, salió de la casa y llamó al perro, que volvió de inmediato a la casa. Ya solo, Richard se acercó al coche mientras Carter salía y se acercaba a él.

—Lo siento. Se pone como loco cuando tenemos compañía —se disculpó Richard con una sonrisa—. Es manso como un corderito, pero su tamaño asusta a la gente.

Richard había envejecido bien, no había echado panza y mantenía sus hombros erguidos al contrario que la mayoría de los hombres de su edad, incluyendo a Carter. Estaba bronceado y delgado, con la artificial sonrisa blanca y la voz profunda y sonora habitual en las personalidades televisivas.

—Yo sigo con las mismas costumbres —respondió Carter, devolviéndole la sonrisa mientras se estrechaban las manos en el límite del descuidado jardín—. Ha pasado mucho tiempo, Richard. Me alegro de verte. Tienes buen aspecto.

—Ha pasado mucho tiempo —repitió Richard—. Me mantengo ocupado. Ven, entremos.

El interior del bungaló ubicado frente a la costa —no era mucho más que eso— estaba tan descuidado como el exterior, con libros, papeles, vídeos y un desorden que cubría toda superficie disponible. A Carter no le sorprendió. Nadie en el equipo había sido más meticuloso que Richard a la hora de analizar datos y diseñar modelos, pero su mesa siempre había sido un caos de papeles, ceniceros desbordantes y tazas de café medio vacías.

—Podemos prepararnos unas copas y acercarnos a la orilla. Construí un pequeño patio a la sombra, hace unos años. ¿Qué quieres tomar?

—Cualquier refresco estará bien. Gracias.

Richard sacó dos latas de Coca-Cola de la nevera, llenó dos vasos con hielo y le entregó uno a Carter.

—Me ha sorprendido tener noticias tuyas. He estado pensando en ti últimamente.

«Apuesto a que sí».

—¿De verdad? Veo tus predicciones en televisión de vez en cuando —respondió Carter mientras se dirigía delante de Richard en dirección a la antigua puerta mosquitera.

Richard esbozó una sonrisa agradecida.

—Una de mis antiguas alumnas trabaja para ti en la ciudad. Kate Sherman. ¿La conoces? Ella es…

«Bien. Quiere sacarse esto de encima tanto como yo».

—Sí, conozco a Kate. No muy bien, pero estoy familiarizado con su trabajo. Es muy buena, una excelente meteoróloga.

—Sí, lo es —asintió Richard mientras atravesaban el jardín—. ¿Y qué te ha traído aquí después de todos estos años?

—Te vi mencionado hace poco y empecé a pensar que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que hablamos.

Llegaron hasta el pequeño patio empedrado ubicado en una pequeña zona que se alzaba escasos metros sobre las aguas. La marea estaba bajando y se veía una estrecha playa rocosa, debajo de los pilotes de un estrecho embarcadero de madera. Un pequeño bote con motor fuera borda se balanceaba en el extremo del embarcadero. El sol todavía brillaba, pero se acercaba al horizonte cubierto de nubes que extendían sus sombras a lo largo del estrecho de Long Island.

Se sentaron en sendas sillas mirando al agua, separados por una desvencijada mesa de teca.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Richard con un tono despreocupado en la voz—. Tal vez diez años. ¿Quién has dicho que me había mencionado?

—No lo dijo —admitió Carter con una leve sonrisa—. Esa alumna tuya, Kate, escribió un trabajo que presentó ayer en un congreso, y me envió una copia. —Tomó un sorbo de su refresco—. Te daba las gracias en una nota al pie.

Richard volvió la cabeza para mirar a Carter, claramente sorprendido por la noticia.

—¿En serio?

—Sí, lo hizo. Dado el contenido del trabajo… —Hizo una pausa—. Tal vez me esté adelantando a los acontecimientos. ¿Lo has leído?

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