—¡Orientar la gavia mayor! ¡Bordada a estribor! ¿Va a hacer que esos cañones disparen, señor Simmons?
El alcance de los disparos era cada vez mayor. Una bala llegó hasta los botes en las botavaras, haciendo saltar tablones y astillas.
—¡Timón a babor! Así, así. ¡Fuego! Todos preparados. Preparados. ¡Ya!
Sólo dos cañonazos dieron en el blanco, pero uno de ellos alcanzó de lleno un cañón en la tronera, silenciándolo. La
Lively
viró, disparó los cañones de babor sucesivamente —los hombres se habían quitado ya las camisas— y después una andanada. Cuando se colocó despacio delante de la batería por segunda vez, acercándose mucho más, con las carronadas listas para disparar, observaron cómo los pocos hombres de la guarnición se acercaban a la costa remando enérgicamente, apretujados en un pequeño bote, ya al otro se le había roto la amarra y se había ido a la deriva.
—¡Fuego! —dijo Jack.
La batería saltó por los aires formando una nube de polvo y lascas de piedra.
—¿Cómo están nuestros botes? —preguntó a un guardia—marina que estaba en el alcázar.
—Le han dado a su bote, señor. Los otros están bien.
—Bajar el cúter. Señor Dashwood, tenga la amabilidad de traer en el cúter los cañones que sean utilizables y los restos de la bandera déselos a la señora Miller con todo el respeto de los hombres de la
Lively.
Y recoja el bote francés, por favor. Así estaremos empatados.
La fragata se movía suavemente, cabeceando con el oleaje, mientras el cúter se apresuraba a cruzar el mar y volver. En el pequeño puerto nada más había embarcaciones de pesca; no había nada que hacer allí.
—Sin embargo —dijo cuando se habían subido los botes—, por el bien de la Armada es preciso que disparemos un poco más con la batería. Subir el foque. Vamos a ver si podemos mejorar y tardamos menos de cuatro minutos y medio entre dos andanadas, señor Simmons.
La fragata siguió disparando, destrozando, pulverizando el montón de escombros; las brigadas de artilleros, muy orgullosas de sí mismas, manejaban sus cañones con mucho cuidado, aunque sin demasiada precisión.
Cuando se alejaron de allí, el manejo de los cañones había mejorado, la coordinación era más parecida a la que Jack deseaba conseguir y los hombres estaban más acostumbrados al estruendo y al movimiento brusco de sus armas mortales; pero, sin duda, el ritmo seguía siendo muy lento.
—Bien, señor Simmons —le dijo al primer oficial, que lo miraba con cierta inquietud—, no ha estado tan mal. Los números cuatro y siete han disparado muy bien. Pero si podemos conseguir que disparen con precisión tres andanadas en cinco minutos, entonces nada podrá detenernos. Debemos saludar de esta misma forma a todas las baterías francesas que encontremos a nuestro paso; esto es mucho más divertido que dispararle a un blanco, y nuestros «afectuosos amigos» no tendrán nada que objetar. Espero que prestemos servicio en el Canal un poco más de tiempo antes de que nos destinen al extranjero.
No habría formulado este deseo si hubiera sabido con qué asombrosa rapidez iba a hacerse realidad. La
Lively
todavía no había anclado en Spithead cuando recibió órdenes de que pusiera inmediatamente rumbo a Plymouth, donde debía hacerse cargo de un convoy que se dirigía al norte; podían olvidarse de las Bermudas hasta dentro de algunas semanas, o tal vez para siempre. En el bote del almirante del puerto también llegó un enviado del nuevo agente de Jack, que traía un cheque de ciento treinta libras, más de las que Jack hubiera esperado nunca, y una carta del general Aubrey, en la cual le anunciaba su regreso de Saint Muryan, el municipio más maloliente de todo Cornualles, propiedad de su amigo el señor Polwhele, donde habían apoyado su sencillo programa electoral que proponía la «muerte a los liberales». «Ya he escrito mi discurso inaugural», escribía el general, «y voy a pronunciarlo el lunes. Les dejará totalmente perplejos, mostrándoles una corrupción tal que nadie podría imaginarse que existe. Y leeré otro, peor, después del receso, si ellos no se interponen. Hemos derramado sangre por nuestra patria, y que me ahorquen si nuestra patria no puede derramar sangre por nosotros, moderadamente». La palabra «moderadamente» estaba tachada, y la carta concluía con el deseo de que Jack pusiera el nombre de su hermano pequeño en el diario de navegación y otros libros del barco, «ya que algún día podría resultar muy útil». El rostro de Jack adoptó una expresión meditabunda; no le desagradaba que se derramara sangre, estaba completamente a favor, pero, por desgracia, conocía la idea de la discreción que tenía su padre. Apresuradamente bajaron a la señora Miller a tierra, quien iba tan orgullosa como Poncio Pilatos con el trozo de bandera. Luego continuaron su recorrido en zigzag por el Canal, contra vientos del oeste y del suroeste. Sólo se detuvieron una vez, cuando celebraron que Jack hubiera conseguido una fortuna y la elección del general Aubrey destruyendo una batería del promontorio de Barfleur, tierra adentro, y el puesto de señales del cabo Levi. La fragata consumió un barril de pólvora tras otro, esparciendo varias toneladas de hierro sobre el paisaje francés; la artillería había mejorado visiblemente. La tripulación de la
Lively
sentía casi tanto placer al destruir las obras del enemigo como al dispararle a sus hombres; tirar a un blanco en el mar no podía provocar ni una alegría igual ni la décima parte del entusiasmo que despertaba disparar contra las ventanas del puesto de señales, con los cañones casi elevados al máximo. Y cuando por fin le dieron a éste, cuando se desvanecieron con enorme estrépito los cristales y toda la estructura, lanzaron vivas como si hubieran hundido un barco de línea; y todos los que estaban en el alcázar, incluyendo al capellán, rieron y gritaron alborozados como si estuvieran en una fiesta.
No habría formulado el deseo si hubiera sabido que significaría privar a Stephen de las delicias de los trópicos que le había prometido, por no mencionar el placer que representaría para él mismo pasearse por tierra firme en Madeira, las Bermudas o las Antillas sin que le persiguieran, sin mirar hacia atrás ansiosamente, sólo importunado por los franceses y quizás por los españoles y la fiebre amarilla.
Sin embargo, allí estaba el deseo, formulado y hecho realidad; y allí estaba Jack, al socaire de la isla de Drake, con Plymouth Hoe por la amura de babor, esperando que la 92
a
Infantería subiera a los transportes de guerra en Hamoaze, lo cual sería una tarea compleja, a juzgar por la total falta de preparación.
—Jack —dijo Stephen—, ¿vas a visitar al almirante Haddock?
—No —dijo Jack—. No iré. He jurado no bajar a tierra, ya lo sabes.
—Sophie y Cecilia todavía están allí —señaló Stephen.
—¡Oh! —exclamó Jack, y empezó a pasearse de un lado a otro de la cabina—. Stephen, no bajaré. ¿Qué puedo ofrecerle, Dios santo? Le he dado muchas vueltas al asunto. Estuvo mal que la persiguiera hasta Bath, fue muy egoísta por mi parte, no debí haberlo hecho; pero me dejé llevar por los sentimientos, ya sabes. ¿Qué clase de partido soy yo? Capitán de navío, si quieres, pero endeudado hasta el cuello, y sin demasiadas perspectivas si Melville se marcha. Un tipo que va escondiéndose, a hurtadillas, como un ratero con los alguaciles pisándole los talones. No. No volveré a acosarla como hice en el pasado. Y no voy a dejar que se me vuelva a desgarrar el corazón. Además, ¿qué puedo importarle, después de todo esto?
—Perdone, señorita, ¿puede usted decirme dónde está la señorita Williams? —preguntó el mayordomo del almirante—. Un caballero desea verla.
—Bajará enseguida —dijo Cecilia—. ¿Quién es?
—El doctor Maturin, señorita. Me encargó especialmente que dijera que es el doctor Maturin.
—¡Oh! Hazle pasar, Rowley—dijo Cecilia—, yo le atenderé mientras tanto. ¡Querido doctor Maturin! ¡Qué sorpresa verle por aquí! Le aseguro que estoy asombrada. ¡Qué estupenda la noticia sobre nuestro querido capitán Aubrey y la
Fanciulla
! ¡Pero pensar que el pobre
Polychrest
se hundió bajo las olas! Sin embargo, usted salvó sus ropas, ¿verdad? ¡Oh, nos alegramos tanto cuando lo leímos en la
Gazette
! Sophie y yo nos cogimos de las manos y saltamos como ovejas por la habitación rosa gritando: ¡Hurra! ¡Hurra! Aunque estábamos muy apenadas. ¡Dios mío, doctor Maturin, estábamos tan apenadas! No habíamos parado de llorar, y cuando fui al baile del almirante del puerto estaba hinchada, horrible; Sophie ni siquiera fue, pero no se perdió nada, pues fue un baile estúpido, con todos los jóvenes en la puerta y sólo los vejetes bailando —¡llamar a eso bailar!— por orden de rango. Sólo me levanté una vez. ¡Oh, cómo lloramos! Los pañuelos estaban empapados, se lo aseguro. Y es que es muy triste, desde luego. Pero ella podría haber pensado en nosotras. Nunca podremos llevar de nuevo la cabeza alta. Me parece que fue injusto por su parte… Podría haber esperado hasta que nos casáramos. Creo que es una… Pero no debo decírselo a usted, porque sé que hace mucho, mucho tiempo estaba encaprichado con ella, ¿verdad?
—¿Qué la afligió tanto?
—Pues, Diana, por supuesto. ¿No sabía nada? ¡Oh, Dios!
—Por favor, cuéntemelo.
—Mamá dice que no debo hablar de ese tema. Y nunca lo haré. Pero si me promete que no se lo dirá a nadie, se lo contaré. Diana es la mantenida de ese Canning. Creí que le sorprendería. ¿Quién podía imaginarlo? Mamá no, a pesar de ser tan perspicaz. Estaba furiosa; todavía lo está. Dice que ha acabado con nuestras posibilidades de hacer un buen matrimonio, lo que es una lástima. No es que me preocupe mucho hacer un
buen
matrimonio, pero no quiero ser una solterona. Le tengo horror a eso. Silencio, oigo que cierra la puerta, ya baja. Les dejaré solos, no haré de carabina. Aunque sea de estatura pequeña no creo que nadie puede confundirme con una carabina. No dirá nada, ¿verdad? Recuerde que me lo prometió.
—¡Sophie, querida! —dijo, dándole un beso—. ¿Cómo está? Responderé a sus preguntas enseguida. Jack ha sido ascendido a capitán de navío. Hemos venido en esa fragata que está junto a la pequeña isla. Tiene un mando provisional.
—¿Qué fragata? ¿Dónde? ¿Dónde?
—Mire —dijo Stephen haciendo girar sobre su base el telescopio de latón del almirante—, ahí le tiene, dando paseos por el alcázar con sus viejos pantalones de nanquín.
Allí, en el brillante círculo, Jack iba y venía del saltillo hasta la última carronada de popa.
—¡Oh! —exclamó— ¡Tiene una venda en la cabeza! No… no serán otra vez sus pobres orejas, ¿verdad?
—No, no, es una simple herida en el cuero cabelludo. No tiene más de una docena de puntos.
—¿No bajará a tierra? —preguntó.
—No. ¿Bajar a tierra para que le arresten por deudas? Sus amigos no permitirían que le detuvieran por la fuerza… ni ninguna mujer de corazón bondadoso le pediría que se expusiera a ello.
—No, no, desde luego. Me había olvidado…
Cada vez que Jack daba la vuelta miraba hacia Mount Edgcumb, la residencia oficial del almirante Haddock. Sus miradas parecían cruzarse, y ella retrocedió.
—¿No está bien enfocado?
—No, no. Es que mirar así es indiscreto, incorrecto. ¿Cómo está? ¡Me alegra tanto que…! ¡Estoy tan desconcertada! Todo ha sido tan de repente… no me lo imaginaba. ¿Cómo está? ¿Y cómo está usted? ¿Cómo está usted, querido Stephen?
—Bien, gracias.
—No, no, no lo está. Venga, venga enseguida a sentarse. Stephen, ¿le ha contado algo Cissy?
—No tiene importancia —dijo Stephen, desviando la mirada—. Dígame, ¿es verdad?
Ella no pudo responder; se sentó a su lado y le cogió la mano.
—Ahora, escúcheme, cariño —dijo él, devolviéndole la ternura de su gesto.
—¡Oh, discúlpenme! —dijo el almirante Haddock asomándose y retirándose inmediatamente.
—Escúcheme, cariño. La fragata
Lively
tiene orden de navegar por el Canal hasta Nore con esos estúpidos soldados. Zarpará en cuanto todo esté listo. Debe usted subir a bordo esta tarde y pedirle que la lleve hasta los
downs.
—¡Oh, nunca, nunca podría hacer algo así! Sería incorrecto… atrevido, desvergonzado, impertinente… incorrecto.
—En absoluto. Con su hermana sería correcto, algo de lo más corriente. Vamos, querida, empiece ya a hacer su equipaje. Ahora o nunca. Es posible que esté en las Antillas el mes próximo.
—Nunca. Sé que usted lo dice con buena intención —es usted muy bueno, Stephen—, pero una joven no puede,
no puede
hacer esas cosas.
—Bien, no tengo más tiempo —dijo Stephen, poniéndose de pie—. Escúcheme. Haga lo que le digo. Haga su equipaje y suba a bordo. Ahora es el momento. Ahora o estarán a tres mil millas de distancia, separados por el triste mar y los años perdidos.
—¡Estoy tan desconcertada! Pero no puedo. No, nunca lo haré. No puedo. Y es posible que no me quiera —dijo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, y retorciendo el pañuelo desesperadamente y moviendo la cabeza de un lado a otro murmuró:
—No, no, nunca.
—Que pase un buen día, Sophie —dijo—. ¿Cómo puede ser tan ingenua, tan remilgada? ¡Qué vergüenza, Sophie! ¿Dónde está su valor? Eso es, precisamente, lo que él más admira en el mundo.
En su diario escribió: «Nunca había visto reunidas en un solo lugar tanta vileza, tanta miseria y tanta suciedad como en la ciudad de Plymouth. Todos los puertos donde he estado eran lugares pestilentes y deplorables, pero Plymouth es el peor. Y la zona o suburbio que llaman Dock es todavía peor que Plymouth; es como Sodoma comparado con Gomorra. Al pasar por sus sucias callejuelas, fui llamado, importunado por sus monstruosos habitantes, machos, hembras y homosexuales, mientras me dirigía al asilo de pobres, donde tienen a los viejos hasta que les entierran con aparente dignidad. Todavía siento la profunda tristeza que me invadió al verlo. La medicina me ha hecho conocer la miseria en muchas formas, no soy melindroso; pero la inmundicia, la crueldad y la total ignorancia que hay en ese lugar, y en su hospital, superan todo lo que había visto o imaginado. Un viejo que había perdido el juicio estaba encadenado en la oscuridad, sentado sobre sus propios excrementos, desnudo, cubierto sólo por una manta; y había niños idiotas; y azotainas. Conocía todas estas cosas, no son nada nuevo; pero al ver hasta qué extremo llegaban allí, ya no sentí indignación sino asco y desesperación. Fue un milagro que acudiera a la cita con el capellán para asistir a un concierto; mis pies, más serenos que mi cabeza, me llevaron hasta el lugar. Extraña música, muy bien interpretada, especialmente la trompeta; era de un compositor alemán, un Molter. La pieza, en mi opinión, no decía nada, pero servía para ofrecer un agradable fondo de violoncelos e instrumentos de viento de madera donde la trompeta emitía exquisitos sonidos, dando colorido a la estructura formal y elegante. Creía que la música era el modo de encontrar la definición de una idea que no estaba clara para mí, lo mismo que pensaba que la belleza física y el estilo eran la virtud, o que reemplazaban la virtud, o que la virtud estaba en otro plano. Pero aunque la música apartó estos pensamientos durante un tiempo, ahora han vuelto, y no tengo fuerza de voluntad para poner en claro ésta ni cualquier otra situación. En mi país hay una lápida romana que lleva inscrito
Fui non sum non curo,
y a menudo me tumbaba junto a ella a escuchar los chotacabras, y sentía allí una gran paz, una gran
tranquilitas animi el indolentia corporis.
Digo
país,
en singular, y sin embargo, arde aún entre las cenizas de la cobarde indulgencia la llama del odio hacia los españoles y pervive el deseo de conseguir la independencia catalana». Miró por la ventana de la cabina, observó el agua de Sound, grasienta, con la indescriptible inmundicia de Plymouth y hasta una rata hinchada flotando en ella, y luego metió la pluma en el tintero. «Pero por otra parte, cuando pienso en qué harán con la independencia, cuando pienso en todas las posibilidades de ser felices que tenemos y en nuestro Estado actual, me pregunto si esa llama seguirá ardiendo. ¡Hay tantas posibilidades y a la vez tanta miseria! El odio es la única fuerza motriz, una lucha amarga y llena de rabia; la niñez es la única felicidad, pero uno no lo sabe. Luego uno mantiene una batalla que no es posible ganar, una batalla perdida contra la enfermedad y casi siempre contra la pobreza. La vida es una larga enfermedad que sólo puede terminar de una manera, y sus últimos años son espantosos: uno es débil, está torturado por la muerte, tiene dolores reumáticos, va perdiendo el juicio, ya no tiene ocupación ni familia ni amigos; un hombre debe rezar por ser imbécil o tener un corazón de piedra. Todos estamos sentenciados a muerte, que a menudo es ignominiosa y con frecuencia dolorosa; además, las oportunidades de ser felices se pierden con indescriptible facilidad por los celos, las riñas, el resentimiento, la vanidad y el falso sentido del honor, ese concepto estúpido y peligroso. No tengo mucha agudeza —mi comportamiento respecto a Diana lo prueba—, pero hubiera jurado que Sophie era menos superficial, más decidida, enérgica, valiente. Pero, por supuesto, ella no conoce los sentimientos de Jack como yo». Volvió a levantar la vista de la página y vio su rostro. Ella estaba allí, a pocos pies por debajo de él, pasando de izquierda a derecha en el bote que rodeaba la popa de la fragata; miraba hacia arriba, hacia el coronamiento, por encima de la ventana de la cabina, con la boca ligeramente abierta, mordiéndose un labio, y con una expresión asustada en sus enormes ojos. El almirante Haddock estaba sentado junto a ella, y Cecilia.