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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (15 page)

BOOK: Categoría 7
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Reticente a abandonar la comodidad de la tumbona prematuramente, se puso de pie lentamente.

—Entonces, pregunto por curiosidad, ¿ya lo has leído?

—Es el primero del montón —le aseguró.

Ella le echó una mirada.

—¿Cuánto hace que está ahí?

—Esta noche empiezo. Mira. Justo a tiempo. —Sonrió y mientras agarraba el cojín en el que ella había estado sentada, Kate notó una gota gorda y tibia que caía en su brazo. No consiguió devolverle la confianza.

Capítulo 13

Los elevados túneles de aire salado y húmedo se alzaron sin pausa atravesando el cielo nocturno, trazando hélices de agua, calor y viento en un gran remolino de ruido, velocidad y furia. Alimentado por el calor atrapado en el océano, semejante mecanismo giraba incesante, con sus torres de convección contrayéndose al pasar por zonas más frías, expandiéndose mientras absorbían de las profundidades, aguas que debían haber estado más frías. Las delgadas paredes exteriores de color blanco en el perímetro distante de la tormenta daban lugar a las paredes grises cada vez más densas que giraban rápidas y compactas en torno a la creación más espectacular de la naturaleza, el ojo del huracán, del que se podía decir que era el ojo de los dioses.

La luz de la luna cubría de calma su interior. Las aves marinas planeaban por las corrientes del ligero aire, atrapadas dentro, hasta que eran lanzadas fuera por una corriente ascendente errática, o demasiado cansadas para seguir volando en círculos, descendían a las tranquilas y oscuras aguas a probar su suerte. Debajo de la tormenta, el mar se elevaba, empujando hacia arriba y hacia fuera mientras buscaba compensar la caída en la presión de aire, para alejarse de la enorme energía que la tormenta impulsaba con las revueltas olas. Esas pequeñas cortinas de agua se abrían paso por delante de la tormenta, anunciando a cualquier criatura capaz de reconocer el peligro que la fuerza sin la cual la vida era imposible, era también la fuerza de la muerte.

Cientos de kilómetros hacia el oeste de la tormenta, a lo largo de la exuberante costa del sureste americano, el cielo nocturno estaba claro y brillante de estrellas. Los paseantes, en la playa, bajo la luz de la luna, en las verdes islas coralinas disfrutaban de la fresca brisa, un bienvenido respiro del opresivo calor del día. Por la mañana, esos paseantes sabían que las mismas arenas dejarían al descubierto las pequeñas maravillas del mar, empujadas hacia la costa por las plateadas olas que golpeaban contra la orilla, con un poco más de fuerza, quizás, de lo que lo habían hecho durante el día.

Cualquier consideración de peligro por la creciente tormenta lejana en el océano era pasajera; en ese momento, la tormenta no representaba nada en sus vidas, y por lo tanto, generaba poca curiosidad más allá de las especulaciones de los veraneantes que disfrutaban del tedio subtropical que habían planificado y pagado.

Capítulo 14

Viernes, 13 de julio, 2:00 h, Greenwich, Connecticut.

Richard apartó la cabeza de los números brillantes del reloj que había sobre su mesilla y continuó mirando al techo.

«Las dos de la mañana».

La lluvia había comenzado con suavidad pero se había vuelto más intensa mientras llevaba a Kate a la estación. El silencio entre ambos había sido casi tan denso como el aire. La camaradería y buen humor que siempre caracterizaba sus cenas mensuales habían sido oscurecidos por el tema de conversación. Incluso ahora, varias horas después, no podía sacudirse la sombra que la determinación de ella había echado sobre él.

La tenacidad nunca había sido una característica que pudiera asociar al carácter de Kate, lo cual convertía su obstinado rechazo a abandonar esa línea de investigación en algo mucho más curioso. Tenía la sensación de que se había aferrado a esas tormentas para evitar otras de tipo humano en el barrio de Gerritsen Beach en Brooklyn. Y eso quería decir que ella no iba a abandonar su investigación ni tan rápido ni tan fácilmente. Cuando uno se enfrenta con una realidad desagradable, la especulación es siempre un refugio confortable.

Dejó escapar un pesado suspiro. Kate era inteligente. No le había costado mucho alcanzar algunas conclusiones interesantes, pero no podía ver cómo esas mismas conclusiones podían convertirse en un fogonazo, porque a pesar de su inteligencia y su audacia de Brooklyn, Kate era una ingenua. Kate no descansaría hasta encontrar una teoría que pudiera verificar y con la que se sintiera cómoda. Desgraciadamente, había mucha gente allí fuera a quienes no les importaba mucho nada de eso. Los chiflados conspirativos de los bares de ciberlandia se apoderarían de esas preguntas, quizás válidas y las convertirían en armas que podían hacer mucho daño a la carrera y credibilidad de Kate. Si había un atisbo de escándalo que pudiera señalar de alguna forma a la persona que le pagaba el sueldo, Carter Thompson, Kate perdería su trabajo. Carter Thompson no era un hombre que tolerara a tontos o que soportara que lo tomaran por idiota.

Apartando la colcha, Richard se levantó de su cama y caminó descalzo por la casa oscura hacia el porche cerrado, cruzando el comedor. O lo que alguna vez fue el comedor. Ahora la mesa servía como almacén temporal para cosas que acabarían luego en otra parte de la casa.

No se molestó en cerrar la puerta a su paso. El aire fresco refrescaría la casa.

Después de dejar a Kate en la estación, entró en Internet y buscó las tormentas que la obsesionaban para verificar lo que ella le había dicho con respecto a la normalidad de los parámetros. Tenía que admitir que, basándose en lo que él había descubierto, ella estaba en lo cierto. Las tormentas eran de lo más normal, y eso lo dejaba aún más intranquilo. No lo admitiría ante Kate, pero desde la debacle en Barbados, se había estado preguntando lo mismo.

«Eso».

Respiró hondo, sin querer pensar en ello.

A escala global, la violencia de las tormentas, en general, había aumentado en los últimos años, sembrando el suelo ya fértil de la mente de los observadores de fenómenos climáticos con teorías viejas y nuevas. Esa noche, en poco más de una hora en Internet, había leído trabajos que directamente vinculaban el incremento en intensidad con el calentamiento global, otros insistían en que se debía a la actividad solar inusualmente fuerte, e incluso había otros que lo asociaban a las variaciones geomagnéticas que resultaban de las minúsculas variaciones gravitacionales en el espacio exterior. Y ésas eran sólo algunas de las hipótesis que pululaban por los alrededores de las instituciones científicas.

Si tenía en cuenta las teorías presentadas por los chiflados del mundo científico, la lista se volvía exponencialmente más larga y delirante. Había advertencias sobre el bombardeo con descargas electromagnéticas desde satélites soviéticos ultra secretos aún en órbita y sobre las fuerzas armadas de los Estados Unidos lanzando ondas de alta frecuencia hacia la ionosfera en un esfuerzo por controlar, a escala global, la mente de las personas. Y después estaban las fuentes dudosas que insistían en que organismos de siglas extrañas, militares, de inteligencia e industriales estaban involucrados. Las teorías más aceptadas describían frecuencias radiales especiales utilizadas para crear focos de presión estacionarios artificiales en las corrientes en chorro, para provocar inundaciones, sequías y una devastación económica general o, por el contrario, un clima excelente para maximizar el placer y los beneficios. El clima sereno durante la primera parte del verano y su repentino cambio hacía una semana había proporcionado leña a esa discusión, más allá de toda razón.

Se frotó los ojos. Muchas —la mayoría— de las teorías eran tomadas muy en serio y defendidas con pasión, y no sólo por los chiflados del mundo. No hacía mucho, dos famosos científicos de la comunidad meteorológica habían sido invitados a una importante conferencia industrial para debatir las causas del incremento en la intensidad de los huracanes en el Atlántico en los últimos años. Lo que se suponía iba a ser un sincero y cándido debate sobre los efectos de la influencia humana en el calentamiento global contra una tendencia cíclica en la climatología terrestre había sido cancelado en una inesperada y acalorada subida de tono de las discusiones. Y eso teniendo en cuenta que había involucrado a científicos serios y serenos.

Richard miró hacia el pequeño jardín bañado por la luz de la luna en medio de los frondosos árboles en los límites de su propiedad mientras dos palabras que lo perturbaban continuaban reverberando en su mente como el ritmo incesante de una canción machacona y pegadiza. «Carter Thompson».

Cuando se conocieron, hacía cuarenta años, como reclutas elegidos para un programa de investigación climática de la CIA, Richard supo de inmediato que Carter tenía la capacidad y la ambición necesarias para conseguir lo que se propusiera. Tenía una tenacidad que Richard jamás había visto, y había sido un infatigable director de equipo, tomando a título personal cada triunfo o fracaso. Con un profundo, y casi místico, respeto por la naturaleza, Carter había abrazado los objetivos del programa con tanta intensidad que el resto del equipo lo había observado asombrado.

Once de los mejores investigadores meteorológicos con los que el gobierno podía contratar habían trabajado en aquel agobiante, reducido y oscuro laboratorio informático en Langsley para crear el arma más poderosa, una que no pudiera rastrearse, que no pudiera detenerse y potencialmente menos letal, pero increíblemente más efectiva que las armas convencionales e incluso que las nuevas armas «no convencionales» que se estaban desarrollando en esos años. Habían estado trabajando en el control de la fuerza y la violencia del clima.

Su misión era hacer uso de la relativamente escasa investigación sobre el clima y retorcerla, extenderla y reformularla para crear la mejor «fuerza multiplicadora» de la Guerra Fría. Otros investigadores que trabajaban en el mismo programa se ocupaban del sembrado de nubes y otros experimentos para provocar lluvia que estaban siendo desarrollados desde hacía más de una década, pero al equipo de Carter le habían encargado
crear
clima. Construir tormentas e incrementarlas. Aprender no sólo a rastrearlas, sino a dirigirlas. Y a detenerlas.

Con el espectro del éxito ruso pisándoles los talones, contaban con la libertad de seguir cualquier teoría descabellada, cualquier locura, y lo habían hecho a un ritmo enloquecedor, a veces olvidándose de dormir, comer o volver a casa mientras trabajaban para convertir hipótesis en refinados modelos de ordenador y para llevar esos modelos teóricos a la práctica.

Habían estado muy cerca de tener éxito.

La operación Popeye había conseguido hacer llover sobre la ruta de Ho Chi Minh durante buena parte de los últimos años, cuando el público, ya harto de la guerra, había descubierto su existencia gracias a una filtración de la información. La presión en el Pentágono para responder a las preguntas sobre la investigación climatológica se había intensificado, así como la presión sobre el equipo de Carter para obtener resultados positivos. Habían estado realizando cálculos con todos los datos a su alcance para perfeccionar el mecanismo para crear un tifón, y Carter había convencido a los militares que dirigiendo hacia un blanco una secuencia de disparos con láser de alta intensidad a la célula embrionaria de una tormenta y a la superficie del océano que la rodeaba, producirían el calor necesario para acelerar el ciclo de convección y desarrollar una tormenta. Con pasión casi evangélica, Carter había asegurado a los oficiales de alta graduación de la Agencia que su equipo podría crear una tormenta ciclónica de un tamaño e intensidad que podrían manipular a voluntad. Finalmente, a fines del verano de 1971, habían recibido órdenes de llevar sus ideas de laboratorio al océano Pacífico.

No hizo falta que se lo repitieran dos veces. Para llevar a cabo lo que aún no sabían sería su única prueba de campo, junto a Carter se subieron a un transporte militar en Maryland. Setenta y dos horas más tarde, tras recorrer el país de un extremo a otro, llegaron a una base aérea de los Estados Unidos, cuyo nombre nunca supieron. Después de uno o dos días agotadores en los que pusieron a punto los detalles y prepararon a las tripulaciones, Richard y el equipamiento monitorizado de superficie había sido transportado en un helicóptero Huey de cabina abierta hasta un barco que los esperaba para llevarlos a la zona de pruebas en el mar del sur de China. La zona de impacto no era nada más que una coordenada específica elegida por la buena disponibilidad de predicción atmosférica y por la posibilidad de que pudiera suministrar las condiciones necesarias. Además, estaba lo suficiente alejada en mitad del océano como para que nadie pudiera ver nada, y si, por casualidad, alguien veía algo, no lo entenderían.

Él era un joven y escuálido científico de la CIA sin experiencia en combate ni en el mar. No contaba con mucho más que sus costumbres sureñas para mantenerse a bordo de aquel barco, rodeado de una mezcla de silenciosos observadores de la Agencia y un grupo inquieto e irritado de condecorados oficiales expertos en el campo de batalla, representando a todos los sectores de las fuerzas armadas. Todos esperaban en cubierta, impacientes, la aparición de Carter en el horizonte, en un avión de carga Hércules C-130 especialmente modificado que llevaba la enorme maquinaria que generaría el láser, el cual, en aquellos años, era una tecnología con la que muy poca gente había trabajado o comprendía, dentro o fuera de las fuerzas armadas.

Había sido un día casi tan perfecto como deseaban para hacer la prueba. Las nubes eran escasas y de gran altura, unos cirros que no interferirían con nada y unos cúmulos de media altura, las nubes en forma de bola de algodón que todos los niños en edad escolar aprenden a dibujar. Eran las típicas y ordinarias nubes que se forman todos los días sobre el océano como resultado del sol tropical brillando sobre las cálidas aguas. Se deslizaban por el aire relativamente estable a lo largo del día y se desvanecían por la noche, para volver a reaparecer al día siguiente.

Hasta que él y Carter se habían apoderado de ellas.

Cuando el Hércules que transportaba a Carter y al láser apareció por fin en el horizonte, Richard invitó a los observadores a dirigirse al puente. Su sugerencia fue recibida con miradas pétreas, pero pronto se desentendió de los militares para preparar su equipo. Tras una breve y clara conversación por radio, identificaron el grupo de nubes que haría de blanco, mientras él miraba al avión elevarse lentamente sobre el cielo dolorosamente azul, dirigiéndose hacia la zona de impacto.

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